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Firma invitada / Escalera de incendios

Combustión rápida

N

unca es el amor. Casi nunca el amor es el motor. Es la rabia, es el enfado. No digo que sea bueno. Es inevitable. Lo que mueve el mundo es la indignación. Llámalo lucha de clases, llámalo orgullo, llámalo venganza contra aquel profesor que te dijo que no llegarías a nada, contra los que te negaron la beca; venganza contra aquel novio que te dejó por una chica que sería mucho más guapa pero ni de coña tan graciosa como tú –y el mundo va a saber cuánto–.

Entre las muchas mentiras que me he creído a lo largo de mi vida me acuerdo mucho últimamente de lo de que madurar es serenarse. Cómo vas a serenarte cuando maduras (consideremos que “madurar” es hacerse viejo) si el mundo no se serena. Supongo que aquellas mujeres espléndidas que les juraban a las revistas que leía de adolescente que con los años habían ganado canas, arrugas y, además, tranquilidad, lo que en realidad querían señalar era que habían instalado en casa ventanas aislantes de lo de “ahí fuera”.

Por “ahí fuera” no me refiero solo al conflicto palestino-israelí; me refiero también al vecino que se compra un coche eléctrico porque “no podemos seguir contribuyendo al cambio climático, tenemos que hacer algo”, y en agosto se marca un crucero por los fiordos. Por “ahí fuera” me refiero a esa gente que, más allá de haberlas comprendido, venera las jerarquías desde abajo y les saca brillo a los botines de los de arriba. Con la lengua, claro. Por “ahí fuera” me refiero a quienes creen que el trabajo dignifica porque lo que los dignifica a ellos es el sueldo estratosférico que reciben. Por “ahí fuera” me refiero a los que nunca tienen nada que decir, a aquellos a los que todo les parece bien, a los que pueden callarse, ¡benditos los que saben callarse a tiempo o siempre! En silencio se está bien, en esa cabaña no caen palos.

Lo mejor que podemos hacer los de la estirpe “bocachancla” es asumirnos, aceptar cuanto antes que no seremos del club de la serena madurez, que nos hervirá la boca 24/7, que el incendio interior no lo apagarán los años; lo calmará, quizá –y a veces–, pinchar a The Clash o a Los Punsetes. ¿Escuchaba a Los Punsetes porque estaba enfadada o estaba enfadada porque escuchaba a Los Punsetes? No recuerdo ahora si Nick Hornby encontraba la respuesta a esa pregunta (o a una del estilo) en “Alta fidelidad” (1995); yo tampoco recuerdo a qué conclusión he llegado cuando me lo he planteado, pero sé que ahora suena The Jam porque sigo enfadada con lo de “ahí fuera” y con esto de aquí dentro que no me permite, por ejemplo, instalar ventanas aislantes ni organizar un crucero por los fiordos. Todavía.

Mi sueño en la vida es el de todos los afortunados con trabajo: perpetuar el privilegio, prejubilarme y que se encargue el frío noruego de apagar el fuego, que nunca más quiera escuchar ni a los Kinks ni a Los Planetas y, entonces, convertirme por fin en una mujer de otro mundo que sepa poner las rodillas juntas, un pie sobre otro y las manitas quietas encima de las piernas para decirle a la cámara que estoy serena. Que, ahora sí, ya sé lo que es la tranquilidad. ∎

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