El poco predicamento que genera en este país el hip hop estadounidense, sumado a una fecha tan limítrofe como un domingo 30 de julio, puede hacer presagiar una afluencia escasa en la sala Razzmatazz de Barcelona. Nada de eso, la estrella de la noche no es otra que J.I.D, uno de los raperos más relevantes del último lustro, con lo que no hay que temer una asistencia descafeinada. Bastante público, mayoritariamente masculino y joven, con, para entendernos rápido, más gorras hacia atrás que rastas o mullets, más vapers que porros, y muchas, muchas Nike Dunk Low. Mucho turista, también. Es lo que tiene, de nuevo, la recepción local a estos artistas.
Aunque a J.I.D poco le debe importar. El nombre artístico del rapero de Atlanta es una derivación de la palabra jittery, “agitado” o “inquieto” en español. Una descripción que define muy bien su forma de rapear y en menor medida a su persona: no en vano, la primera vez que lo vemos no es en el escenario, sino medio oculto en el lateral alzado a la izquierda de la sala, merodeando, palpando el ambiente. Cuando ve que nos percatamos de su presencia, no tarda en incitar la primera aclamación de la noche. Próximo, J.I.D da una primera muestra de que lo suyo no es ir ni de divo ni de trapstar. En ese mojar el pie en los ánimos del público lo acompaña SwaVay, justo el hombre que se ha encargado de calentarlos previamente con su breve pero directa actuación, metiéndose de primeras al público en el bolsillo, con ganas de interactuar, incluso bajando a la pista. Elección afinada, puesto que anticipa parte de la misma energía que veremos en J.I.D, la misma vocación de conscious trap, por clasificarlo de algún modo.
Porque J.I.D no es el rapero más fácil de definir, al menos en cuanto a su figura dentro de la industria, con decisiones que desvían su mira hacia un mainstream de alcance global –tema para la serie “Arcane” (Christian Linke y Alex Yee, 2021-), colaboraciones para Coca-Cola–, pero con la sensación de que su verdadero objetivo es el de una cierta relevancia artística, reforzada por el listado de sus influencias declaradas: Sly And The Family Stone, Little Dragon, Outkast... Flow agitado, decíamos. J.I.D rapea con velocidad extrema, pero lo hace cuando lo requiere el tempo de una canción, acomodándose al fluir de su pensamiento vía vocal. No rapea de forma veloz simplemente porque puede, como si eso tuviera algún valor creativo más allá del mérito puramente físico, técnico; su obra despierta otros puntos de admiración, como deja patente cada uno de sus discos. Su capacidad narrativa, también su tono nasal, ha propiciado desde sus inicios comparaciones con Kendrick Lamar, injustas en ambos casos.
Tras el saludo preliminar, ahora sí, J.I.D sale al escenario con “Never” en los labios. Es quizá la mejor carta de presentación para lo que será el concierto, para lo que es J.I.D en general. El tema se divide en dos, con una primera parte más oscura, pero con la creencia de que un momento más brillante puede abrirse paso. Así lo hace la canción y así lo hace él durante su actuación, alternando entre momentos duros y momentos más suaves. De hecho, lo primero que dice tras este primer corte –más allá del extasiado saludo de rigor y de presentar a Christo, su fiel productor, ahora en calidad de DJ– es lo orgulloso que está de ver a tanta gente tras quedarse en la mitad de aforo en esta misma sala hace unos años. De “nada” a “todo”, de “nunca” a “siempre”.
A partir de sus tres discos de estudio, J.I.D ha construido una narrativa cuasi fílmica, iniciada con “The Never Story” (2017), propulsada por “DiCaprio 2” (2018) y coronada por “The Forever Story” (2022). Su ambición lírica a la hora de generar un relato en torno a sus orígenes, a su familia, a su comunidad, a la experiencia negra en general, viene auspiciada por un apartado sonoro lleno de samples de soul, bases jazzísticas o incluso arreglos orquestales. Todo muy cinemático: “Off Da Zoinkys”, de su segundo disco, un himno antidroga con videoclip en homenaje a “Un largo adiós” (Robert Altman, 1973), es un gran ejemplo. Después de este tema, inicia un tramo bastante extenso en el que ahonda en su último trabajo, al fin y al cabo la razón de esta gira.
