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Hay dibujantes que consiguen ser reconocibles en todo lo que hacen, pero seguramente muy pocos lo han logrado con tan pocos elementos como los que ponía en juego Eduardo Pelegrín Martínez de Pisón (Zaragoza, 1959-Valencia, 2022), conocido universalmente como Calpurnio. Sus monigotes se han convertido en uno de los iconos más populares del cómic, especialmente su personaje fetiche, el vaquero Cuttlas, cuyas aventuras narró durante treinta y siete años, la mayor parte de su carrera como dibujante.
Calpurnio comenzó su trayectoria a comienzos de los años 80, primero en fanzines como ‘El Japo’ y después en revistas profesionales tan importantes como ‘El Víbora’ o ‘Makoki’, así como en ‘El Heraldo de Aragón’. En aquella época ya dio forma a Cuttlas, en origen una parodia del wéstern que pronto sería mucho más, según fuera saltando de un medio a otro: principalmente a ‘El País’, ‘20 Minutos’ y ‘Revista Plaza’ –cientos de páginas recopiladas después en varios libros, entre los que destaca el más reciente, “Cuttlas” (DeBolsillo, 2017)–. Son espacios atípicos para los autores de cómic en España, lo que pone de manifiesto la anomalía que fue la carrera de Calpurnio, un verso libre que siempre siguió su propio (y exitoso) camino: pocos pueden decir que lograron ganarse la vida publicando una serie de cómic tan personal como esta en medios de información general. Porque el “El bueno de Cuttlas” (1983-2021) logró la cuadratura del círculo: el éxito comercial se sumaba a una vocación experimentadora que siempre entró bien en cualquier paladar, ya que se ejecutaba sin ínfulas, como un juego al que el lector era invitado desde el principio.
Con el tiempo, la serie, en cada una de sus encarnaciones, se acabó constituyendo en contenedor inagotable de referencias pop, pero también en un artefacto metalingüístico que, sin perder la frescura y un cierto componente naíf, exploró las posibilidades narrativas del cómic, forzó los límites del formato de la página e hizo saltar por los aires muchas de las ideas preconcebidas sobre el lenguaje del medio, con experimentos brillantes y divertidos. El secreto, lo contaba siempre el propio Calpurnio, estaba en su dibujo sencillo: unos monigotes básicos, acompañados de un decorado mínimo, que evocan el dibujo infantil pero también ciertas pinturas rupestres del Neolítico, de figuras esquemáticas. En sus manos, se convirtieron en un lenguaje universal y accesible a todo el mundo. Ese minimalismo, que recuerda en parte al de ciertos trabajos de Micharmut –“Sólo para moscas” (2012)– o a Mariscal –“Los garriris” (1974-1987)–, es el que le ha deparado el éxito con el gran público, pero, paradójicamente, ha podido restarle cierto valor para determinado sector de aficionados al cómic y la crítica, que siempre vieron un demérito en el dibujo sencillo y antiacadémico. Lejos de preocuparse por esta cuestión, Calpurnio profundizó en un despojamiento cada vez más acusado de su estilo. Su dibujo parece tan fácil de trazar que cualquiera puede imitarlo; pero en realidad nadie ha sido capaz de hacer lo que Calpurnio ha hecho en la que es, por méritos propios, una de las grandes obras del cómic español, incluida en la lista de los 100 mejores tebeos españoles elaborada por Rockdelux en 2021, en el puesto 32.
Aunque “El bueno de Cuttlas” sea su cómic más conocido, Calpurnio tiene en su haber otras obras entre las que destacan “Proyecto X. Un mensaje marciano transcrito por Calpurnio” (El Pregonero, 1994), una auténtica marcianada en la que el autor anticipaba el cómic experimental y no narrativo de la segunda década de los años 2000; su inesperada participación en el proyecto “Nuevas Hazañas Bélicas” con el episodio “¡Pánico en La Muela!” (EDT, 2012), con guion de Hernán Migoya; o la novela gráfica “Mundo Plasma” (Reservoir Books, 2016), llena de absurdo.
Pero a una personalidad inquieta como la de Calpurnio se le queda corto un solo lenguaje expresivo. A lo largo de los años, el autor practicó todo tipo de disciplinas, siempre con un ánimo experimentador y sin prejuicios: cuando pocos aún lo hacían, empezó a introducir los ordenadores en su trabajo. Practicó la música electrónica, de la que era gran aficionado –imposible olvidar las apariciones de Kraftwerk en “El bueno de Cuttlas”–, en performances de videoarte muy rompedoras desde finales de los años 90: solía definirse como “videojockey” y su trabajo en este ámbito puede encontrarse bajo nombres artísticos como ErrorVideo o, posteriormente, Calpur VJ. También se dedicó a la animación, con la producción de la serie televisiva “Cuttlas Microfilms” (1992-1994), de notable factura y digna transliteración de las aventuras del vaquero.
En los últimos años, un nuevo proyecto había atraído sus principales esfuerzos creativos: la línea de “Clásicos Liberados” de la editorial Blackie Books, para la que realizó “Odisea” (2020) e “Ilíada” (2022). Se trata de trabajos sorprendentes en los que, sin renunciar a sus figuras esquemáticas, afronta el reto de poner en imágenes algunas de las escenas más recordadas de ambos clásicos atribuidos a Homero. Más que meras versiones ilustradas, en estos libros los dibujos funcionan como citas o notas al pie que añaden información y juegan sutilmente con los significados de los textos originales. Son, además, fruto de una exhaustiva labor de documentación que el artista depura y asimila, hasta hacer a cada personaje totalmente reconocible con elementos mínimos y un inteligente uso de los colores.
En 2022, Calpurnio había anunciado el fin de Cuttlas para centrarse en nuevos proyectos creativos, entre los que se encontraba un nuevo “Clásico Liberado”, “El libro del Tao”, de Lao Tsé. La enfermedad se lo ha llevado prematuramente y nos ha privado de esos futuros trabajos, pero queda para la posteridad un corpus riquísimo, obra de un autor sutil y luminoso. Y profundo de la mejor manera en que puede serlo cualquiera: de aquella que pasa por engañosa ligereza. ∎