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Arranquemos esta historia el 28 de octubre de 1962, con toda Francia sentada ante el televisor esperando los resultados de un referéndum. Corrían tiempos en los que los recuentos de votos llevaban horas, si no días, y en una de las pausas que permitían a los presentadores tomar aire en la maratoniana velada apareció en la pantalla una cantante desconocida. Era Françoise Hardy, que presentaba al público un tema en el que confiaba ciegamente por mucho que su discográfica lo hubiera ninguneado condenándolo a la cara B de su primer EP. Se titulaba “Tous les garçons et les filles” y la mejor valoración de lo que supusieron aquellos tres fugaces minutos televisivos la haría muchos años después su propia autora: “Fui completamente incapaz de darme cuenta de la que se me venía encima”.
La que se le vino encima fue que aquella canción, que llevaba ya unos meses circulando sin conseguir despachar más que un par de miles de copias, superaría en apenas unas semanas la cifra mágica del millón de ejemplares vendidos. Solo un punto de partida, porque el brillo cegador de la música francesa ejerció rápidamente de plano inclinado para convertirla en todo un fenómeno planetario. La cantante acababa de entrar en un torbellino en el que no tardaría en sentirse incómoda y del que solo conseguiría zafarse décadas más tarde, cuando, cansada de una vida a la que nunca había conseguido amoldarse, decidiera abandonar la música. Por fortuna, nunca del todo.
“Françoise”
(Vogue, 1966)
El interminable túnel de conciertos, festivales, películas y actuaciones televisivas en el que repentinamente se vio envuelta Hardy se mantuvo gracias a la frenética sucesión de composiciones naífs que sucedieron a “Tous les garçons et les filles”. Todas ellas deliciosas, todas ellas tercermundistas: en cuanto alcanzó un mínimo de independencia, Françoise salió corriendo hacia Inglaterra intentando grabar con un mínimo de solvencia y dejando atrás los presupuestos raquíticos marca de la casa de su sello, Vogue.
Hardy no supo amoldarse al Swinging London e, inconsciente de la existencia de elementos tan básicos en aquel zeitgeist como la droga, no tardó en cansarse del extraño ambiente que se respiraba en las veladas compartidas con Brian Jones, Anita Pallenberg o Paul McCartney. Otra cosa, eso sí, fueron los resultados musicales: ya en sus primeras sesiones londinenses comprendió que el arreglista Charles Blackwell había propulsado sus composiciones a otra dimensión y, segura de sus posibilidades, entendió que se abría ante sus ojos un horizonte hacia el mejor pop barroco que no iba a dudar en transitar. Entendamos por lo tanto “Françoise” (también conocido como “La maison où j’ai grandi”), como un adiós a todo aquello: Hardy destilaba en él por última vez la esencia más pura de sus primeros años a través de una serie de composiciones propias flanqueadas, como mandaban los cánones en aquel entonces, por dos versiones de la mejor música italiana: Mina (“Je changerais d’avis”, a partir de “Se telefonando”) y Celentano (“La maison où j’ai grandi”, derivada de “Il ragazzo della via Gluck”). Monumentales ambas, todo sea dicho.
“Françoise Hardy”
(Vogue, 1968)
Hardy comprendió que no podría encontrar compañero mejor que Serge Gainsbourg para afrontar el alambicado camino que oteaba en perspectiva y la intuición se saldó con acierto pleno: Gainsbourg le ofreció “L’anamour”, una de sus composiciones más brillantes –no poco decir, hablando de quien hablamos–, y completó en “Comment te dire adieu” (que posteriormente se convertiría en el título oficioso de este enésimo álbum homónimo) una letra desplegada como una joya de orfebrería sobre una melodía easy listening que Hardy había escuchado casualmente en un avión. De golpe, la cantante había encontrado dos de los hitos más conocidos de la música francesa (Dutronc y Gainsbourg) y las puertas abiertas a la primera división de respeto internacional. Si añadimos a ello que para aquel entonces se había convertido en una mujer de otra dimensión gracias a los modelos que le creaban Courrèges o Paco Rabanne, no es extraño asumir que hasta el mismísimo Bob Dylan recurriera a recursos miserables para acercarse a ella: sonado fue aquel concierto parisino el día de su vigésimo quinto cumpleaños en el que anunció a los promotores que no saldría a completar su segunda parte con The Hawks si no le traían al camerino a la pobre Françoise.
