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Nando Cruz

Macrofestivales. El agujero negro de la músicaPenínsula, 2023

“Macrofestival” es la marca con prefijo estigmatizador que habitualmente se emplea para identificar los eventos musicales que superan un determinado número de actuaciones, presupuesto y asistentes. Con ese término, que no es oficial y tampoco está aceptado por la RAE, Nando Cruz (Barcelona, 1968) aglutina los festivales que superan las 200.000 almas. En esta categoría entrarían Arenal Sound, Mad Cool, Primavera Sound, Rototom Sunsplash y Viña Rock. No quedan fuera otros nombres con solera como FIB y Sónar, o los más recientes Bilbao BBK Live y O Son do Camiño, que alcanzan los 100.000 festivaleros. Pero la lista no acaba aquí, hay muchos más.

Es difícil de decir. Mi experiencia personal en festivales nunca ha sido mala. Si acaso regular, al menos por lo que respecta a las situaciones que no dependen de uno mismo. Los conozco desde las primeras ediciones del FIB. Sí ha podido ser incómoda –las colas–, irritante –los solapamientos– y estresante –coincidencia de horarios–. No en todos, ni siempre, por supuesto, y no necesariamente en los más grandes. Poniéndonos cursis, todo depende del “análisis coste-beneficio” –calculado entre el impulso emocional y cierta racionalidad– que cada cual haga para poder ver a sus artistas favoritos en este tipo de convocatorias. Confieso que siempre tuve el prejuicio de que yo asistía genuinamente atraído por la música, mientras que la mayor parte de mis comilitones lo hacían por la fiesta –la cultura en España siempre ha cotizado a la baja–.

“Macrofestivales. El agujero negro de la música” es un trabajo de denuncia volcado, en última instancia, sobre el impacto económico, social, cultural y medioambiental que genera un negocio cuyo censo nacional sobrepasa los novecientos eventos anuales tras el COVID. Sorprendentemente, no hay aspecto relativo a los macrofestivales españoles –y algunos extranjeros– que no se problematice en sus 348 páginas. La intención doctrinal de Cruz dista de obras divulgativas como “Festivales de España” (Anaya Touring, 2022), de David Saavedra. Desde su mismo encabezado y solapa, parecen claras las conclusiones del ensayo. Estas se condensan de una manera hiperbólica entre sus páginas 341 y 342. Podría tratarse perfectamente de un borrador del guion de “Horizonte final” (Paul W. S. Anderson, 1997):

Los macrofestivales se han convertido en el agujero negro de la música, un fenómeno de alcance universal que no solo engulle el propio arte, sino que también absorbe y tritura todo lo que tiene a su alcance: artistas y promotores, derechos laborales y del consumidor, salas de conciertos y presupuestos públicos, vecindarios y medios de comunicación. Un agujero negro cuya energía turbocapitalista y extractivista devora recursos de forma desaforada mientras fomenta un hiperconsumismo irracional, que dispara precios y acentúa las brechas de acceso a la cultura, que condensa el consumo musical en pocos días hasta desbordar la capacidad humana y concentra el negocio en cada vez menos manos, que genera desmesurados flujos de turistas y reduce la música a un elemento secundario, cuando no anecdótico. Y, por supuesto, cuanta más materia engullen esos agujeros negros, más crece su campo gravitatorio y más difícil es esquivar su influjo. Por donde pisan algunos macrofestivales no vuelve a crecer la hierba”.

