“Los anillos de poder” y “La Casa del Dragón”, sagas y enigmas.
“Los anillos de poder” y “La Casa del Dragón”, sagas y enigmas.

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Mutaciones de la cultura popular: “La Casa del Dragón” y “Los anillos de poder”

El consumo audiovisual se produce hoy a tal velocidad de crucero que dificulta calibrar en su justa medida la importancia de cada título estrenado. Es obligado comenzar esta aproximación a las primeras temporadas recién concluidas de “Los anillos de poder” y “La Casa del Dragón” apuntando que pocas ocasiones tan propicias hemos tenido críticos y aficionados para disfrutar –en paralelo– de dos producciones idóneas para analizar el signo de las mutaciones experimentadas en los últimos años por la cultura mainstream.

“El señor de los anillos. Los anillos de poder” (J.D. Payne y Patrick McKay, 2022-) y “La Casa del Dragón” (George R. R. Martin y Ryan Condal, 2022-) beben, respectivamente, de “El señor de los anillos” (Peter Jackson, 2001-03) –la saga cinematográfica más taquillera en la primera década del siglo XXI– y “Juego de tronos” (David Benioff y D.B. Weiss, 2011-19), la serie dramática más premiada en la historia de los Emmy y la más exitosa en la trayectoria de HBO Max. El enorme alcance de estas últimas sirvió por añadidura para legitimar –popular y hasta sociológicamente– el género en que ambas se inscribían, la “alta fantasía”. Y no solo a nivel audiovisual, también literario. Las dos producciones tenían su origen en sagas literarias cuyos autores –George R. R. Martin, J. R. R. Tolkien– habían gozado hasta entonces de culto considerable entre un sector de lectores entusiasta pero muy específico.

Olvidamos a menudo que, como sucedió con la primacía de Steven Spielberg y George Lucas en el cine estadounidense de los años 80 y 90, la repercusión de “El señor de los anillos” y “Juego de tronos” no estuvo tan garantizada en su momento como nos parece en retrospectiva, y que se produjo gracias a un cúmulo complejo de circunstancias. Entre ellas cobró un relieve especial la querencia del gran público por espectáculos hiperbólicos en los que sublimar las inquietudes sobre el Bien y el Mal y el ejercicio del poder propiciadas por los tiempos convulsos del 11-S, la Guerra contra el Terror y, en el caso de la serie basada en las novelas de Martin, el auge de los movimientos sociales y las políticas de la diversidad tras la Gran Recesión de 2008.

Por supuesto que en el éxito de una y otra serie entraron en juego otros factores inciertos, por no decir inexplicables, ligados a la magia negra que cristaliza de tanto en tanto en la cultura popular: fenómenos situados más allá incluso de las expectativas de sus artífices creativos y económicos, como pasó con otra saga semejante en algunos aspectos a las citadas y asimismo esencial para entender el rumbo posterior del mainstream, la de Harry Potter, desarrollada en ocho películas entre 2001 y 2011.

Disponibles en Amazon Prime Video y en HBO Max.
Disponibles en Amazon Prime Video y en HBO Max.

Así, la trilogía de “El señor de los anillos” fue fruto en primera instancia del entusiasmo inasequible al desaliento del realizador Peter Jackson y la confianza ciega en él de Robert Shaye, ejecutivo de New Line Cinema. Significativamente, la magia negra que lograron invocar ambos no se repitió en la oportunista trilogía posterior de “El hobbit” (2012-2014), que produjo una New Line Cinema ya devorada por Warner y que dirigió el propio Jackson a regañadientes. Y, del mismo modo, la sinergia entre el escritor George R. R. Martin y los productores, showrunners y guionistas David Benioff y D. B. Weiss tuvo efectos milagrosos durante las cuatro temporadas iniciales de “Juego de tronos”, pero, a partir de la quinta, se impusieron condicionantes de producción y dilemas artísticos que precipitaron en un desenlace cuya pertinencia aún se debate a fecha de hoy.

