La conmemoración, el 11 de septiembre, del medio siglo del quiebre democrático en Chile es una revisión histórica que también incluye canciones. Las que alentaron la elección de Salvador Allende y las que luego defendieron sus mil días como presidente. Las que más tarde denunciaron los crímenes de la dictadura y las que llegaron desde un exilio forzoso. Las de la tristeza por un proyecto truncado y las de la nostalgia por los caídos. El de la nueva canción chilena fue un cauce poderoso, aún relevante como referencia de canto político e integración de referencias latinoamericanas.
“El arte rebajado para las masas está largamente superado, y es, a las claras, el peor de los paternalismos. La solución no es hacer ‘música para las masas’, sino que las masas hagan música. […] ¿Será finalmente el destino de la nueva canción chilena recurrir a lo fácil o simplemente grosero? ¿Es esa la herencia de Violeta Parra? ¿No se estará dando un respaldo muy importante al ‘populismo’?”.
Prueba de la buena salud de la música chilena a inicios de los años setenta eran, precisamente, los encendidos debates que su ejercicio alentaba. La cita previa es parte de una columna de prensa que el conjunto Inti-Illimani consideró necesario publicar en enero de 1973 en la revista ‘La Quinta Rueda’ cuando el recorrido del movimiento del que ellos mismos formaban parte comenzaba a mostrar el desgaste de la fórmula, la simplificación o la consigna. No solo Inti-Illimani, también los más importantes grupos y solistas asociados en esos años a la música política –o “de contenido”, como muchos de sus autores preferían calificarla– participaron en esos años de un intercambio de ideas y posicionamientos fortalecido en la convicción de que la canción chilena era herramienta de cambio, y que quienes la enarbolaban debían hacerlo con responsabilidad hacia las demandas de su tiempo. Caben con precisión en esto los versos de una de las canciones más citadas de Víctor Jara, titulada, justamente, “Manifiesto” (1973): “Yo no canto por cantar / ni por tener buena voz / Canto porque la guitarra / tiene sentido y razón”.
Avanzaba todo aquello en alianza con el ambicioso proyecto de una “vía chilena al socialismo”, que es como el gobierno de Salvador Allende calificó a su profundo sentido de reformas políticas, sociales y culturales desde su llegada a la presidencia, en noviembre de 1970. No es que la nueva canción chilena se haya moldeado a partir de la candidatura de Allende y el proyecto de la llamada Unidad Popular, pues los visos de su renovación musical se asomaban ya desde mediados de la década previa, que fue en la que debutaron discográficamente Quilapayún, Víctor Jara, Inti-Illimani, Ángel Parra e Isabel Parra, Payo Grondona, Patricio Manns, Rolando Alarcón y los otros nombres relevantes del movimiento; todos ellos con un repertorio de versiones y también composiciones propias. Pero es innegable que los cantautores e intérpretes de la nueva canción chilena se sintieron en algún momento llamados a contribuir al triunfo de la Unidad Popular, y que a su vez ese conglomerado político confió en la potencia de amplificación de un mensaje afín convertido en música. Su historia está, por eso, indisolublemente unida, en su ascenso y también en su tragedia.
“NO HAY REVOLUCIÓN SIN CANCIONES”, mostraba un gran cartel sobre el escenario de un acto de campaña de Salvador Allende, en abril de 1970, en el Teatro Caupolicán de Santiago. Alrededor del entonces candidato a la presidencia, la foto de archivo muestra a músicos y conjuntos asociados al folclor y la canción social, incluyendo a Isabel Parra, Quilapayún, Víctor Jara y Ángel Parra, entre más de doscientos artistas presentes esa jornada. Allende inició su discurso recordando una de las incisivas composiciones de Violeta Parra sobre la atávica inequidad chilena (“Al centro de la injusticia”) y lo concluyó con la siguiente afirmación: “No hay revolución sin canciones. Jamás hubo tantos folcloristas y de tanta calidad. Con nosotros están los más y los mejores”.
Como nunca antes ni después lo hizo un movimiento musical en Chile, la Nueva Canción se enlazó con la izquierda política que entonces aspiraba a llegar al poder, y luego se hizo parte activa de los esfuerzos de un gobierno en particular. Se hicieron canciones de campaña, invitaciones al trabajo colectivo, triunfantes himnos de aniversario, proclamas de triunfo –como cuando la nacionalización del cobre, oficializada en julio de 1971, inspiró “Nuestro cobre”, de Eduardo Yáñez, y “Ahora sí el cobre es chileno”, de Payo Grondona– e incluso discos completos musicalizando las reformas en marcha.
Por eso, la traumática historia que en estos días se conmemora en Chile, a cincuenta años del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, integra, entre otros muchos relatos, también el de esa generación de músicos que acompañó el frustrado experimento de un socialismo “con empanadas y vino tinto”. Lo hace a través de un cancionero que sus autores e intérpretes entendieron no como instrumento partidista, sino como plataforma de identificación, luego campaña y al fin defensa de un proyecto político cuya caída también los arrastró dolorosamente (y a la cual, por cierto, también se le cantó, y no solo desde Chile).
En los meses previos a la elección de Salvador Allende, canciones de Isabel Parra –“En septiembre cantará el gallo”–, Ángel Parra –“Unidad Popular”– y varias del encendido y disciplinado conjunto porteño Tiemponuevo –como el vals criollo “Será más mejor”, con su “mira que ya viene la revolución / ¿para qué se asustan? / ¡Será pa’ mejor!”– alentaron el voto por el candidato socialista con versos dirigidos sobre todo a obreros, mujeres y estudiantes a quienes se invitaba a lo que prometía ser una conquista popular.