Pues parece que huele a felicidad... Foto: Gaelle Beri
Pues parece que huele a felicidad... Foto: Gaelle Beri

Tan terrible diagnóstico no lo intuimos libre de otro tipo de “extractivismo”, en este caso sofístico: el de las fuentes que abonan sin discusión posible la tesis de la que se parte. Arthur Schopenhauer, antecedente de las llamadas “filosofías de la sospecha” después desarrolladas por Marx, Nietzsche y Freud –el término lo acuñó Paul Ricoeur–, analiza en “El arte de tener razón” (1864) alguna de las estratagemas de la dialéctica erística. Entre ellas, la apagogé, que es presentar unos pocos casos, donde el principio no es válido, para refutarlo; justo lo opuesto a la inductio, que requiere de gran cantidad de ellos para probar válida una regla que se pretende universal: que todos los macrofestivales son nocivos. O el argumentum ad verecundiam: recurrir a autoridades que el interlocutor desprevenido no tenga más remedio que respetar. No digo que “Macrofestivales” se constituya sobre este tipo de trucos tácticos porque también aporta sus buenas razones. Pero me parece advertir otro ardid que promueve más la adscripción del convencido que una verdad contrastada. Hablo de su sesgo ideológico y de una narración cercana al cuento de terror-ficción más que al estudio de investigación –para el audiolibro no desentonaría mucho la voz de Glòria Serra–, con tintes de comedia en afirmaciones como: los macrofestivales pueden acabar devorando una ciudad entera” (p. 189).

Un macrofestival sería la máxima expresión del capitalismo por: “fomentar el hiperconsumismo” –a pesar de Christine Lagarde–, “homogeneizar la oferta” –¿no tenemos cerca de mil festivales?–, “extremar la desigualdad entre artistas” –intervengamos los precios, pues–, “precarizar a sus trabajadores” –aquí no se puede transigir ni un milímetro–, “engañar y saquear al público” –sarna con gusto no pica, que diría el castizo, pero ciertos abusos son intolerables y se deberían habilitar vías sencillas para la reclamación de los derechos vulnerados: siento sonar a utópico esta vez yo–, “desoír la emergencia climática” –circulemos en pollino para reducir el CO2 camino del festival– o “escudarse en las leyes del mercado mientras se exige dinero público” –la llamada “ilusión financiera del gasto público”, fenómeno señalado por el economista norteamericano James M. Buchanan, que básicamente consiste en gastar sin pensar de dónde sale el dinero, es un mal endémico que afecta a todas las partidas presupuestarias, incluidas las de Cultura o Turismo, y coincido en que la actividad de fomento en forma de subvención debería cuidarse más y justificarse mucho mejor–.

Cruz remacha sus finos clavos sobre el travesaño de la industria festivalera con ejemplos y testimonios de cuya veracidad no podemos dudar, aunque se eche en falta la versión de una defensa que solo parece asomar en su propia contra. Reconozcamos que las prácticas neocapitalistas criticadas aquí no se circunscriben a los macrofestivales. En una moderna economía de mercado, las leyes del comercio rigen su actividad hasta en la tienda de chuches de la esquina. Lo que aquí se plantea es la lucha maniquea entre el bien –una comunidad igualitaria– y el mal –el interés corporativo–. Pero sin el estímulo del beneficio individual seguiríamos cazando y recolectando. Como economista, también me sorprende que se vincule a aborrecibles estrategias oligopolísticas el concepto de “economía de escala”. El retorno a la comunidad puede informar, pero nunca determinará, la toma de decisiones de un negocio con sustrato cultural –no hablamos de tráfico de armas– y legítimas aspiraciones de crecimiento. La base de la acción empresarial suele ser la innovación, el riesgo y la obtención de un beneficio justo. Si no, al falansterio que iríamos todos. En cuanto al cumplimiento de la ley, velarán los poderes públicos –y sus instrumentos de control–, pero como los primeros también están “corrompidos”, entonces apaga y vámonos.