Con esto queremos decir que “La Casa del Dragón” y “Los anillos de poder” son artefactos sin duda corporativos, pero la dificultad para clonar el aura de “Juego de tronos” y “El señor de los anillos” contaba con antecedentes gestados en el seno mismo de las producciones originales. En “La Casa del Dragón” figura al menos como productor ejecutivo George R. R. Martin, aunque con una disposición casi antagónica a la que presidió su participación en “Juego de tronos”; en aquella, lo importante era que honrase como adaptación su ciclo –inacabado, no lo olvidemos– de novelas, mientras que Martin aspira ahora a participar en la creación por Amazon Studios de un pluriverso espacio-temporal “en la estela de la ‘Star Wars’ de Disney”. “La Casa del Dragón” desempeña en ese escenario un papel ante todo fundacional. En cuanto a “Los anillos de poder”, se ha prescindido de cualquier implicado en la trilogía cinematográfica. Se trata de una serie surgida de cero y con un respeto discutible por el universo literario de Tolkien. Hasta el punto de que sus showrunners, J.D. Payne y Patrick McKay, han sido acusados por más de uno y dos críticos de “traicionar con arrogancia ‘El señor de los anillos’”.

Antes de comentar esa cuestión, nos gustaría señalar que “Los anillos de poder” y “La Casa del Dragón” no comparten únicamente su naturaleza de “alta fantasía” y de productos de laboratorio empeñados en prorrogar obras con aura bajo los paradigmas derivados de la persistente inestabilidad socioeconómica que vivimos desde 2008, las intellectual properties y las guerras culturales. Ambas se caracterizan además por ejercer como precuelas y no como secuelas. Una estrategia reiterada desde hace un tiempo que permite a la ficción disociarse más fácilmente de relatos y equipos creativos anteriores, al tiempo que se prolonga el valor de marca del original al implantar en la mente del espectador la idea de que el sentido pleno de la nueva propuesta se cifra en un rumbo narrativo congruente hacia la ya existente.

La princesa Rhaenyra Targaryen (Milly Alcock) en “La Casa del Dragón”.
La princesa Rhaenyra Targaryen (Milly Alcock) en “La Casa del Dragón”.

Por lo demás, “La Casa del Dragón” y “Los anillos de poder” son series muy diferentes. La primera trata de replicar sin disimulo ninguno el modelo de “Juego de tronos”: un culebrón familiar con dragones de por medio, estructurado en base a conversaciones dos a dos entre nobles intrigantes y tensas escenas de grupo en las que los aspirantes al poder miden sus fuerzas ante sus cortesanos. La acción de “La Casa del Dragón” acontece doscientos años antes que la vista en “Juego de tronos” y tiene como protagonistas a los miembros de la Casa Targaryen, sumidos episodio a episodio en la decadencia a consecuencia de una guerra civil entre ellos que esta primera temporada solo esboza. “Juego de tronos” giraba precisamente en torno a la posibilidad de que la última superviviente de los Targaryen, Daenerys (Emilia Clarke), reclamase de nuevo el trono para su clan.

“La Casa del Dragón” opone al colorido y la variedad de localizaciones de que hizo gala su predecesora un escenario casi único, los opresivos dominios del rey Viserys I Targaryen (Paddy Considine), fotografiados con esa luminosidad lechosa, entre el gris y el índigo, que prima en el audiovisual de hoy y que ha adquirido en Netflix rango de seña de identidad. Son las tonalidades adecuadas para retratar unos tiempos marcados, en pantalla y fuera de ella, por una sensación de catástrofe inminente pese a que la mayoría de los personajes, en especial los femeninos, están poco interesados en desencadenarla. El argumento de “Juego de tronos” eran las pasiones humanas entendidas como tales por la dramaturgia shakesperiana: voluntad de poder, deseo, frustración, venganza… El de “La Casa del Dragón”, propio de nuestros tiempos, es en cambio cómo nuestros esfuerzos por ser buenos tampoco impiden en última instancia que el fatum haga de las suyas. Los sentidos de la ficción previa arrojan sobre la recién estrenada una sombra inevitable y, en paralelo, las nuevas sensibilidades a la hora de crear han de rendir pleitesía a los valores que propiciaron un éxito buscado ahora desde coordenadas diferentes.

