Gabriela Wiener (Lima, 1975) es una cronista bastarda en un sentido espléndido. A cualquiera que la lea se le afilan los colmillos de la envidia. Hincándolos en el labio, provocando un vivo sabor a sangre y a sexo. Con su último libro –o, como ella lo llama: su primera “novela ficcionada”–, “Huaco retrato” (Literatura Random House, 2021), le ha dado jaque mate a su tatarabuelo, Charles Wiener (1851-1913). Él, austriaco-francés, fue un expoliador que saqueó 4500 obras de arte peruanas y se atrevió a escribirlo en “Perú y Bolivia. Relato de viaje” (1880), verdadera ficción del patriarcado, de nada menos que 900 páginas. A Gabriela, la Wiener actual, le han hecho falta muchas menos para descodificar todas las estructuras sistémicas sobre las que se sustentaba. “Huaco retrato” es una bastardía literaria de ficción y no ficción, una crónica-historia de nuestros tiempos, una nueva suerte de huaco erótico, que habla por las rendijas de los vacíos que deja.
¿Por qué asusta tanto el concepto de “bastarda”? ¿Por qué no lo podemos ubicar? ¿Significa una encrucijada peligrosa?
Como todas las nociones creadas por el poder para marginalizar a un sector, son palabras que nadie se quiere poner en la camiseta. Pero desde nuestros colectivos hemos desarrollado el don de reapropiarla para convertirla en respuesta, en orgullo y en resistencia a este señalamiento.
Nos asusta la bastardía, pero en la misma Península Ibérica fuimos íberos, romanos, judíos y musulmanes. Ninguna estirpe es una línea única. ¿De dónde viene esta exigencia de pureza?
Lo nazi sigue presente frente a la diversidad. Frente al testimonio de que nuestra socialización está en la impureza, se sigue reivindicando el discurso contrario, el del imperio. Y España es muy imperialista, no jodamos; son siglos de haber intervenido sobre territorios hasta conseguir dominarlos. Ahora, desde el propio gobierno español se aprovecha la cruzada anticomunista hacia los gobiernos de izquierdas de América Latina.
Oyes a Aznar, a Ayuso, a Casado y a Cantó decir eslóganes ridículos sobre que el indigenismo es el nuevo comunismo. Hacen señalamientos directos hacia las poblaciones indígenas porque les preocupamos, porque hay organización. Los mapuches están escribiendo la constitución en Chile, no están en reservas o calladitos o siendo esterilizados, como ha pasado en Perú, por ejemplo. Si los líderes indígenas están siendo asesinados, es porque esto amenaza su poder y sus propiedades en el sur global.
Para que funcione el sistema, nos fuerzan a ubicarnos. Sin embargo, la paradoja está en que hay un montón de borrados. En “Huaco retrato” hablas de las historias de los hombres de tu familia para evidenciar el vacío que hay en las historias de las mujeres. ¿Cómo se sostiene esta paradoja a nivel discursivo?
Las que han detectado el borrado en la memoria son precisamente otras mujeres feministas: las negras, las gitanas, las que están pensando en sus ancestras, de dónde vienen. Vamos a despatriarcalizar también nuestro relato de orígen. Es una historia con minúscula, si quieres, pero que merece ser contada, porque la Gran Historia es la historia del poder, la del grupo que tiene la supremacía que ahora se intenta derruir. O, por lo menos, vamos a hacer una muesca en el árbol, pensando en que esto se transforme.
En “Huaco retrato” era importante hablar de esto. En el sentido de que mi familia daba vueltas en torno a la misma figura de respetabilidad blanca y europea (encarnada en el saqueador Charles Wiener). Quise sacar el revestimiento para ver qué había detrás. Y detrás estaba el racismo científico, todo el conocimiento del siglo XIX que se enfocó en justificar una visión del mundo en castas y que persiste hasta hoy.
Podemos hablar del holocausto y de que Europa vivió una de sus épocas más oscuras, pero los pueblos originarios venían padeciendo ya ese exterminio. Sea la suplantación cultural, la extirpación de su fe y, cuando no, el arrase de sus territorios o directamente la enfermedad y la muerte que se llevó allí. Esto también estaba detrás de Charles Wiener. Fue un enviado de una potencia colonial como Francia, que de esa manera reforzaba su poder en el mundo, para decir: “Mira qué bien lo hacemos, mira cómo los estudiamos”. Así es como se llevaban patrimonio cultural de un país, se llevaban a un niño por unas monedas o dedicaban exhibiciones a mostrar como animales a otras personas en sus zoos humanos. Y esto pasó aquí, en la Plaça Catalunya de Barcelona, en el Palacio de Cristal de Madrid; esa era la tendencia del momento en entretenimiento. El último zoo humano se cerró a mediados del siglo XX en Bélgica.
