Hay universos propios que pueden trazarse a partir de unas mínimas coordenadas y que, al mismo tiempo, son de lo más elaborados, que parten de un imaginario colectivo para engendrar uno propio. Es algo que, de alguna manera, ya estaba presente en la cinta ganadora del premio Goya al mejor corto de ficción “Cerdita” (2018), en el que una chica con sobrepeso –Sara, interpretada por Laura Galán– era humillada por sus compañeras de clase una tarde de verano en una piscina. Ahora se amplifica de una manera mucho más significativa en este largometraje, “Cerdita” (2022), en el que Carlota Pereda sienta las bases de su estilo. Un estilo que parte de los paisajes de la España rural para entroncar con el terror de los 70, violento e iconoclasta, en el que los asesinos en serie se convertían en metáfora de la podredumbre moral de la sociedad como cloaca del sueño americano. Es decir, como si la crónica negra de nuestro país pasara por el filtro de “La matanza de Texas” (Tobe Hooper, 1974).
Aquí el contexto es el de un pueblo extremeño, en verano, con las chicharras desatadas por el calor. Y el discurso reflexivo gira en torno a la dictadura de la imagen y de las apariencias y de cómo las mujeres que escapan a los estereotipos tienen que luchar por su dignidad en la era de Instagram, donde el bullying se amplifica hasta que la humillación alcanza una dimensión estratosférica. Es a lo que se tiene que enfrentar Sara día a día cuando las chicas del pueblo se refieren a ella y a su familia, que regenta una carnicería, con apelativos despectivos, hasta que aparece un justiciero desconocido que se encarga de sembrar el terror entre los vecinos a golpe de rabia antigordófila.
El cóctel que despliega Pereda resulta tan sugerente como inesperado. Primero por su forma de abordar el entorno, el paisaje y sus gentes, a través de una estimulante deformación casi pop del costumbrismo, pero también en su forma de planificar cada secuencia, conjugando el elemento real con lo grotesco a través de una batería de ideas, tanto narrativas como visuales, en la que hay espacio para el humor negro, la deformación y la violencia más primitiva.
Puede que algunos elementos no terminen de encajar bien entre sí, que se encuentren llevados al límite, pero la directora sabe convertir los excesos en virtudes a la hora de romper con los convencionalismos y lanzarse sin red a la reivindicación del género en su estado más puro. Y lo hace a través de una visión autoral de una enorme fuerza expresiva y con un discurso reflexivo profundamente contemporáneo en torno a los prejuicios, a los estigmas, a lo que es feo y a lo que es bello en nuestra sociedad, a la cruel mirada del otro, a los abusos psicológicos y la reivindicación de los cuerpos no normativos dentro de un espacio en el que la carne se convierte en material subversivo. ∎