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Cuando leí todo lo que le había pasado a Carla Morrison (Tecate, Baja California, México, 1986) en los últimos cinco años, no pude por menos que temer que la imagen devuelta por Zoom –medio elegido para la entrevista– fuese la de una mujer con los ojos enrojecidos, pálida y sumida en la semipenumbra de un sótano tétrico y con telarañas amortajando pilas de libros de H. P. Lovecraft. Pero, ¡oh!, no, nada de eso. Afortunadamente en Los Ángeles, ciudad donde ahora reside y desde donde se comunica con nosotros mientras coge fuerzas antes de empezar su gira, siempre hace sol, eso para empezar, por lo que la pared beige que hay tras ella aparece alegremente iluminada, con un fulgor solo desbaratado por el atroz cuadro de nubarrones hiperrealistas que nueve de cada diez psiquiatras desaconsejarían como elemento ornamental. Carla, además, ríe mucho, a veces aparentemente sin motivo (como cuando le pregunto si le gusta el reguetón), señal, en cualquier caso, de que lo malo quedó atrás.
Atrás, efectivamente, ha quedado una etapa complicada; valga el eufemismo para referirse a una profunda depresión. Antes de que sus demonios trataran de convencerla de que su existencia en este mundo carecía de sentido, solo había publicado un puñado de EPs y dos álbumes, el segundo de los cuales, “Amor supremo” (Cosmica), salió en 2015. En 2017 lanzó una versión acústica del mismo, “Amor supremo desnudo” (Cosmica), y entonces Carla se desmoronó. Terapia y una reconstituyente estancia en París la han ayudado a volver a la vida, cosa que ha hecho con un álbum de muy descriptivo título: “El renacimiento” (Cosmica, 2022). En él, escudada en baladas de piano y sutiles arreglos electrónicos, plasma con pelos y señales su caída y resurgimiento.
¿Ha marcado tu pasado más reciente el extenso lapso entre tu anterior disco y “El renacimiento”?
Han influido muchos factores. En primer lugar, he estado viajando muchísimo: la gira de “Amor desnudo”, la versión acústica… Luego paré un rato, más tarde me mudé… La pandemia tampoco ayudó. No quería apresurar algo que no era real. Me decía: “¿Cómo voy a sacar algo por sacar?”. Eso se vio reforzado cuando viajé a París y en los museos veía las obras de arte. “Lo bueno lleva años, no te sientas mal”, pensé.
En este disco hay una parte confesional en la que documentas minuciosamente el reencuentro contigo misma. Cuando uno inicia ese tipo de búsqueda interior suele ser porque ha vivido una experiencia concreta, una ruptura, una pérdida. Ha tocado fondo y eso lo lleva a reflexionar sobre su propia existencia. ¿Cuál fue ese punto de inflexión en tu vida?
Desde 2016 venía sintiéndome poco contenta. Este, que es el trabajo de mis sueños, no me motivaba. Empecé a sentirme rara. Luego, un día, estaba a punto de cancelarse el show, y pensé: “Que se cancele ya”. No me importaba. Eso era raro en mí; no tiendo a pensar esas cosas. Me di cuenta también de que tenía pensamientos muy oscuros. “Si yo no estuviera acá, sería igual, no habría diferencia”.
¿Se puede hablar de depresión?
Sí, una depresión muy fuerte. Tenía ansiedad y mucha angustia y confusión. Me dije: “Si quieres hacer un disco nuevo, Carla, en algún punto debes irte de aquí”. Vivía en la Ciudad de México, donde no era Carla, era un personaje. Me sentía como Mickey Mouse en Disneyland. No era, desde luego, Justin Bieber, pero me reconocían en todos lados. No dejaba de ser Carla Morrison; nunca podía ser Carla y ya. Eso me sobrepasó. No me dejaba vivir. Además tenía mucho trabajo, vivía para trabajar. Y con mi marido me fui a París.
No eres el único músico que ha caído en la depresión. ¿Se siente una sola ahí arriba?
Pues sí, me sentía sola. Esta carrera es muy exigente y celosa, debes estar continuamente trabajando y no tienes tiempo para mantenerte en contacto con tu familia y tus amigos. Se enojan contigo porque piensan que como eres famoso ya no te importan, cuando no es así: estás trabajando para sostenerlo todo. Es un lugar donde te sientes muy solo. Mucha gente no lo entiende. Creo que lo más parecido a esto es ser un doctor. Has de estar disponible todo el tiempo. Ahora tengo más control, mis prioridades más claras. Mucha gente no sabe a lo que te enfrentas, solo ven esa capa de glamur: tus fotos, tus conciertos, que el público te ama… Pero no es así, para nada. Eso dura un ratito muy pequeño.
¿Llegaste a pensar en el suicidio?
Sí, sí. Nunca lo intenté, ni lo planeé, pero sí que pensé: “La vida es tan difícil que sería mejor no estar”. Enseguida me decía: “Esto no está bien que lo piense, no quiero traer tristeza a mi familia ni a mis amigos. Sería un error, un pensamiento muy oscuro que viene de otro lugar que necesito atender”. Pero sí llegué a pensarlo, porque me sentía muy cansada, aturdida y juzgada. Como que nada de lo que hacía era suficiente. Hoy sé que, en parte, era mi responsabilidad, porque no puse límites. Pero entonces no lo sabía.
