Película

Los Fabelman

Steven Spielberg

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Nueva Jersey, 10 de enero de 1952. El pequeño Sammy Fabelman va al cine con sus padres. Es una de esas salas que ya no existen, grande, espaciosa, con una inmensa platea y un par de anfiteatros, ni una sola butaca vacía. Ese día se estrenó en Nueva York “El mayor espectáculo del mundo” (1952), la aparatosa película de Cecil B. De Mille sobre el mundo del circo. Así que estamos asistiendo a una recreación de aquella noche de estreno. Sammy está algo inquieto. Su padre y su madre (Paul Dano y Michelle Williams) lo tranquilizan. Ya en el interior de la sala, en plena proyección, Sammy mira fascinado a la pantalla. En cada encuadre se resalta el haz de luz que viene de la cabina de proyección, la luz mágica que da vida a los personajes en el lienzo blanco. En la secuencia del filme de De Mille en la que dos trenes chocan violentamente, Sammy se asusta. Más tarde, en casa, duerme con un osciloscopio; la luz verde intermitente sobre fondo negro lo ayuda a conciliar el sueño. Unos días después pide como regalo un tren eléctrico. Quiere reproducir la secuencia que tanto miedo le ha dado. Tras el choque del tren de juguete con otros objetos, el padre le castiga por no saber apreciar el regalo. No entiende nada, al revés que su esposa. Es ella quien decide que Sammy repita el choque y filmarlo con una cámara Super-8 para que su hijo pueda ver la situación repetida cuantas veces quiera y, de este modo, superar el miedo y no volver a estropear el preciado juguete.

“Los Fabelman” (2022; hoy se estrena en España), basada en los recuerdos de infancia y juventud del propio Steven Spielberg, no es una película sobre la fascinación que el cine ejerció desde siempre en el director de “Lincoln” (2012). Es, esencialmente, una película sobre cómo el cine puede llegar a captar, y en algunos casos remediar, aquello que el ojo humano no ve a simple vista pese a tenerlo siempre al alcance de su comprensión. El cine como reproducción o sustituto de la realidad. En este detalle brilla un filme que, por otro lado, incurre en las exageraciones melodramáticas habituales en su director.

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Cuando llega a su casa la película revelada de la filmación del choque, Sammy la proyecta en sus manos. En esta primera fase, Spielberg aún muestra el cinematógrafo como curiosidad, como fascinación y hechizo. El deseo de hacer películas por parte de Sammy actúa de hilo conductor de un relato que sigue bastante fielmente, aunque moviendo piezas y épocas, la juventud de Spielberg. Sus padres se llamaban Arnold y Leah Adler, y no Burt y Mitzi Fabelman, pero, como estos personajes de ficción, también eran un ingeniero eléctrico –y visionario de las computadoras: acabó trabajando en IBM– y una pianista. Hubo un divorcio, aunque por distintos motivos, y un cambio habitual de residencia. Lo que sí reproduce fielmente “Los Fabelman” son las películas amateur que realizó Spielberg en los primeros años sesenta, un wéstern y una bélica. La recreación del ingenio con el que se filmaron y montaron aquellos filmes de juventud –utilizando el armazón de un cochecito de bebé para los trávelin o agujereando la película con alfileres para simular el fuego de las pistolas al disparar– dialoga con la manera en que Damien Chazelle evoca los rodajes del cine mudo en la reciente “Babylon” (2022).

Debido al trabajo del padre, la familia se desplaza de Nueva Jersey a Phoenix, Arizona, y después a California. En Phoenix, diez años después del choque de trenes de “El mayor espectáculo del mundo”, el adolescente Sammy ya tiene conciencia cinéfila y se inspira en unos planos de “El hombre que mató a Liberty Valance” (1962), el wéstern oscuro, crepuscular y político de John Ford. Pero “Los Fabelman” no tiene como tema central ni el aprendizaje ni la cinefilia, afortunadamente. Viendo en la moviola unas películas familiares que acaba de realizar, Sammy descubre una relación más que afectuosa entre su madre y el mejor amigo de la familia, Bernie Loewy (Seth Rogen). Es un giro radical que implica una mirada distinta sobre esa fascinación cinematográfica: Mitzi solo revela cómo es y cómo se siente en los fragmentos de celuloide filmados por su hijo.

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La película entra entonces en disquisiciones varias sobre la condición de judío, el acoso que sufre en el instituto californiano, la primera relación amorosa –con una fanática religiosa– y el sentimiento de culpa, aunque, como asegura la madre, la culpa no es más que un desperdicio de emociones. De modo que el filme se orienta hacia el momento clave, real o inventado, en el que Sammy Fabelman-Steven Spielberg dejó atrás la duda y la culpa para encauzar definitivamente su camino: primero escuchamos la música de “Centauros del desierto” (1956), de nuevo John Ford, antes de que entre en escena el cineasta del parche en el ojo encarnado por alguien que en esos planos se le parece realmente mucho aunque se trate de David Lynch. Una sola escena no vale por toda una película, pero esta, con la simbiosis entre Ford y Lynch y la teoría del valor del horizonte en el encuadre, casi lo consigue. Y, de paso, nos olvidamos de que Spielberg podía haber profundizado un poco más en esa bella idea del cine que revela la verdad de las personas cuando son filmadas sin necesidad de que la cámara les robe sus almas. ∎

Memorias de cine y familia.
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