os 27. La edad de la muerte prematura que parece una maldición: Cobain, Amy, Brian Jones, Jimi & Janis & Jim. Sin embargo, los 37 son un segundo puesto de malditismo quizá más intenso. El verdadero fin de la juventud. El último turno. Y suelen ser muertes de enorme penumbra. Arthur Rimbaud murió a los 37. Había llegado de Abisinia a Francia, la rodilla hinchada y el dolor insoportable. Hubo que amputarle la pierna, pero no pudieron detener lo que, se cree hoy, era cáncer. Rimbaud, poeta adolescente, amante de Verlaine, la alquimia del verbo y las noches de sexo y magia en París, el chico provinciano que se enamoró de las palabras y la belleza y luego las repudió y se fue al desierto, el pelo corto, los ojos azules, un comerciante de armas.
Hay dos conexiones escalofriantes con Rimbaud y los 37. La primera es la de Guillaume Depardieu, el actor hijo de Gérard, rubio depresivo y tóxico de una belleza que se fue virilizando con el desequilibrio y el dolor. También le amputaron la pierna después de un accidente de motocicleta y apenas soportaba la prótesis porque una bacteria intrahospitalaria le dejó el muñón en perpetua infección. Debilitado, murió a los 37 de neumonía después de filmar una película en Rumanía; el pelo corto, la nariz larga, una furia contenida temible y una sonrisa tan triste como las noches de niebla. Antes, el artista David Wojnarowicz, en Nueva York, había hecho un proyecto fotográfico donde tomaba fotos de jóvenes con caretas de Rimbaud. Se llamaba, sencillamente, “Arthur Rimbaud en Nueva York” (1979). Rimbaud en el metro, Rimbaud con una jeringa en el brazo, Rimbaud en habitaciones con las paredes llenas de grafitis. Wojnarowicz fue un prostituto adolescente, niño abusado, joven adicto. Documentó la muerte de su pareja, Peter Hujar, y murió a los 37 como el hombre que lo inspiró en uno de sus proyectos más conocidos.
Lhasa de Sela, la cantante, murió a los 37 en Montreal: tuvo cáncer de seno durante 21 meses. Van Gogh murió a los 37, con su oreja mutilada, suicida de un tiro en el pecho. Michael Hutchence tuvo una sobredosis a los 37 y pocos años antes había perdido el olfato tras un accidente de bici cuando nadie siquiera comprendía la importancia de esta lesión. Rainer Werner Fassbinder murió a los 37 de una sobredosis de cocaína y barbitúricos después de completar cuarenta películas, como si supiera que su tiempo sería corto.
La muerte de Gaspard Ulliel, sin embargo, es diferente. Horrible, sí, brutal: un choque con otra persona en la helada nieve durante sus vacaciones de esquí, un día después del cumpleaños de su hijo de seis años. Como muchos de sus compañeros de 37, tenía una marca en el cuerpo: en su caso, una cicatriz en la mejilla que parecía un largo hoyuelo, resultado del ataque de un perro doberman que, de niño, intentó montar como un caballo. Pero su vida parecía feliz y glamurosa: modelo, de una belleza física intimidante, premiado con dos César, a punto de entrar al universo Marvel y convertirse en celebridad global. Todos los tributos de quienes lo conocieron son hermosos y dicen lo mismo: era gentil, era un ángel, era amable y tierno y atento. Parecía eso, un chico que salía con chicas hermosas y era elegante y educado pero no arrogante. Sin embargo, al volver a ver algunas de sus películas y su serie “Érase una segunda vez” (2019) –donde es un joven enamorado y desmotivado que entra en una trama de viaje en el tiempo tratando de recuperar a su exnovia–, hay algo en su voz baja y en sus ojos de una enorme melancolía. Puede ser la presencia de la muerte, hoy, que todo lo resignifica y pinta de desolación.