En esa etapa de oscuridad, ¿buscaste consuelo en el alcohol, las drogas…?
No (ríe). No, la verdad es que no. La ayuda que pedí fue de terapia. Hice una terapia de infusiones de ketamina, a base de psicodélicos (es un anestésico con potencial alucinógeno), en un hospital mental, con doctores y enfermeras, y me ayudó muchísimo. Son sesiones que contribuyen a controlar tu depresión y tu ansiedad. Me aportó mucha claridad y calma. Me ayudó eso y, en realidad, echarme un clavado conmigo misma y resolver qué hacer para sentirme mejor. Pero no, las drogas y el alcohol nunca fueron parte de mi medicación.
Hay letras en el disco bastante impactantes. En “Ansiedad” cantas: “Quiero hablar y no puedo, respirar y no puedo, me quiero rendir… mil voces comenzaron a hablar”. ¿No te dio pudor reflejar esas sensaciones de una forma tan cruda?
En realidad la ansiedad la vengo experimentando desde los nueve años. No supe identificarla hasta los catorce. Me parecía importante escribir sobre eso porque mucha gente necesita escuchar una canción que le haga pensar: “Guau, yo me siento así”. En la comunidad latina no hablamos de eso. Siempre intentamos evitar ese tipo de temas incómodos. Las heridas físicas son visibles y se pueden comentar, pero las mentales, como no se ven, podemos ocultarlas. También nos cuesta hablar de lo que no entendemos.
A veces se interpretan como un signo de debilidad.
Exacto. Como que estás roto, como que no sirves. Eso no es cierto. Todos tenemos esos pensamientos, miedo a fallar, y si hablásemos de ello se normalizaría y nos sentiríamos menos solos. Cuando terminé de escribir “Ansiedad” empezó la pandemia y fue muy fuerte: de repente todos teníamos miedo, todos nos sentíamos solos. Me gustó componerla y mucha gente me lo ha agradecido. Hubo personas que me dijeron: “¿Eso es ansiedad? ¡Entonces yo tengo ansiedad! Me siento así todo el tiempo, ¡no sabía que tenía un nombre!”. Porque nunca lo hablamos, nos da vergüenza.
Otra letra muy ilustrativa es “Obra de arte”. ¿Hubo también en esa etapa una parte de autoaceptación del físico?
Sí. Me apetecía celebrar mi cuerpo. Siento que todo el tiempo nos dicen que tenemos que ser de una cierta manera y ya estaba cansada de eso. En París había una gran diversidad de físicos entre las mujeres y todas eran bellas. Era como: “¿Por qué no he visto esto antes en mí?, ¿por qué soy tan dura conmigo, por qué no me aprecio, por qué me hablo tan feo?”. Me veía mal en el espejo. Fue cuando decidí hacer una canción que hablase sobre eso. Celebrar que somos una obra de arte. Me gustaron mucho las pinturas que vi sobre Venus. Reflejaban cuerpos de mujer naturales, normales, no superdelgadas, con grandes tetas. Caí en la cuenta de que había sido muy dura conmigo.
¿Tienes hijos?
No. Tengo dos perritos (ríe).
Son un anclaje a la vida. Uno vive también por ellos. Por los hijos, no por los perros. Bueno, por los perros también, pero menos.
Durante mucho tiempo no tuve claro si quería ser madre. Pero ahora lo estoy considerando seriamente, porque las mujeres tenemos un tiempo limitado para ser madres. Lo estoy meditando. Pienso: “Quisiera un bebito, no un perrito” (ríe). Creo que en definitiva me encantaría. Siempre que veo niños me voy derecha a ellos. En mi banda muchos son papás y me encanta pasar tiempo con sus hijos. Les pregunto: “¿Cómo estuvo el concierto, te gustó?”. Me parece que muy dentro de mí me gustaría ser mamá. Pero no ha sido una llamada que haya sentido siempre.
¿Por qué fuiste a París y no a otro lado?
Me lo recomendó mi esposo. Además, él tenía el sueño de estudiar allí. Al principio yo pensaba: “¿Por qué París? ¡Qué raro!”. Nunca me lo había planteado. Pero cuando sufrí la depresión me pareció el destino idóneo; allí iba a estar superdescolocada, nada que ver con mi realidad. Me nutrió muchísimo. Es una ciudad de artistas. Cuando me preguntaban a qué me dedicaba y explicaba que compongo canciones, me decían: “Ah, muy bien”. No me respondían: “Ya, pero, ¿cuál es tu verdadero trabajo?”. Lo respetaban. Terminó siendo perfecto porque allí no te hablan ni en inglés ni en castellano, lo que me forzó a estar en silencio. A aprender a comunicarme de nuevo y a escuchar las voces que estaban guardadas dentro de mí. Era lo que yo necesitaba: confrontarme conmigo misma, mirarme en el espejo y reconocerme. Y sucedió. Un día me miré al espejo y pensé: “Reconozco a esa persona y me cae muy bien”.