La continuidad a lo largo de los diez episodios que componen esta primera temporada de “La Casa del Dragón” ha recaído en el carisma de los intérpretes Paddy Considine y Matt Smith –que encarna al hermano pequeño del rey Viserys, Daemon–. La presencia continuada de Considine y Smith palia el salto temporal tan abrupto que se produce entre el quinto y el sexto episodio de la serie con el cambio consiguiente de otros actores en la piel de muchos personajes, así como la escasa calidad de la realización y los efectos visuales, que pone de manifiesto en el último capítulo el enfrentamiento entre los príncipes Aemond Targaryen (Ewan Mitchell) y Lucerys Velarion (Elliot Grihault) a lomos de sus dragones respectivos, Vhagar y Arrax.

El rey Viserys I Targaryen (Paddy Considine) en “La Casa del Dragón”.
El rey Viserys I Targaryen (Paddy Considine) en “La Casa del Dragón”.

Lo cierto es que la serie, dirigida mayormente por Miguel Sapochnik, Clare Kilner y Greg Yaitanes, adolece de una falta considerable de sentido del espectáculo y tan solo puede presumir de creatividad formal en escenas como aquella del cuarto episodio en la que Daemon y su sobrina Rhaenyra (Milly Alcock) están a punto de sucumbir a la pasión durante su visita furtiva a un burdel, o los primeros compases del episodio noveno, que reflejan la atmósfera lúgubre en que se halla sumido el palacio real tras la muerte de Viserys. Sobre otras ocurrencias, como los insertos en el último episodio de un dragón rugiente durante el parto de Rhaenyra, lo mejor es correr un tupido velo.

Lo demás, como hemos adelantado, es una sucesión funcional de diálogos en interiores entre dos o más personajes. Algo que, nos guste o no, apasiona a la mayor parte de los fans de la saga. Aunque sin el poder de seducción –por ahora– de “Juego de tronos”, “La Casa del Dragón” sigue su estela al comprender que lo fundamental en la obra poco sutil de George R. R. Martin es su amor incondicional por el folletín, los dramas bigger than life, los acordes y desacuerdos entre seres humanos. Y, en ese aspecto, la serie ha tenido hallazgos tan notables como el continuo tira y afloja entre el pacífico Viserys y el turbio Daemon, la pasión morbosa que une al hermano menor del rey –ya veremos hasta cuándo– con Rhaenyra, y el vínculo entre esta y Alicent Hightower (Olivia Cooke), malogrado tras ser amigas íntimas en la infancia por un mundo cuyas dinámicas no comparten.

En “Los anillos de poder” también tienen importancia las relaciones entre los personajes: la empatía que siente la pelosa Elanor Brandyfoot (Markella Kavenagh) por El Extraño (Daniel Weyman) caído de los cielos, la atracción entre la guerrera elfa Galadriel (Morfydd Clark) y el misterioso Halbrand (Charlie Vickers) y, sobre todo, uno de los puntos álgidos de la serie: la emotiva amistad entre el medio elfo Elrond (Robert Aramayo) y el enano Durin (Owain Taylor), amenazada de continuo por los intereses crematísticos de los regentes de los pueblos a que pertenecen.

La guerrera elfa Galadriel (Morfydd Clark) en “Los anillos de poder”.
La guerrera elfa Galadriel (Morfydd Clark) en “Los anillos de poder”.