Aún más imperativa sonaba “Venceremos”, composición de Claudio Iturra y Sergio Ortega –fundamental y precoz músico chileno, entonces integrante de la Comisión de Cultura del Partido Comunista– hecha especialmente para la campaña definitiva de Allende a la presidencia. Fue grabada primero por Inti-Illimani (1970) y no tardó en convertirse no solo en el gran himno de la Unidad Popular, sino en la canción electoral más recordada de la historia de Chile.
Pero el cancionero al servicio de la Unidad Popular iba a avanzar más allá de 1970. Canciones y discos completos acompañaron la gestión del gobierno de Allende en sus conquistas y también las amenazas en su contra. El disco “Canto al programa” (Dicap, 1970), de Inti-Illimani, puso –como nunca ha vuelto a hacerlo un LP en Chile– ritmo y arreglos típicos a la carta de navegación impresa de su conquista: ahí quedaron para siempre “Vals de la educación para todos”, “Canción de la reforma agraria”, “Tonada y sajuriana de las tareas sociales” y “El rin de la nueva constitución”. Meses más tarde, el Grupo Lonqui tomó las así llamadas “Primeras 40 medidas del gobierno popular” y las musicalizó a ritmo de cachimbo, parabién, cueca, refalosa, tonada, canto a lo humano y lo divino, trastrasera, vals, pericona y trote para el disco “40 medidas cantadas” (Dicap, 1971), con igual cantidad de tracks –más una “Canción final”– y títulos que no requieren explicaciones, desde “Supresión de los sueldos fabulosos” a “Honestidad administrativa”, “No más amarras con el Fondo Monetario Internacional”, “Descanso justo y oportuno” y “Medicina gratuita en los hospitales”.
Surgieron un montón de otras canciones para celebrar el triunfo del médico socialista, apuntalar su proyecto y recordar la responsabilidad colectiva en sus reformas. Ahí estaban, al alcance de todos, “Un día el pueblo” y “Compañero Presidente”, de Rolando Alarcón; “Canción de patria nueva” y “Cuando amanece el día”, de Ángel Parra; “Nuestro amor” y “Marcha de la producción”, de Sergio Ortega y Quilapayún; “Vamos por ancho camino” y “Qué lindo es ser voluntario”, de Víctor Jara; “Póngale el hombro, mijito”, “La compañera rescatable” y “En esta tierra que tanto quiero”, entre otras, de Isabel Parra; “No meteremos las manos, quizás los pies” y “Elevar la producción es también revolución”, de Payo Grondona; “Canto al trabajo voluntario” y “Primero de mayo en la plaza del pueblo”, de Osvaldo Gitano Rodríguez; además de “Mes de volantines” y la adherente “Los colihues”, de Amerindios. Este último fue uno de los pocos conjuntos chilenos que en esos años de militancia optaron por combinar códigos del folclor latinoamericano, el canto político y la electricidad del rock.
La composición de la Nueva Canción Chilena se volvió más combativa muy rápidamente: las trabas y cortapisas al gobierno de la Unidad Popular por parte de la oposición –así como del gobierno de Estados Unidos, según iba a certificarse más tarde– fueron escalando hasta hacer necesario un repertorio ya no triunfalista sino “contingente”, el cual iba estableciendo pautas mes a mes alertado por nuevas amenazas (“Se quejan de que no hay nada / que no soportan las colas / cuando quieren juntar rabia / golpean las cacerolas”, describía Víctor Jara en “El desabastecimiento”).
El LP “El pueblo unido jamás será vencido” (Dicap, 1973) alcanzó a ser publicado y distribuido semanas antes del 11 de septiembre, con títulos como “Canto a los leales” (Los Emigrantes), “No a la guerra civil” (Grupo Lonqui) y “Arriba la guardia” (Nano Acevedo y Pancho Navarro). Y estaba allí, por cierto, otra canción de Sergio Ortega que el conjunto Quilapayún había estrenado poco antes en vivo, sin saber que desde esa coyuntura chilena puntual previa al complot cívico-militar contra un gobierno democrático, “El pueblo unido jamás será vencido” iba a crecer con los años hasta convertirse en uno de los más célebres himnos políticos en el mundo, una hermosa convocatoria que hoy constituye patrimonio universal de marchas en varios idiomas.
Son muchos mediosiglos los que hoy en Chile intrincan la memoria política y la cultural. El bombardeo al Palacio de La Moneda la mañana del martes 11 de septiembre de 1973 no es solo la estampa evidente del más profundo quiebre democrático en el país durante el siglo XX. En las horas, días y semanas posteriores iban a sucederse noticias igualmente impactantes: el suicidio de Salvador Allende y el asesinato de Víctor Jara son dos hitos del negro septiembre tras cuya estela de sangre los chilenos debemos ordenar también la muerte de Pablo Neruda y la prisión política de cientos de artistas, el exilio forzoso de la mayoría de los grandes nombres activos hasta entonces en la creación y el incomprensible asesinato del pionero de las orquestas infantiles y juveniles en Latinoamérica, Jorge Peña Hen. A todo eso hay que sumar el patrullaje nocturno que puso extendida pausa a festivales y conciertos, el cierre de revistas, diarios y radios y la instalación duradera de prácticas de censura, represión y hostigamiento que la dictadura intentó hacer pasar por rutinarias.
Junto a todo ello, la música. El recuento que en estas semanas el país realiza sobre las tensiones de su pasado reciente es también uno que se formula desde la escucha. Sonaban hace medio siglo en Chile, cómo no, canciones ligeras y boleros eléctricos (los de Los Ángeles Negros, por ejemplo); rock de avanzada (Blops, Jaivas, Congregación) y jazz de cuño local; ritmos afrocaribeños y experimentos con toscas máquinas.
Pero es el cauce de la llamada Nueva Canción Chilena el que entrega más pistas sobre la turbulencia social que precedió la tragedia de Allende, en sus sueños y en su fatalidad. Incluso en el necesario debate sobre la vigencia y los bordes de lo que entendemos por canción política, palabras como las siguientes de Víctor Jara –revista ‘El Musiquero’, 1972– vuelven desde esos años para ensanchar criterios (y alamedas): “Considero que es el pueblo quien debe decidir qué es lo que tiene valor artístico y qué cosa no. Yo como autor y cantor me siento comprometido con nuestros problemas, y por eso compongo”. ∎

