Después de un último concierto en la capital –festival Tomavistas 2022– bastante accidentado –el diluvio les obligó a reducir su set a la mitad y estuvieron visiblemente atropellados–, Shame regresaba a Madrid con la sensación de tener una cuenta pendiente de saldar. Y así salió a la sala Nazca, a pasar por encima de un público entregado desde el primer momento, durante una intensa y contundente hora y media que servía como excusa para poner de largo en nuestro país –oficialmente, ya habían debutado canciones en el festival madrileño o en el pasado Primavera Sound Barcelona– el reciente “Food For Worms” (2023).
Antes, asaltaba el escenario They Hate Change, con su hip hop frenético y electrónico. Si algo tiene que ver el dúo de Tampa (Florida) con el punk británico es que es heredero de la rave y fiel seguidor del jungle y del canon de las Islas en general. Pero poco más, porque lo suyo conecta mucho más naturalmente con el Miami bass o con el jook, así que se topó con una recepción algo fría por parte de los asistentes más puntuales.
Todos los focos, además, estaban encima del quinteto británico. Su público tiene aura de congregación y ellos lo saben. Como saben que es en el cara a cara donde el grupo ofrece su mejor versión. Y lo explotan: están dispuestos a poner toda la carne en el asador. Aunque les cuesta un poco coger el tono y parecen algo desconcertados, con el sonido todavía en vías de ajustarse van engrasando poco a poco, mientras desfilan –machaconas y fanfarronas– “Alibis” y “Fingers Of Steel”. Hasta que llega la rabiosa “Concrete” y Shame, definitivamente, hace clic: primera gran explosión, los decibelios se disparan. También se desatan los primeros pogos con poca timidez y el cantante Charlie Steen disfruta alentándolos con picardía, del mismo modo que Josh Finerty recorre espídico el poco escenario del que dispone, dando volteretas imposibles con su bajo en ristre. Tan al límite estaba jugando que terminó sangrando por la nariz, pero ¿qué es un poco de sangre para la militancia guitarrera de Inglaterra? Siguió como si nada, usando una servilleta de apósito que, cómo no, también acabó volando por los aires.
Charlie Steen, por su parte, ya anda totalmente descamisado para cuando suena “Six Pack”. Poco después, mientras sus compañeros encienden una pantalla de granulada psicodelia durante “Born In Luton”, se sube al tendido de iluminación y se descuelga, contoneándose en el aire, sobre el público, que lo devuelve con gracilidad al escenario mientras el técnico se vuelve loco para contener los caprichos del cable del micrófono. Su banda, detrás, lo acompaña incombustible con coros que rozan lo futbolero: Charlie Forbes marca el ritmo con decisión a la batería y las guitarras de Sean Coyle-Smith y Eddie Green dialogan en chillonas tensiones o descargan imponentes muros de sonido. Es, en parte, una nueva versión para Shame. Una menos oscura pero no por ello menos ruidosa. Más macarra, más cercana al pub y al himno cervecero. “Yankees” –con su rasposa oleada, tormentosa y gigante– recuerda incluso a los mejores momentos de Titus Andronicus. Y “Friction” –que enturbia el ambiente lo justo tras una pequeña bajada de revoluciones, la única que se permiten durante todo el concierto, antes de la estampida final– se acerca a Iceage, desmarcándose de lo que sería fácil relacionar con una banda de post-punk británica. Son algunos de los puntos álgidos de un concierto que siempre sabe ir hacia arriba, incluso cuando atraviesa el pantano de su parte más intensa, un tridente formado por “Adderall”, con su puntito emo, una sinuosa y algo deslucida “Orchid” y “The Fall Of Paul”.
El final, épico a su manera, es un canto a su propia nostalgia con las herramientas del presente y demuestra que los de Londres han sabido construirse un espacio seguro en el que evolucionar a su ritmo. Olvidadas ya las aspiraciones masivas y plenamente conscientes de que ante quienes tienen que responder, por encima de todo, es ante los que compran las entradas, los que les sostienen sobre sus hombros y sus manos en la apoteósica “Snow Day”, han logrado ir sumando colores sin desviarse demasiado de su esencia. Reinventándose a su manera, en conversación constante con su público más fiel. Porque la de Steen puede no ser la mejor voz que hayas oído en tu vida y cualquiera puede decidir odiar sus palabras, pero, como escupe en “One Rizla”, le importa una mierda: “Sigo respirando”. Quizá en algún momento le costó recordarlo, pero las cosas estaban claras desde el principio. ∎