Película

Ema

Pablo Larraín

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No tiene Pablo Larraín una película que baje del notable. Quizá porque, en el fondo, no tiene una película que acepte una sola discusión, un solo pliegue. “Ema” (2019; en España, 2020), además, puede que sea el filme que más incómodo resulta de ver de toda su obra. Nuestra posición como espectadores ante este melodrama clásico (en líneas generales, el argumento va sobre el tema, a menudo tabú, de la mala madre), enfriado formalmente y desdramatizado narrativamente, hemos de decidirla por nuestra propia cuenta. No hay trucos empáticos. No hay infección sentimental. La hiperestilización de la imagen por parte de Larraín no nos empuja precisamente hacia la simpatía con ninguno de los personajes (tampoco la banda sonora de Nicolás Jaar: atonalidades salpicadas entre canciones de trap o reguetón chileno). Más bien nos aleja de ellos. Y hace bien, porque, pegados a su piel, la tragedia de esta pareja que abandona a un niño que había adoptado y luego intenta recuperarlo sería una exageración insoportable.

En este sentido, el desafío cinematográfico del Larraín de “Ema” recuerda al de Carlos Vermut en “Magical Girl” (2014), al de Pedro Almodóvar en “Todo sobre mi madre” (1999) y “Hable con ella” (2002) o, por ir a la madre del cordero, al del cine de Douglas Sirk: ¿cómo hacer creíble en la pantalla un argumento totalmente inverosímil, disparatado incluso? La respuesta está, paradójicamente, en la pregunta. O en varias preguntas. El cineasta chileno se pasa el metraje poniéndonos contra la pared: ¿aceptamos que una artista joven, bohemia, urban y aficionada a quemarlo todo a su alrededor (metafórica y, a veces, literalmente) asuma el reto de la maternidad? ¿Pueden decirse una pareja sentimental las barbaridades que se dicen y salir sin mácula? ¿Puede decírselas otra persona? ¿Es el poliamor viable? ¿Es defendible usar el cuerpo como medio para alcanzar un fin? ¿Podemos asimilar y comprender todo esto? ∎

Melodrama clásico, enfriado formalmente y desdramatizado narrativamente.
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