Con más de una publicación por año en su etapa inicial, el conjunto de origen universitario no se afirmaba aún en la corriente autoral que más adelante prodigó clásicos propios. De todos modos, entre esta selección de títulos de Violeta Parra, Víctor Jara y Sergio Ortega –nombres inspiradores para los Inti, pero además cercanos personalmente a su recorrido en la música– se asoma ya el potencial como compositor del avezado guitarrista Horacio Salinas (la instrumental “Tatati”) y el aporte certero de Patricio Manns (“La exiliada del sur”, con letra de Violeta Parra), un externo al grupo que los años iban a convertir en el más bienvenido intruso a su discografía.

Tuvo en casa desde niña formación artística constante, pero no por eso la hija de Violeta, hermana de Ángel y sobrina de Roberto Parra se acomodó en el remedo de la tradición. Este disco grabado entre La Habana y Santiago de Chile tiene el suficiente atrevimiento para proponer composiciones propias a los ambiciosos arreglos del conjunto a cargo de Leo Brouwer, y saluda a un joven Silvio Rodríguez –en los créditos, a la guitarra– con versiones para temas suyos que ni el cubano había llevado aún al disco.

La matanza, en 1907, de trabajadores del salitre que protestaban por mejores condiciones laborales es una herida en la historia de Chile que el compositor Luis Advis tributa con los códigos entonces atípicos de un formato de cantata –alternando relatos y canciones– ajustado a ritmos e instrumentos latinoamericanos. Tuvo en mente al conjunto Quilapayún para su estreno en vivo, y en adelante el resto es historia. El más importante de los discos de concepto hechos en Chile cierra con versos de inquietante premonición: “Quizás mañana o pasado / o bien, en un tiempo más / la historia que han escuchado / de nuevo sucederá”.

Extensa y profunda es la obra legada por Patricio Manns (1937-2021), poeta, cronista y músico; y en ella no tiene sentido jerarquizar relevancia. Si este álbum merece la atención es por el impresionante equipo al que supo convocar, revelador de una época de alianzas generosamente dispuestas a la colaboración creativa. El grupo rockero Blops está en cuatro de los doce temas; pero luego se escuchan violines, flautas, charangos y cajón peruano repartidos entre Inti-Illimani y la Orquesta Filarmónica de Santiago. Como si faltara más, la dirección musical es de Luis Advis. Figuran su clásico “Valdivia en la niebla”, la primera grabación suya para su musicalización de décimas de Violeta Parra –“El exiliado del sur”, famosa luego por la versión de Inti-Illimani– y dos versiones para canciones de Joan Manuel Serrat, mucho antes de todo lo que iba a sucederles tanto al catalán como a Manns.

Más que un disco conceptual, “La población” es parecido a un disco-crónica: Jara visita una toma de terreno en las afueras de Santiago y registra en canciones las luchas, sueños y personas que allí conoce (algunas de cuyas voces aparecen en sampleos de audio). Con admirada complicidad, el artista deja registro de la coordinación colectiva (“Marcha de los pobladores”), aplaude la inventiva de la necesidad (“El hombre es un creador”) y vuelve inmortal al niño “Luchín”. La formación de Víctor Jara como hombre de teatro contribuye a la dirección narrativa que consigue darle a este cancionero realista. ∎