Hay una canción de Rufus Wainwright para River Phoenix, otro gone too soon, que se llama “Matinee Idol” y dice: “Quien haya visto la belleza ya está marcado por la muerte”. La belleza es la verdad, decía Keats, y no hay nada más verdadero que la muerte. La primera vez que vi a Gaspard Ulliel fue en el corto de Gus Van Sant para “Paris, je t’aime” (2006). Van Sant, el que filmó como nadie a Phoenix en “Mi Idaho privado” (1991). Le dio el beso de la belleza que no puede perdurar. Era 2006, el episodio de la película-antología se llama “Le Marais”: Gaspard con chaqueta de cuero, el pelo largo, después una camiseta gris sin mangas; Van Sant lo mira con deseo y con un ojo de catador algo morboso. Gaspard habla de fantasmas y Charlie Parker. Apenas se le ven los ojos azules, tapados por el flequillo. Se lleva a los labios enormes un vaso de agua o vino blanco: no lo recuerdo bien. El corto está en YouTube. Véanlo: es una aparición, un milagro. Él ya había ganado un César por la película “Largo domingo de noviazgo” (2004), de Jean-Pierre Jeunet, con Audrey Tatou, pero lo que captura Van Sant en ese corto de seis minutos es otra cosa. Es la prepotencia de los 22 años de un joven de sensualidad y belleza desencadenada, algo irresistible, algo que puede ser fatal.
De todas las despedidas a Gaspard, la más hermosa fue la que publicó en su Instagram Xavier Dolan, que lo dirigió en “Solo el fin del mundo” (2016), donde interpretó a Louis, un dramaturgo gay que volvía a su casa –una familia integrada por Léa Seydoux, Vincent Cassel, Marion Cotillard y Nathalie Baye– a decirles que se está muriendo, que está enfermo. Es su segundo premio César y es una actuación fabulosa, contenida, puro primeros planos (Dolan también lo mira con deseo, pero con más distancia); la ola de calor de la película humedeciendo los rasgos que con un centímetro más serían exagerados pero estaban en una extraña simetría: la nariz larga, la boca como un tajo, el cálido azul de la mirada. Louis está desolado y mudo: quiere decirle a su familia que es el fin y no puede. Verla ahora es una especie de despedida no dicha: es desesperante. Escribió Dolan: “Es imposible, una locura y tan doloroso solo pensar en escribir estas palabras. Tu risa discreta, tu ojo atento. Tu cicatriz. Tu talento. La manera en que sabías escuchar. Tus susurros, tu ternura. Todas las características de tu personalidad habían nacido de una burbujeante dulzura. Todo tu ser transformó mi vida. Fuiste alguien a quien amé profundamente, y que siempre amaré. No puedo decir nada más, estoy exhausto, desconcertado por tu partida”. Que te quieran así. Dejar atrás este amor y no saberlo nunca, qué triste. O quizá sí lo sabía. Qué sabemos nosotros, después de todo.
Poco antes, en 2014, Gaspard Ulliel fue Yves Saint Laurent en “Saint Laurent”, la película de Bertrand Bonello, un poco despreciada pero maravillosa a pesar de ciertos excesos y repeticiones. Él, sencillamente, es Saint Laurent. Los gestos, la delicadeza, la dedicación, el desenfreno. El desnudo frontal que hace para un amante es un momento inigualable del cine: su desafío discreto, la voz susurrada; verlo fumar mientras escucha a The Velvet Underground. Brillantes botas de cuero. Diferentes colores hechos de lágrimas. Tímido, misterioso, lánguido, acá también merecía un premio pero solo fue nominado. ¡Es que tenía tanto tiempo por delante! Ese placer sin alegría de Saint Laurent es casi imposible de pensar en manos de otro actor. Uno de sus colaboradores dice en un momento, hacia el final: “Tiene una inmensa fragilidad que lo enloquece”. Y de repente queda claro que eso es lo que está interpretando desde el primer minuto. Un ser frágil, enloquecido por sus traumas y debilidades, los ojos detrás de gruesas gafas, la cicatriz como un raspón que no puede arruinarlo.
Gaspard, te quiero decir algo desde la tristeza: yo escribí una novela y le puse tu nombre a uno de mis personajes. Pensaba que podrías interpretarlo, algún día. Un pensamiento loco por muchos motivos, el más obvio la imposibilidad de que mi texto te llegara como adaptación allá arriba en el mundo de las estrellas, pero además porque mi Gaspar es el joven de “Paris, je t’aime”. No voy a mentirte: también pensé en otros para el papel. Pero tu foto estuvo en mi pared y tu nombre está en esas páginas (sin la “d” final) y leer la noticia de tu muerte me hizo decir “ay, no” en voz alta, como si te conociera. ¡Al chico que salía con Cecile Cassel y Charlotte Casiraghi, que era de la realeza del cine francés, que era la cara de perfumes y paseaba por alfombras rojas! Pero el amor imposible acerca. Quizá sea el único amor puro y verdadero, porque nunca puede contrastarse con la realidad.
Ojalá no hayas sufrido. Ojalá el golpe haya sido una sorpresa, un rayo. Ojalá la muerte te haya tenido piedad. ∎