¿Cuánto tiempo estuviste allí y qué hiciste?
Casi tres años. Fui a clases de canto en un conservatorio de jazz. Y a clases de francés: los franceses no te perdonan que no hables su idioma. Las clases de jazz me fascinaron. Cuando cantábamos a coro me sentía como pez en el agua. Pensaba: “¡Existe gente como yo!”. Porque en los grupos el cantante es uno y luego están los músicos. Aprendí a escuchar jazz, a aprender del jazz. Fue increíble.
El año pasado te casaste con Alejandro Jiménez, que es tu productor, después de muchos años de relación. Cuando cerráis la puerta de casa, ¿conseguís hablar de otra cosa que no sea música?
Al principio era difícil, pero hemos hecho un pacto según el cual a partir de cierta hora no hablamos de trabajo. Si uno está agobiado por trabajo, el otro lo ayuda a desconectar. Llevamos diez años juntos y ya lo tenemos bien ensayado, la verdad (ríe).
Ahora vives en Los Ángeles. ¿Cómo es tu vida allí?
Vinimos después de París. Necesitábamos estar más cerca de nuestra gente. Definitivamente, no es París… Aquí uno maneja para ir a todos lados. Pero tenemos un jardín precioso lleno de plantas, el clima es muy noble, la familia está cerca, el equipo de trabajo vive aquí… Todo se ha vuelto un poco más fácil. Muchos artistas residen acá y podemos colaborar. Pero echamos de menos París. Hace poco estuvimos en Nueva York y decíamos: “¡Es muy parecido a París!”, en el sentido de que se hace mucha vida fuera. Aquí sales y no hay nadie en la calle.
En Los Ángeles viven buenos amigos tuyos, como Bunbury, con quien colaboraste en “Porque las cosas cambian”. ¿Os visitáis, hacéis cenas, quedáis para salir?
Ay, sí, ¡Enrique! Hemos quedado para vernos, pero aún no nos hemos visto. Le escribí: “Enrique, estoy viviendo en Los Ángeles, ¿tú sigues viviendo acá?”, y me respondió: “¡Sí, Carla, claro, ven a visitarme!”. No lo he hecho todavía, pero lo haré. Aparte, una vez que él fue a París a tocar nos vimos, cada vez que iba a México siempre quedábamos… Es una persona a la que adoro.
Colaboraste con J Balvin en 2018. ¿Qué opinas del reguetón?
¿Del reguetón? (gran carcajada). El reguetón la verdad es que… lo disfruto. Lo escucho cuando tengo ganas, cuando estoy de fiesta… Tengo colegas que hacen reguetón. No lo desprecio, definitivamente.
Este año, en marzo y abril, abriste los ocho conciertos de Coldplay en Monterrey, Guadalajara y Ciudad de México. Si tuvieras que quedarte con un momento especial de la gira, ¿cuál sería?
Toda la experiencia fue un sueño. Algo que me pareció muy bonito fue cuando Chris Martin me dijo: “Cuando empiezas, necesitas que la gente venga a verte, pero cuando ya va pasando el tiempo, eres tú quien necesita ir a la gente”. Me pareció superbonito ese comentario. En los momentos más cansados que he tenido, pensaba en eso. Cuando los conocí, les dije: “Me gustaría actuar como si no sintiera nada, pero la verdad es que soy muy fan de ustedes”. Y se me corrieron mis lágrimas. Crecí escuchando sus canciones. Mi esposo y yo les dijimos: “Ustedes han sido nuestros amigos sin saber que lo eran. Nos han acompañado en momentos muy duros”. Todavía, a veces, cuando escucho su música en el carro, me conmuevo.
¿No estás interesada en grabar música de raíces como Natalia Lafourcade, quien produjo tu segundo EP, y otras?
Nunca me ha llamado la atención. En todo caso haría rancheras, porque soy del norte. Natalia es de Xalapa, del sureste de México, y tiene otras raíces. Las rancheras están presentes de algún modo en mis composiciones, pero nunca me ha llamado el meterme a hacerlas de lleno. Hasta mi esposo me dice: “Es curioso, todas tus canciones podrían ser rancheras”. Las disfruto más escuchándolas. Aunque no descarto hacerlo en el futuro.
¿Escuchas mucho a Juan Gabriel, por ejemplo, con quien grabaste “Yo sé que está en tu corazón”?
Juan Gabriel es el rey de la canción, tenía su parte ranchera, desde luego, pero es otro rollo. Trabajar con él fue una experiencia muy bonita. Me decía: “Gracias, mi amor, por venir y cantar conmigo”. Y yo lo miraba como diciendo: “¿Qué me está agradeciendo usted a mí? ¡Gracias a usted!”. Lo recuerdo con mucho cariño. Pero escucho sobre todo rancheras de Ramón Ayala, Lola Beltrán… Las canciones que escuchan los borrachos, literalmente. ∎