A países como España o Francia les conviene borrar la memoria, que no se cuente esta historia. Porque, si no, ¿cómo justificarían que se deje morir a la gente en las aguas europeas o que se esté amurallando la frontera con Marruecos? Que alguien sea encarcelado en un CIE por migrar, por buscar una vida mejor, es igual de salvaje que encerrar a gente dos siglos antes para mostrar cómo viven los nativos en sus colonias. Es el desprecio total por la vida no blanca. Se ejerce una violencia que es estructural, de la que se puede trazar una línea directa desde los zoos humanos hasta los CIEs.
¿Cómo definirías el racismo español actual hacia las poblaciones de Abya Yala?
Somos el buen salvaje, el acabado de su proyecto civilizador, que terminó bien porque a los negros los temen, a los moros los temen, pero las latinoamericanas son mujeres que los cuidan. Es una relación tan perversa, tan paternalista, tan de no considerarlas nada, ni siquiera una amenaza… Eso me enrabieta totalmente. Mi libro también es una respuesta para decir que somos feroces, que vamos a dar respuesta. Somos cuidadoras porque venimos de vidas comunitarias, porque muchas mujeres que son terriblemente precarias dejan a su hijo para poder cuidar a tu hijo. Sobre ellas se sigue ejerciendo violencia administrativa, violencia de ley de extranjería y violencia económica. No les pagas lo que tendrías que pagarles para hacer ese trabajo y eso todavía se llama colonialismo.
¿Cómo representas estas comunidades de resistencia en tu novela?
El Colectivo Ayllu ha sido un referente total para “Huaco retrato”. Cuando vi lo que hacían en los museos con el patrimonio saqueado o sus performances en la estatua de Colón, encontré uno de los fundamentos teóricos del libro, desde una vertiente decolonizadora y heterodisidente.
Otra referente es la artista peruana Daniela Ortiz. Tiene un trabajo a propósito de las trabajadoras del hogar que viven en regimen de esclavitud en las casas de la clase alta limeña. Extrajo todas las fotos de posados de gente pija de Lima donde siempre había en un plano borroso la trabajadora, cargando el niño o como una mano que retira un plato. Una presencia fantasmal haciéndolo todo para que esto funcione, para que el mundo ocurra. ¿Y quiénes son las trabajadoras del hogar? Mujeres andinas migrando para ser cuidadoras en Lima, Buenos Aires, Santiago de Chile, Madrid, Barcelona… Esa es la migrante que se trata desde esa superioridad.
Mi tercer referente es María Galindo, parte del colectivo boliviano Mujeres Creando. Acaba de publicar “Feminismo bastardo” (Mujeres Creando, 2021), donde habla de cómo el poder quiere que nos creamos ese cuento del mestizaje feliz y de la reconciliación, cuando esta no ha existido. Tiene una idea de bastardía resignificada según la cual somos la memoria viva del conflicto. No vinimos aquí para tranquilizar vuestras conciencias, sino para recordaros que el conflicto sigue abierto.
Pienso en esos espacios donde, en vez de poner un monumento, dejan los agujeros de las bombas para que no se borre esa memoria.
En ese sentido, prefiero la decapitación de estatuas de los colonialistas. Entre que estén y no estén, prefiero que no estén, pero si tienen que estar, que sea con mutilaciones o grafitis interesantes. Creo que en España hace falta más de eso. Aquí hay tal régimen de terror contra la migración y las poblaciones migrantes que es bien difícil hacer acciones tan osadas. Con la Ley Mordaza te vas directo a la cárcel o te deportan. Es bien complicado que las propias negras y las marrones nos pongamos a hacer algo tan osado. Para esto, lo del feminismo de las alianzas no estaría nada mal.
¡Tomo nota! ¿Podríamos decir que tu novela también es un huaco erótico que representa la sexualidad actual?
Totalmente, la cara de un huaco erótico es mi cara de placer y el deseo es central en el libro, junto con los celos y la culpa. El huaco erótico podría ser esta forma de vivir la sexualidad tan libérrima, tan absolutamente pornográfica. Hay muchas pensadoras decoloniales que hablan de cómo la evangelización y todo el proceso colonial traen una moralidad a espacios que eran de libertad y goce sexual. Tengo que decir que falta lesbianismo en los huacos eróticos, pero sí había homosexualidad, agénero, trans*, maternidad, lactancia y sexo a la vez. Para mí, hay más representación de los cuerpos marrones en los huacos eróticos que en YouPorn.
En su taller online “Black Time, Black Queer, Black Flesh”, Iki Yos habla de cómo la categoría queer ha sido edulcorada por narrativas de la supremacía blanca y ha obviado prácticas ancestrales que ya existían en los cuerpos cimarrones/afrodescendientes y en comunidades indígenas antes de ser catalogadas por Occidente.
