Siempre es motivo de alegría la aparición de obras artísticas que reflejen la complejidad y los sinsabores que entrañan en ocasiones las relaciones entre madre e hija. En literatura, la lista es larga y no para de crecer gracias a la recuperación en nuestro país de novelas y memorias que abordan este peliagudo asunto con sinceridad y desechando clichés, como “El club de los mentirosos” (1995) de Mary Karr, “¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?” de Jeanette Winterson (2011), “Apegos feroces” de Vivian Gornick (1987) o la reciente “Azúcar quemado” (2020) de Avni Doshi. Pero ¿y en los cómics?
El primer título que a una se le viene a la cabeza, por motivos evidentes, es “¿Eres mi madre?” (Reservoir Books, 2012), el ambicioso retrato que Alison Bechdel pretendió hacer de su madre y la problemática relación que siempre mantuvo con ella. Retrato que, sin embargo, quedaba un tanto diluido bajo la capa de erudición casi clínica con la que la autora envolvió su relato, entre extensas referencias al psicoanálisis e interpretaciones de sueños.
Más naturalista y sentido era “Un adiós especial” (2010; Astiberri, 2011), donde la legendaria autora underground Joyce Farmer, con un estilo casi diarístico, plasmaba el progresivo y demoledor deterioro de su padre y su madrastra, al que la propia Farmer asistió durante sus visitas semanales. En estas páginas no hay alusiones a Virginia Woolf o Freud, pero sí demencia senil, citas médicas, pañales, cuidados paliativos y, sobre todo, la resistencia de dos ancianos a renunciar al propio espacio y la dignidad que este les proporciona.
El título hace referencia, principalmente, al incendio que destruye por completo la casa de la madre de Bell y que desencadenará toda una serie de encuentros entre la artista y su progenitora, motivados por la necesidad de ayudar a esta última a armar un nuevo hogar. Sin renunciar del todo a los que hasta ahora han sido sus temas más habituales (las relaciones de pareja y amistades, la precariedad, las sesiones con su terapeuta…), pero relegándolos a un efectivo segundo plano, Bell prefiere explotar aquí otra veta, inagotable: la del vínculo maternofilial. Y lo hace narrando sus idas y venidas de costa a costa en clave casi documental, como si una “cámara” la siguiera, pues Bell aparece en prácticamente todos los planos. Este rasgo, sumado a la composición habitual de seis viñetas por página y a una evolución narrativa que, más que en lo visual, se apoya fundamentalmente en unos diálogos naturales y realistas –traducidos con tino por Rubén Lardín–, hace que la historia, parcelada en capítulos breves, avance con un ritmo sostenido a lo largo de sus 160 páginas.
Así, partiendo del Nueva York, donde Bell reside y donde descubrimos el huerto que ha montado en el jardín, que exacerba su misantropía y la obsesiona hasta lo cómico, viajamos con ella varias veces hasta el norte de California, en un periplo largo y tedioso que ella no se priva de detallar –los viajes se estiran hasta el infinito cuando no tienes carné ni coche– y que, sin embargo, no vacila en realizar cargando con un absurdo escurreplatos con tal de que su madre tenga dónde poner los cacharros fregados en la caravana donde vive de manera provisional. Y es que los objetos más anodinos cobran una importancia capital en el libro y son capaces de originar situaciones desestabilizadoras, algo que remite irremediablemente a su muy anterior “Cecil y Jordan en Nueva York” (2008; La Cúpula, 2019).
En un momento determinado, Bell comenta que, en las películas, la maternidad suele representarse en un espectro que va desde la madre fría e indiferente hasta la bruja represora, pasando por la mamá sufridora; y añade que la suya, en cambio, escapa a cualquier clasificación. Tal vez por eso no encontramos en “Todo es inflamable” cómos ni porqués. Apostando por un enfoque en las antípodas de la perspectiva psicoanalítica que adoptara la citada Bechdel en “¿Eres mi madre?”, Bell no se molesta en analizar el origen y las secuelas de los traumas y las carencias que marcan la relación madre-hija, sino que, muy hábilmente, opta por plasmar el vínculo en su más descarnada cotidianidad, tan prosaica como milagrosa (y brilla aquí el símil con la jardinería). A modo de ejemplo, podemos destacar esa viñeta aparentemente anodina en la que la hija, como de pasada, anima a la madre a tomar antidepresivos porque a ella le están funcionando.
Algo parecido ocurre con el incendio: la narración no se detiene en lamentar las irreparables pérdidas que este acarrea, cómo ha ocurrido o la desolación que el acontecimiento deja a su paso. Sencillamente, las llamas han desintegrado el símbolo por excelencia de la estabilidad, el hogar, y toca reconstruir(se) a partir de las cenizas.
Todo es inflamable, pero ellas son incombustibles. ∎