Empezando, como el álbum, con “Raydar”. Otra vez, reveladora de su entidad y versatilidad: “I got the shit you could play for your mama / I got the shit you could play for the hoes / I got the shit you could sell to the trappers”. Él mismo nos lo dice, lo tiene todo: cambios de beat por doquier e inflexiones vocales camaleónicas, adaptables a la emoción de cada momento; himnos tarareables que incitan al baile (“Dance Now”), oscuros relatos de infancia (“Crackhead Sandwich”), confesiones fraternales (“Brudannem”, “Sistanem”), balanceos neosoul para sobrellevar el duelo (en “Kody Blu 31” confiesa que es una de sus canciones más importantes), trap de tensión cinemática (“Just In Time”) o trap con raíces soul (“Surround Sound”). Todo con su debida “progresión natural”, que fluye gracias a la respuesta de un público generoso y a las pocas interrupciones de J.I.D solo para afianzar el mensaje: familia, comunidad. Y sí, logra momentos bastante íntimos, sabiendo generar un mágico espacio de comunión con las mencionadas “Brudannem”, “Sistanem” y “Kody Blu 31”, con ese balanceo de la letra trasladado a los cuerpos del público, o con “Stars” invitando a generar un campo de estrellas con las luces de los móviles.
Pero hay otras formas de crear comunión, las propiciadas por el grito y por ese rapeo frenético por el que al fin y al cabo se dio a conocer. Los cuchillos vocales de “Off Deez” o “151 Rum”, a vueltas con el segundo LP, son tan clínicos que incluso tienen algo de aséptico; el ritmo, sin embargo… el ritmo se lo lleva todo por delante, iniciando el primer pogo de entidad de todo el concierto, un solo círculo dentro del cual estallará otro tipo de vía comunitaria, la que hierve dentro del caos del moshpit. De todas las canciones de hip hop que invitan al pogo –interesante fenómeno a indagar– seguramente la que más y mejor logra su objetivo es “Stick”, casi paródica en su encapsulamiento de una rabia a explotar cada veinte segundos. Con tanto estímulo, SwaVay sale de nuevo al escenario para ser la pareja de baile de J.I.D en esta vuelta de honor a base de napalm sonoro. Momento álgido de la noche, sin duda. De hecho, debería ser su catártico final, pero J.I.D recompensa al público con tres canciones más, a petición popular. La gente pide “Can’t Punk Me”, “Danger (Spider)”, “Enemy” y “Costa Rica” –acaban siendo cuatro extras; esto no podía terminar con una canción de Imagine Dragons–, y luego, con Future y Kendrick Lamar sonando de fondo, J.I.D dedica casi diez minutos a firmar autógrafos a los insistentes de la primera fila. Como decíamos, un tipo nada endiosado.
Más allá de gestos hacia el fan, J.I.D ha entendido qué pide el público generalista de un rapero en 2023. Pese a haber construido su carrera a partir de una noción de prestigio lírico, entiende que igual de importante es la energía, la cadencia, el delivery, en definitiva, con que se interpretan esas letras. Que un directo sin tramos de puro goce rage pierde toda la fuerza que asimismo puedan contener las palabras; que, en otra forma de plantearlo, ambas cosas son perfectamente compatibles. Esa alternancia entre intimidad y frenesí, esa dualidad entre el alma conscious y el estallido sonoro, es la que termina por erigir a J.I.D en una de las voces más representativas del hip hop contemporáneo. Y haberlo podido comprobar de primera mano en una sala de Barcelona, aunque fuera rodeado de turistas, es una rara avis a valorar. ∎