Es imposible abordar aquí todos los vectores que propone el ensayo. Llama especialmente la atención su referencia a un público –epsilones esclavizados, blancos y de clase media engullidos en una espiral de ansiedad, depresión posfestival y sobreabundancia suicida– que se ve impunemente segregado –el “macrofestival también puede ser un laboratorio de castas” (p. 229); sus programaciones acentúan por omisión el racismo de la sociedad española” (p. 26)–... aunque siempre se han pagado entradas más caras por ocupar palcos y las zonas VIP de los festivales a veces no cumplen lo que prometen –recuerdo el Sónar 2018–. En cuanto a la precarización laboral, tres meses antes de la edición de este tomo se aprobó por Resolución de 24 de marzo de 2023, de la Dirección General de Trabajo, el convenio colectivo estatal del personal de salas de fiesta, baile, discotecas, locales de ocio y espectáculos de España. Regulación que ha de ser aplicada, vigilada y perseguidos los caraduras que la incumplan.

¿Terror a los macrofestivales? Foto: Christian Bertrand
¿Terror a los macrofestivales? Foto: Christian Bertrand

¿Qué modelo propone “Macrofestivales”? En algún momento, el de un “consumo musical más regulado” (p. 60), donde los leviatanes capitalistas se comprometan –algunos como Primavera Sound ya lo hacen– a devolver parte de su ganancia empresarial a la sociedad. Un éxito obtenido por muchas de estas organizaciones –seguramente demasiadas y sin la calidad suficiente: pensemos en las instalaciones del trágico Medusa 2022– no a punta de pistola, sino poniendo en juego prácticas, alguna de ellas sin duda ventajistas, de negociación y mercadotecnia. Respecto a esto último creo que sobra cuestionarse por qué las marcas de cerveza obtienen más predicamento que las de chupachups en el inocente reino del indie. Esto no quita para que sea positivo recomendar una vida sana a la juventud.

Transformar los festivales de música en un jardín botánico sostenible y de proximidad es un fin loable, pero también me pregunto si limitaríamos con ello la oferta a actuaciones de El Botifarra –genial artista de cercanía, por cierto–, restringiendo la posibilidad de acceso a un plantel de artistas nacionales e internacionales imperfectamente complementaria al que ofrecen encuentros boutique como el leridano Dansàneu o el alicantino SomRiu –a los que adoro, pero admitamos que también existe un bendito elitismo de lo pequeño– y, sobre todo, la programación regular de las salas de toda la vida –donde rara vez he encontrado una zona para minusválidos, como sí hay en los festivales–. Solo hay que echar un vistazo a la agenda de conciertos que semanalmente aparece en Rockdelux para advertir que los locales pequeños siguen programando sus nutridas y variadas propuestas en directo, aunque nunca habrá suficientes setas en el bosque –cuidémoslo, eso sí–. Quizá los peligros del liberalismo en las sociedades tardomodernas se encuentren enquistados en el propio individuo más que en las fuerzas de manipulación y represión que lo oprimen externamente. Leer pausadamente al poco sospechoso filósofo Byung-Chul Han puede ayudar a ampliar el foco crítico.

Solo el tiempo dirá si este fenómeno cultural de masas perdurará, subsanará sus defectos –siempre hay que aspirar a ello– o se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia –némesis meteorológica de sus organizadores–. Lo último no parece probable puesto que somos demasiados, con más tiempo libre, ciertamente con menos dinero y no sé si más educados –me puede fallar la memoria, pero sobre esta labor pública tan importante me parece haber leído poco en el ensayo–. El catastrofismo, o sea, asustar a los niños para despertar conciencias y satanizar el negocio –porque lo es, y bien grande–, no se antoja la mejor manera de vender las virtudes de teorías tan estimulantes como la prosperidad sin crecimiento. La convivencia competitiva entre festivales grandes, medianos, pequeños y salas es lo que el público joven, y el no tan lozano que todavía resiste, seguramente demanda. Esta posibilidad es la que niega el dogmático “Macrofestivales. El agujero negro de la música” con la revelación de los entresijos de una actividad sin duda lucrativa y perfectible, pero que también produce mucha felicidad a la gente, que no es tan tonta como parece. Pretender el paraíso en la Tierra puede ser tan peligroso como el más despiadado de los turbocapitalismos. La historia del siglo XX lo ha demostrado con creces. ∎

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