Sin embargo, “Los anillos de poder” opone al placer de narrar, omnipresente en “La Casa del Dragón”, la inmersión del público en un universo, el de Tolkien, cuya fidelidad no ha pretendido medirse en clave de exactitud factual sino espiritual. Resulta innegable que Patrick McKay y J.D. Payne se han tomado numerosas libertades con el “Legendarium” tolkiano. En parte porque su intención de adaptar la Segunda Edad del mismo suponía lidiar con vaguedades, omisiones y deducciones varias. Y en parte, también, porque han querido dar pábulo en las imágenes a tramas y personajes conocidos por la audiencia aunque no viniesen a cuento o hayan supuesto profundas alteraciones en la lógica temporal de la Tierra Media. Aunque estemos de acuerdo con lo discutible de estas decisiones, nos parece de justicia resaltar que se ha hecho un gran esfuerzo a niveles de música, lingüística y diseños de producción y vestuario para estar a la altura del sentir tolkiano y su traducción audiovisual por Peter Jackson que, recordemos, fue bastante cuestionada en su momento.

De hecho, aunque ello nos pueda acarrear el odio eterno de los fans de la trilogía fílmica, nos atreveremos a decir que los ocho episodios de la serie que nos ocupa están mejor dirigidos o, para ser más exactos, dirigidos de modo más armónico que los filmes de Jackson. El gigantismo de su trilogía se cobró en ocasiones el precio de una realización desmañada o inconexa, mientras que esta primera temporada de “Los anillos de poder”, encomendada a Wayne Yip, J.A. Bayona y Charlotte Brändström, se desarrolla con fluidez de principio a fin, permite disfrutar de la inversión en guardarropía, decorados y efectos digitales, y acierta a invocar una estética con personalidad propia. La serie es la más cara jamás producida y se nota en pantalla, algo menos habitual en los últimos años de lo deseable. Basta compararla sin ir más lejos con “La Casa del Dragón”.

Ahora bien, ese detallismo en la producción, materializado en escenas tan vistosas como el naufragio en los Mares Divididos del primer capítulo, la recreación del reino de Númenor en el tercero y la cataclísmica transformación de las Tierras del Sur en Mordor en el séptimo, no se corresponde con un relato capaz de enganchar. La serie ambiciona contar, miles de años antes de lo acaecido en “El señor de los anillos”, la forja de los Anillos del Poder y el resurgimiento del gran villano Sauron hasta que cae derrotado a manos de elfos y seres humanos. ¿Cómo? A través de la inevitable alternancia entre las aventuras de personajes varios que acaban por confluir en un único y grandioso escenario; cosa en la que, por cierto, falla de manera incomprensible “Los anillos de poder”, cuyo clímax se ubica en un simple villorrio.

El medio elfo Elrond (Robert Aramayo) Elrond y Galadriel en “Los anillos de poder”.
El medio elfo Elrond (Robert Aramayo) Elrond y Galadriel en “Los anillos de poder”.

Hay en cualquier caso algo de monocorde en la descripción de dichos personajes y, por otro lado, nunca queda demasiado claro cuál es el destino último de todos ellos ni tampoco se alimenta nuestro interés por averiguarlo. “Los anillos de poder” es una serie agradable de ver, pero, a medida que se sucedían los episodios, nos invadía la sensación de que la magnificencia escenográfica y la corrección en el desarrollo de la historia eran un castillo de naipes, un simulacro en el que resonaban curiosamente las pautas del universo cinematográfico de Marvel; un continente desprovisto de objetivo último y de la personalidad que le sobra a las ficciones en las que está implicado George R. R. Martin.

Es en esta faceta, y no en la que atañe a su fidelidad o no a la labor de Tolkien, donde se aprecia la inexperiencia de J.D. Payne y Patrick McKay, sin créditos hasta la fecha ni como guionistas ni como productores, lo que convierte su elección al frente de esta serie en una osadía por parte de los ejecutivos de Amazon Prime Video. Las segundas temporadas de “La Casa del Dragón” y “Los anillos de poder” ya están en marcha, y lo único que podemos concluir al respecto es que nos apetece más volver al folletín que al gran espectáculo, lo que no deja de ser una pena. ∎

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