Lo llamado “monógamo” o “heterosexual” son ideas completamente occidentales que luego se imponen a través de la religión de una manera violenta. Me encanta el espacio del huaco erótico como un espacio de indentidad. Soy también una persona que celebra el deseo, el cuerpo, los apetitos. Mi narrativa y mi trabajo literario son muy sexualizados para bien, de manera liberadora. Me remiten a mi origen mochica, porque los huacos eróticos son mochicas, son de la cultura del norte de Perú, de donde es mi abuelo. Mi color medio de la tierra es de la zona de los huacos retratos y de los huacos mochicas. Aunque no tenga pruebas de que venga de poblaciones originarias, me siento huaco erótico, encuentro parentesco y casa allí.
Las líneas genealógicas son muy patriarcales. Para romperlas, está bien que sintamos la historia a la manera de cada cual.
Exacto, hagamos nuestras propias etnografías. En esta novela hay una visión de especulación. El nivel de juegos de la realidad va hasta Charles Wiener, que era alguien que exageraba sus hazañas. También se pone en duda que mi rama familiar venga de él. Hay un momento en que el estudioso de Charles cree que, aunque las fechas medio coinciden, no hay pruebas. Te das cuenta de que hay mucha gente que vive con su escudo familiar, el blasón, el apellido que permite saber sus veinte antepasados, y nosotros no sabemos nada. Tres generaciones atrás y ya se acaba la memoria. Esto está borrado a propósito. ¿A quién le conviene que no exista esa memoria para seguir alimentando su mito personal?
¿Por qué no se habla de María Rodríguez, de quien sabemos con certeza que parió un hijo apellidado Wiener?
No se traslada la historia de ella de generación en generación, pese a que pudo haber sido una víctima. Por lo menos, una víctima del abandono. Quién sabe si tuvo la autonomía de “yo lo tengo y yo lo inscribo”. Es la posibilidad de haber tenido también un ascendente feminista, una mujer autónoma que decidió. Pero también a las feministas nos borran de la historia. O por víctima o por superviviente.
Me ha resultado sanador saber que si él fue un personaje icónico en su época, tú lo eres de la nuestra y has llevado a cabo algo que él no hizo: la descodificación. En vez de entender las problemáticas estructurales que estaban en sus vísceras, emprendió una huida, llevándose a muchos por delante.
¿Te imaginas que el Wiener que pasa a la historia no es Charles? Él se borró, se blanqueó. Era un judío austriaco que se nacionalizó francés y se convirtió al catolicismo. No se le puede juzgar; para sobrevivir también exageró sus hazañas. Se convirtió en un ser fraudulento. ¿Quién no ha recurrido también a estas picarescas para sobrevivir? Efectivamente, he hecho el camino contrario, un proceso de decolonización que no se acabará nunca. Siempre he tenido esta duda de si seguir firmando con este apellido. Ni siquiera pongo Bravo, el apellido de mi madre, porque ya es como una marca. Al haber hecho este libro, ya nadie me lo puede quitar. Este Wiener me lo he generado yo y además es posible que ni sea de Charles, sino de otro Wiener aún más perdido que yo. Aïda Camprubí
Por Carolina Velasco

Aún tengo grabada a fuego la tarde en que Gabriela Wiener presentó en una librería de Berlín la génesis de lo que sería su obra teatral “Qué locura enamorarme yo de ti” (2019): sin escenario, en un espacio pequeño, Gabriela ponía la voz, el cuerpo y la intimidad para contar una historia que, desde lo absolutamente confesional, nos llevó a los espectadores a plantearnos la maternidad, las relaciones y hasta nuestro lugar en el mundo como migrantes. Gabriela también pone el cuerpo, la voz y la piel en todo lo que escribe, ya sea una columna en la que admite el miedo ante el envejecimiento cuando mira a su mujer (más joven) o cuando narra, de forma nada idealizada, su introducción a la ayahuasca en “Sexografías” (Planeta, 2008), un compendio de columnas que son puro periodismo gonzo y en las que no duda en meterse en clubes de swingers o investigar en carne propia el proceso de donación de óvulos.
Decir que Wiener hace autoficción es una entelequia: a diferencia de quienes usan la falsa biografía, Wiener no oculta sus miserias ni sus miedos, no esconde a sus parejas bajo falsos nombres, no se autoidealiza ni trata de engañar al lector. Ella misma escribe en “Huaco retrato” que tiene la sensación “hasta sucia de estar metiendo la vida en la literatura o, peor, de estar metiendo la literatura en la vida”; hasta tal punto llega su brutal y necesaria honestidad. Los grandes temas de su obra, no podía ser menos, están atravesados por sus vivencias: la maternidad, el poliamor, la migración, el racismo… Pero, sobre todo, llama la atención la tremenda lucidez que gasta y ese sentido del humor con el que mete el dedo en la llaga, casi sin que te enteres, hasta que ya está dentro y te deja pensando durante días, porque puede que escriba desde lo personal, pero trasciende hasta lo universal. ∎