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Firma invitada / Escalera de incendios

Todo es plata

28. 09. 2021

C

uando tenía catorce años, un orfebre irlandés me regaló la joya más preciosa que tengo: la chapa de una lata en plata.

Cuando quería ser punk, me colgaba las chapas de las latas de Coca-Cola en los collares que me hacía con las cadenas del tapón del lavabo. También conseguí una pulsera de cadenas de bici sin usar. Qué manía con las cadenas y qué manía con el punk en los 90. Puedo entender ahora a las chicas que llevan camisetas de Nirvana.

Lucí aquella chapa de plata hecha para mí como las quinceañeras del Bronx sus vestidos con canesú. Hasta que, en un momento dado, la guardé en el fondo de un cajón. Supongo que fue cuando me creí que ya no necesitaba ser punk. Ahora que soy madre e intento disimular mis ganas de quemarlo todo, mi hija ha empezado a coleccionar chapas de Coca-Cola. No sé qué gen nos lleva a recolectarlas como nuestros antepasados hacían con la manzanilla. Le he contado la historia de la chapa de plata: la niña que quería ser punk y nunca encontraba camisetas de Green Day de su talla pasó algunos veranos con una familia a las afueras de Galway. Nos pasábamos el día atravesando campos de vacas, caminando por carreteras que se derretían en los días de sol y deambulando delante del drugstore que había al lado del pub hasta que alguien de la pandilla lograba comprar un paquete de cigarrillos que fumábamos a escondidas. Nunca logramos una Guinness, pues el bar estaba custodiado por los granjeros alcohólicos.

El padre de la familia de Galway trabajaba en una joyería de la ciudad, muy cerca de todas aquellas tiendas de ropa de segunda mano y de los pubs, en los que, además de beber, igual que en el de nuestra carretera derretida, la gente comía. Una vez fuimos a verlo a la joyería; yo me quedé en la puerta, pero lo imaginaba allí puliendo diamantes, bañado en polvo de oro, plasmando leyendas celtas en medallones. Pasé varios veranos con ellos, y el último, cuando se despidieron de mí, me regalaron la chapa. Me dijeron que era de plata; puede que no lo sea, pero la luzco como tal.

Durante algunos años, me colé por unos meses en una familia que hice mía, de tres niñas preciosas con las que pasaba los días bajo la lluvia y comía tostadas con cheddar, salchichas al horno y sándwiches de mantequilla de cacahuete –mientras veíamos una serie de la que años después se hablaría en España: “Friends” (1994-2004)– y bebía leche fresca que sabía a nata. Me escribí con Shannon durante un tiempo. Un verano vino a vernos, pero para mí, que también vivía a las afueras de la ciudad, no tenía ninguna gracia enseñarle El Escorial ni Alcalá de Henares porque aquí no podíamos construir cabañas, ni fumar en la puerta del pub ni aspirar a beber cerveza.

En sus cartas, Shannon me contaba lo que hacían los chicos pelirrojos de los que me había enamorado y lo que les pasaba a sus hermanas pequeñas. En las noticias se contaban los avances sociales de Irlanda, y mi amiga y yo fuimos dejando de escribirnos. Al entrar en la universidad, me convencí de que ya estaría casada y con algún niño en camino.

A mi primer verano en Irlanda, mi madre me mandó con una guía que hablaba del catolicismo del país, el IRA, la Guinness y los gitanos. Ahora supongo que la guía contaría más cosas, pero no las recuerdo.

Le he dejado a mi hija la chapa de plata –“solo unos días, cariño, si no te importa; quiero ponérmela yo también”–, y me pregunto si escribir a Shannon. Podría buscarla en Facebook, no me resultaría muy difícil. Incluso podría programar un viaje a Galway y entrar en la joyería de su padre, con la chapa puesta y el anillito de las manos que sostienen el corazón tan típico de la zona y que también me regalaron. Galway es una ciudad preciosa. Era, al menos, una ciudad preciosa. Pero no voy a hacer nada de eso. Es más, quizá incluso evite volver a Galway.

Nos empeñamos a veces en volver a los sitios, en recuperar amistades, en decirle a todo el mundo lo que sentimos, ahora y entonces. Nos insisten en que hay que expresar y hacer lo que sentimos antes de que sea demasiado tarde, pero es que ya es demasiado tarde. Llevaré la chapa de plata colgando otra vez, me acordaré de la niña que quería ser punk, de Shannon, el joyero, los niños pelirrojos y la cerveza Guinness, pero no romperé el hechizo buscándolos, ni a ellos ni a todas esas personas a las que desearía decirles cosas que están mejor en mi cabeza. Aquí todo funciona bien, en mi cabeza todo es plata. ∎

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