“Hay un cráter en la luna que se llama como tú”, me dijo una vez mi padre antes de ir a dormir. Yo apenas sabía lo que era un cráter, pero me sentí extrañamente orgullosa de la recién descubierta posesión familiar y me fui a dormir preguntándome si aquello me daría derecho en el futuro a tener un trocito de luna como segunda residencia.
Al día siguiente presumí de ello en la escuela. A veces nos sentimos orgullosos cuando alguien de nuestra familia, pueblo o ciudad hace algo destacado, como si parte de su reconocimiento nos salpicara a nosotros por proximidad. Algo parecido pasa cuando tu nombre suena en una canción o la protagonista del libro se llama igual que tú. Por ejemplo, yo no podía evitar identificarme con aquella canción de Ricky Martin en la que cantaba:
“Un pasito p’alante María, un pasito p’atrás”. Quién sabe, tal vez por su culpa salí tan indecisa.
Lluís Rodés, así se llamaba mi tío bisabuelo, el astrónomo que dio nombre a dicho cráter. Mi padre me contó que, de pequeño, Lluís estuvo enfermo durante varios meses. Aprovechaba las largas horas en cama para bordar las constelaciones en las sábanas. Fue así como sus padres, Manuel y Filomena, se dieron cuenta de su apasionada vocación. También leí que quedó fascinado con la lluvia de estrellas del 27 de noviembre de 1885, cuando aún no había cumplido los cuatro años. Supongo que aquella impresión debió de ser el inicio de su inclinación por la astronomía. Yo no consigo evocar nada previo a los cinco años. Mi primer recuerdo es de esa edad. Mi madre me había castigado a comer el postre en mi habitación. Fijé la mirada en mi bol de fresones y pensé:
“Ya tengo cinco años. Soy mayor”. Decidí que aquel instante lo retendría para el resto de mi vida. A día de hoy no consigo entender por qué elegí dar importancia a los fresones, ni si ello habrá tenido algún impacto en mi futura vocación.
He olvidado cuál fue mi primer flechazo con la música, la primera canción que me conmovió. Sin embargo, sí me acuerdo de que el casete de Mecano de color azul eléctrico, que había heredado de mi hermana mayor, echaba humo. Me sabía todas las canciones de la cinta de carrerilla y me obsesionaba imitar a la perfección el timbre de Ana Torroja:
“Y siempre estoy rompiendo la voz, cantando coplas bajo tu ventana…”. Aquí sí puedo ver una conexión con mi futuro trabajo: un disco de versiones de coplas y cuplés como “Agua que no has de beber”, de Juan Martínez Abades, o “Flor del mal”, de Eduardo Montesinos y José Padilla. Quizá mi tío bisabuelo las tarareaba mientras miraba las estrellas; ambas fueron populares en su época. También me acuerdo de los viajes con mis padres en coche, con los Beach Boys sonando de fondo. Desde el asiento de atrás, acurrucada contra la ventana, cerraba los ojos e imaginaba videoclips protagonizados por mí, en los que proyectaba a mis amores platónicos cayendo rendidos mientras un coro de bailarinas me seguía los pasos.
Si algo tengo en común con mi antepasado Lluís Rodés es que ambos quedamos fascinados por una lluvia de estrellas, pero en mi caso fue la de Bertín Osborne. ‘Lluvia de estrellas’ era un programa televisivo que emitían en Antena 3 todas las semanas con el fin de descubrir jóvenes talentos. Miraba con cierta envidia a aquellos niños que, tras saludar con la mano, se metían por una puerta y al cabo de un segundo volvían transformados en sus artistas favoritos mientras su familia aplaudía como descosida. Y me imaginaba a mí vestida de Ana Torroja, con mis mallas ceñidas y mi chupa de cuero, mostrando al mundo mi talento y recibiendo la ovación del público. Confieso que una vez, en la escuela, la profesora nos preguntó qué queríamos ser de mayores y yo respondí:
“Una estrella”.
Hablando de niños disfrazados, me viene a la memoria el día que mi padre me compró mi primer CD: “No somos renacuajos”, de Bom Bom Chip! Por primera vez habíamos ido a una tienda y yo había podido elegir lo que quería en lugar de tener que adaptarme a los gustos musicales de mis hermanos mayores. ¡Qué alegría sostener aquel objeto perfectamente redondo y brillante en mis manos! Poco a poco fui acumulando muchas de aquellas bonitas esferas de policarbonato de plástico bañadas en aluminio. Cuando me cansaba de ellas, las colgaba del techo de mi habitación de forma que la luz solar que entraba por la ventana, reflejada en la parte metálica, produjera extraños juegos de luces y colores. Mi tío bisabuelo jugaba a lo mismo con los vidrios que colgaban de la araña del salón de su casa de Santa Coloma de Farners. Un rayo de sol pasaba por uno de aquellos prismas de cristal y todos los colores del arcoíris se proyectaban en la pared. Ahora sé que a eso se le llama producir el
espectro, un nombre muy raro que los físicos pusieron a un fenómeno muy bonito y que nos permite saber de qué están hechas las estrellas. ∎