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La remesa de brutos ataques de batería y teclado distorsionado que arrastran “Last Long Laugh”, con unas letras a medio camino entre el surrealismo y la ironía existencial, nos reintroducen en el mundo de Quasi, el dúo de Portland que, en su trigésimo año como banda, no siempre ha estado del todo presente, pero tampoco ha desaparecido nunca del todo. La sensación que evoca esta pista inaugural, tras una década de silencio discográfico, es de reencuentro cálido y cordial: los elementos característicos de la formación (la voz medio simpática, medio apática de Sam Coomes, su orgánica simbiosis con la de Janet Weiss, la elasticidad a las baquetas de ella, la devoción por el rock-si-chord y otros aparatos de él, la distorsión controlada, microdosis de ruidismo puntual, cierta reiteración en las estructuras, florituras armónicas, melodicismo a veces inesperado, etc.) se revelan prácticamente intactos. “Back In Your Tree” conserva el organillo gomoso, pero Weiss adopta una actitud cavernosa-garagera, una contundencia minimalista que destila la faceta más cruda del grupo. En este tema, como en la mayoría, las letras son representativas del estilo de Coomes; fragmentos de confusa abstracción rematados con un comentario sociopolítico sardónico bastante directo sobre aspectos de la realidad actual (en este caso, la carrera espacial entre billonarios). La fórmula reporta resultados entretenidos, aunque en ocasiones (la demasiado alargada “Doomscrollers”) el mensaje elucubrado se acerca más a lo evidente o tópico que a lo ingenioso.
Sónicamente, el álbum oscila entre un aceitoso rock frontal de energía cargada, a veces abiertamente festivo, y un pop psicodélico de ritmo más temperado, en ocasiones con fuertes influencias de barroquismo sesentero, ecos al imaginario Canterbury y lecciones del repertorio beatlesiano. Un ejemplo claro de esta segunda modalidad es la severa “Gravity”, pieza de avance lento radicada en una base de organillo dramático-orquestal y un onírico canto a dos voces. Contrasta radicalmente con algo como “Riots & Jokes”, un auténtico guateque de letras alentadoras, tecladillo feliz y ritmo trepidante, donde tanto Coomes como Weiss dan rienda suelta a sus instintos interpretativos. Lo mismo sucede en “Nowheresville”, temazo que los sitúa entre Detroit y Memphis en plenos setenta, adaptando a su estilo sensibilidades soul-jazz/funk. Simplicidad muy disfrutable que gana cierta urgencia en la segunda mitad, cuando aceleran el ritmo en lo que promete ser un momento de sudor máximo en sus conciertos. La diversión palpable en el modo de tocar de ambos resulta incluso emotiva si tenemos en cuenta que este es el regreso al estudio de la baterista tras un terrible accidente de tráfico en 2019 que la dejó fuera de combate durante una larga temporada. La terca resiliencia de sus huesos, sin embargo, queda constatada con creces a lo largo de las pistas.
Más allá de su imaginación rítmica, un aspecto no siempre celebrado de la labor de Weiss en el contexto de Quasi es su contribución vocal a las canciones. En algunos casos es un componente esencial, como en la hipnótica “Inbetweenness”, una exploración nocturna donde flota junto a Coomes sobre un tejido sintetizado ornamentado con bamboleos de slide guitar; en otros, puntualiza el discurso de él con una serie de articulaciones gemidas, que se suman a la mezcla como capa instrumental adicional. Las muy similares “Queen Of Ears” y “Shitty Is Pretty”, donde el teclista dibuja melodías bonachonas, son muestras de esta otra funcionalidad; en la segunda canción, casi parecería que Weiss, rindiéndose a su yo más popero, ha sido sustituida por las chicas de That Dog. También destacable es la actuación de Coomes al micrófono, en concreto su forma de gestionar la sonoridad de ciertas palabras y su relativamente variado set de actitudes: rockero con dejes de frío gamberrismo, soltando cosas como “fuck the human race, man” (un tanto reminiscente de Jon Spencer, con quien ha trabajado); narrador omnisciente de tono a veces pueril, a veces místico; o, en la extrañamente agonizante canción que da título al álbum, hombre al borde de la desesperación poseído por una (¿sarcástica?) emoción desgarrada.
El disco se cierra con dos canciones situadas a ambos lados de la línea divisoria antes ilustrada. “Rotten Wrock” empieza con un ritmo torpe y juguetón basado en subidas y bajadas de teclado hasta que, en el último minuto, parece romperse o quedarse encallada cual vinilo rayado: un vaivén de dos notas chirriantes que recibe la incorporación de molestos efectos de sonido (basura y cristales siendo barridos) en el que podría considerarse el momento más abiertamente ruidoso del repertorio. “The Losers Win”, por su parte, arranca con unos sintetizadores que solo pueden ser descritos como terroríficos en el sentido más casposo del término, pero que pronto adoptan un tono celestial –prácticamente eclesiástico– para sustentar a Coomes en su versión más incorpórea.
La decisión de colocar una pieza de naturaleza tan delicada a modo de conclusión tras bastantes momentos de tumulto sónico nos sirve de recordatorio final: a lo largo del álbum, el grupo ha recurrido a diversas herramientas de su instrumental compositivo y tonal para trazar un recorrido cromáticamente elástico, y así dar cabida a distintas sensaciones. Visto en conjunto, las interpretaciones de Coomes y Weiss son de una calidad innegable y es difícil hallar instantes de pasividad; la compenetración es evidente, en absoluto mermada por el paso del tiempo. Pero no todo acaba de encajar: la similitud entre algunos temas y el carácter reiterativo-cansino de varios fragmentos faltos de ganchos o ideas desemboca en pasajes demasiado grises, aunque sin nunca llegar a la pura monotonía. No obstante, a pesar de la ocasional irregularidad creativa, el dúo norteamericano demuestra la sintonía y el entusiasmo que merece su regreso tras años de parón. ∎