La segunda cita barcelonesa con Bruce Springsteen en el inicio del tour europeo –un periplo que, hasta el 25 de julio, recalará en Irlanda, Francia, Italia, Holanda, Suiza, Reino Unido, Bélgica, Alemania, Suecia, Noruega, Dinamarca y Austria– empezó bajo la amenaza de la lluvia, una lluvia que convirtió a Barcelona en un ansiado paisaje tormentoso, pero que cesó –arcoíris mediante– una hora antes de que comenzara la ceremonia en el Estadi Olímpic Lluís Companys.
Setlists con veintiocho temas (viernes) y veintinueve (domingo), tres horas iniciadas minutos antes de las nueve de la noche que, una vez descorchadas, borraron de un tirón todo el circo mediático previo a los conciertos: la presencia de los Obana y los Spielberg (y Tom Hanks y Rita Wilson dándolo todo en la segunda cita), los hoteles de lujo y las cenas exclusivas, las visitas VIP a lugares emblemáticos de la ciudad… Carne de famoseo encarnado en un cortejo de, ejem, “izquierda exquisita” que hubiese hecho salivar al mismísimo Tom Wolfe.
“Born To Run” (1975) y “Born In The U.S.A.” (1984) se erigieron como sólidas columnas en este tramo de la gira: fueron los discos más recurrentes, seguidos a corta distancia por “Letter To You” (2020) y “Darkness On The Edge Of Town” (1978).
Con una E Street Band en formato extralargo –al núcleo central se sumaron un percusionista, cuatro coristas y un cuarteto de metales–, Sprinsgteen volvió a demostrar que el engranaje no falla nunca (no lo ha hecho desde aquel mítico bautizo en el Palau d’Esports de abril de 1981). Lo que se activó sobre el escenario fue un apoteósico aquelarre de rock (y soul) comandado por un Bruce que, con 73 años, ya no correteó por la tarima como en tiempos pasados, pero que mantuvo intacto el mojo (a pesar de que la voz se resintió en algunos pasajes) para comunicar y transmitir la esencia de unas canciones que hace décadas que son patrimonio de la cultura popular.
Como uno de los grandes contadores de historias del songbook norteamericano que es, el mensaje de sus partituras no caduca. Y no lo hace porque sus historias están amasadas con la materia de los sueños del hombre corriente: las alegrías y las derrotas, las esperanzas y los desengaños, el romanticismo y la realidad, la fiesta y el duelo, el amor, la familia y la amistad.
“No Surrender” (la primera noche) y “My Love Will Not Let You Down” (la segunda; un tema recuperado en 1999 en la caja “Tracks” y que no interpretaba desde 2017) abrieron las compuertas –tras el breve saludo, en catalán, a Barcelona y Catalunya–; los títulos (“Sin rendición” y “Mi amor no te defraudará”) fueron elocuentes declaraciones de principios sobre las intenciones del ritual que se avecinaba, un programa con escasas variaciones entre un día y otro: “Candy’s Room”, “Human Touch” y “Pay Me My Money Down” se esfumaron en la segunda cita, sustituidas por una vibrante versión de “Trapped” de Jimmy Cliff (un cover imperdible en las giras de los ochenta y los noventa), un “Johnny 99” (de “Nebraska”, 1982) en clave eléctrica, con protagonismo del violín de Soozie Tyrell y la sección de vientos a toda pastilla, y un “Ramrod” (apertura de la cuarta cara de “The River”, 1980), ya en los bises, encajonado entre la euforia de “Born To Run” y “Glory Days” –con coristas y pandereteras deluxe el primer día: Michelle Obama, Patti Scialfa y Kate Capshaw–, entusiasmo que se desató absolutamente cuando sonaron “Backstreets”, “Badlands”, “Because The Night” –con un soberbio solo de guitarra cortesía de Nils Lofgren–, “Bobby Jean” y “Dancing In The Dark”.
“Kitty’s Back” se convirtió en un monumental pasacalle de swing con aires de big band, con Roy Bittan exhibiendo su maestría al piano y los metales chapoteando en los pantanos de Nueva Orleans, prólogo a un “Nightshift” –única mención a “Only The Strong Survive” (2022)– que, vía The Commodores, escanció soul vehemente recordando a Marvin Gaye y Jackie Wilson (ambos fallecidos en 1984, cuando Springsteen publicó su exitoso “Born In The U.S.A.”) con Bruce compartiendo protagonismo con la voz de Curtis King Jr. Más recuerdos a los caídos en combate asomaron en “Last Man Standing” (en memoria de George Theiss, compañero en la banda juvenil The Castiles) y “Tenth Avenue Freeze-Out” (con proyección de emocionantes imágenes de los desaparecidos Danny Federici y Clarence Clemons), punto final antes de que, en un escenario desierto, Springsteen se despidiese en acústico con los versos de “I’ll See You In My Dreams”: “Cuando todos nuestros veranos han llegado a su fin / te veré en mis sueños / nos encontraremos y reiremos y viviremos de nuevo / porque la muerte no es el final / y te veré en mis sueños”.
Puede que Bruce Springsteen haya dejado de ser, desde hace años, el futuro del rock’n’roll que vislumbró Jon Landau. Pero conciertos como estos atestiguan que la llama sagrada sigue estando en buenas manos. No es, a menos que milites en el batallón de los cínicos, cena recalentada, sino un entusiasta y conmovedor banquete donde el rock’n’roll se troca en balsámica medicina para el cuerpo y el alma. Sin rendición, hasta que el pellejo (y los sueños) aguanten. ∎