“Message personnel”
(Warner, 1973)
La huida será hacia adelante. Sumida en una imparable progresión musical, Hardy vuelve la vista hacia Brasil –Antônio Carlos Jobim y Chico Buarque ya figuraban entre los músicos que había versionado–, pero su pasión se vuelca hacia la música electroacústica y las investigaciones de Karlheinz Stockhausen o Pierre Henry. Su siguiente trabajo será un disco conceptual, quizá como única opción viable ante lo revuelto del panorama: ilusionada ante su embarazo, Dutronc se muestra mucho más interesado en seguir explotando su faceta de tombeur de femmes que en afrontar la paternidad y Hardy convierte la ruptura en un trabajo íntimo que presenta a su público convencida de haber alcanzado el punto más maduro de su carrera.
Pero nadie compartió esta idea. La indiferencia de la crítica hacia “Message personnel” lo condenó rápidamente al limbo de las cubetas de saldo y la decepción fue tal que podemos marcar aquí un primer punto final. Seguirá habiendo más discos, claro (entre ellos, los que realizó junto a Gabriel Yared), pero recién pasada la barrera de los treinta años Hardy decide alejarse de la música y volcar sus intereses en otros terrenos: la literatura, la radio o el estudio de la astrología, donde espera encontrar respuesta a todo aquello que sentía se le había escapado entre los dedos.
Así será hasta mediados de los 90, cuando una nueva generación redescubra su obra y busque colaborar con ella. El listado es de primera línea: Malcolm McLaren, Iggy Pop, Brian Molko, Air, Étienne Daho. Pero ninguno tendrá el peso de Damon Albarn, que le ofrecerá ejercer de contrapeso vocal en la regrabación de “To The End (La comedie)”, que Blur realiza en Abbey Road, culminando un esfuerzo involuntariamente colectivo que anima a Françoise a regresar a la primera plana.
“Le danger”
(Virgin, 1996)
Hardy vuelve al combate situándose donde nadie la esperaba: en el terreno del pop construido sobre loops y riffs de unas omnipresentes guitarras eléctricas. Aupado por el devenir de los tiempos, “Le danger” parece suponer el regreso definitivo a la primera línea, pero no podrá ser: a principios del nuevo siglo, los médicos encuentran en una revisión rutinaria un cáncer que avanza imparable. Françoise seguirá frecuentando el estudio, pero su vida, y como tal su música, habían pasado a convertirse en otra cosa y en sus discos se paladea una mirada melancólica que apunta a ciclo cerrado.
Este repliegue sobre sí misma provocará que si queremos encontrar una obra maestra en estos años no haya que buscarla en la música, sino en la literatura: Hardy se vuelca en la escritura de “La desesperación de los simios… y otras bagatelas” (2008; Expediciones Polares, 2017), un excelente libro de memorias que se convierte en un auténtico fenómeno editorial en Francia y que bajo un título tan estratosférico como su contenido distaba de autoerigir un pedestal sobre el que alzarse para lanzarse a tumba abierta a un crudo repaso de su carrera, pero sobre todo de su propia vida. Cuando unos años más tarde el avance del cáncer alcance el oído y las cuerdas vocales, Hardy anunciará su despedida definitiva del mundo de la canción.
“Personne d’autre”
(Parlophone, 2018)
El retiro supuso la desaparición de Hardy de un foco público al que solo regresa ocasionalmente para enarbolar la bandera de una última causa, la de la regularización de la eutanasia en Francia. Un vacío que había padecido de primera mano, cuando se vio obligada a recurrir a vías ilegales para lograr que su madre, afectada por una enfermedad degenerativa degradante y dolorosa, encontrara una salida digna a su vida.
Y ahí comenzó otra maldición, la de los periodistas ávidos de noticias luctuosas que realizan lecturas apresuradas de estas declaraciones y se lanzan cíclicamente a cincelar lápidas mortuorias en medios y redes sociales. La ceguera por llegar el primero a la meta anunciando lo inevitable es tal que, envueltos en este frenesí, a todos ellos se les escapó el auténtico acontecimiento: en 2018, aprovechando una fugaz mejoría de salud, Hardy publicó “Personne d’autre”. Un disco con el que, ahora sí, se despedía de todos nosotros, y, a juzgar por sus textos, con la satisfacción de haber facturado un álbum capaz de luchar de igual a igual con las entregas más memorables de su carrera, con la de saber que su adorado hijo Thomas se ha convertido en un reputado músico con una brillante carrera a sus espaldas, incluso con la de haber sabido convertir en amistad su tortuosa relación con Jacques Dutronc y ese interminable rosario de novias con las que se refugia en esa casa de Córcega que Françoise construyó con sus primeros royalties. Y bien es cierto que la enfermedad no da tregua, pero también que pese a algún susto ocasional Hardy lleva años estable y que esto le permite esperar con ilusión la que intuye gran cita de su vida: la primavera de este 2022 que se nos echa encima verá el arranque de una gira conjunta de los dos Dutronc que, si el virus y el consumo de alcohol del progenitor lo permiten, seguirá rodando durante un año entero. Algo que, desde luego, Françoise aspira a no perderse pese a tanto agorero. ∎
¿Cómo esquivarla en un listado de grandes temas de Françoise Hardy? Hito fundacional no ya de su discografía sino de todo el ye-yé europeo, “Tous les garçons et les filles” desborda el criminal sonido a lata que caracteriza todas y cada una de las grabaciones de Vogue para convertirse en un símbolo de una generación y, permítasenos la hipérbole, hasta del empuje de un todo un continente lanzado de cabeza hacia un cambio imparable.
Quintaesencia de esa riqueza instrumental que Françoise buscó con ímpetu en Londres, “Voilà” es uno de los grandes ejemplos de las posibilidades que encontraban las exquisitas composiciones de la cantante con un arreglista en condiciones: el mero añadido de unas cuerdas y unos coros celestiales lanzaba todo hacia una dimensión desconocida.
Sorprendidísima se quedó Hardy cuando vio al jurado del festival de San Remo eliminar a las primeras de cambio “Il ragazzo della via Gluck” de Celentano. No tanto como Adriano, eso sí, que de la mala hostia concluyó la velada empotrando su deportivo contra un muro. Aquella misma noche Hardy decidió dar a conocer en Francia esta canción “de la que me enamoré de inmediato” y la terminó convirtiendo en un clásico. Valga su desconocidísima versión en italiano como recuerdo a tantas joyas escondidas en esa inagotable discografía en B que Hardy diseminó en discos en otros idiomas y vinilos de pequeño formato.
Su carácter experimental y atípico condenó a un cierto ostracismo al álbum homónimo (comúnmente llamado “La question”) con el que Hardy abrió tímidamente una línea paralela de trabajos fuera de los cánones preestablecidos. En plena fiebre provocada por la llegada del hombre a la luna, Hardy realiza con esta historia de ciencia ficción y encuentros interestelares su única incursión abierta en la psicodelia.
Artista capaz de construir su carrera tanto con composiciones propias como con versiones que nunca lo fueron menos, la opción por el cancionero de la banda de folk psicodélico británico Trees habla a las claras de la capacidad que siempre mostró Hardy por tomar el pulso a su tiempo y de un gusto más que exquisito para dar con la arquitectura de su discografía.
Posiblemente la composición más brillante que ofrecieron a Hardy Micky Jones y Tommy Brown, espina dorsal de la monumental banda de los golden years de Johnny Hallyday y luminosa correa de transmisión entre la escena londinense y la línea más brillante de la música francesa. Durante año y medio Hardy formó con ellos un terceto imparable que peleó de igual a igual con las bandas británicas que día tras día parecían impulsarlo todo hacia otra órbita.
Poco podía apetecer menos a Gainsbourg que marchar a París a colaborar con Hardy: cuando recibió su llamada, estaba en la Costa Azul presenciando el rodaje de “La piscina” (Jacques Deray, 1969) y vigilando –pistola en mano– que Alain Delon y Maurice Ronet no se acercaran demasiado a su recién estrenada novia, Jane Birkin. Pero aceptó y lo hizo con nota, proponiendo para la melodía de este “Comment te dire adieu” la pirueta verbal de una rima en “x” que provocó la admiración incluso fuera de los límites de la francofonía.
Como contrapartida al texto de “Comment te dire adieu”, Gainsbourg escribió para Hardy una composición tan brillante que el propio Serge no dudaría en regrabarla en solitario poco después para uno de sus proyectos más cuidados, el LP conjunto con Jane Birkin que daba envoltorio al fenómeno planetario de “Je t’aime… moi non plus”.
Si aventurábamos unas líneas atrás la capacidad que siempre mostró Hardy para convertir temas ajenos en propios, nunca fueron los resultados tan brillantes como cuando volvió su mirada hacia la música italiana, esa factoría de melodías perfectas que se le amoldaban como una segunda piel. Y no digamos ya si la opción era tan atómica como esta: hablamos no solo de uno de los mejores temas de Mina, “Se telefonando”, sino de una composición de ese hombre al que no haría justicia ningún adjetivo superlativo, Ennio Morricone.
“Ninguna historia banal habrá quedado grabada en mi memoria / Ninguna estrella fugaz me dejará en la oscuridad / Mañana todo irá bien porque todo quedará lejos / Allí, al final, cuando por fin suelte amarras”. Consciente de la cercanía de la parca, Françoise Hardy decidió despedirse con una canción de primera magnitud, desbordante de emotividad y con un optimismo que la reconciliaba definitivamente con una vida que nunca le había resultado sencilla. Imposible encontrar una manera más brillante y lúcida de echar el telón. ∎