Rodrigo Amarante, 45 años y una vistosa barba como de Rufus Wainwright carioca, creció entre dos tierras, alternando las siempre sugerentes raíces brasileñas con la imperiosa necesidad, juventud obliga, de buscar estímulos en otras latitudes sonoras. Así, mientras pasaba el rato en la escuela de samba de su familia y aprendía a rasgar la guitarra al son de Caetano Veloso y Jobim, el punk corría desbocado a su alrededor y echaba raíces en su corazoncito.
Desde entonces, el de Río de Janeiro se ha movido entre esos dos mundos, basculando siempre entre el pop con trazas de punk y ska de Los Hermanos y la samba en formato big band de la Orquestra Imperial; entre el folk alucinado y en technicolor de Devendra Banhart y el rock vaporoso y vagamente tropical de Little Joy, banda que formó junto a Fabrizio Moretti (The Strokes) y Binki Saphiro. Del punk, es cierto, apenas queda rastro, pero sin todo ese aprendizaje, sin esa zozobra estilística que empezó a enderezarse con el espléndido “Cavalo” (2013) y salió de órbita a ritmo de bolero cuando firmó “Tuyo” para la serie “Narcos”, no estaríamos ahora maravillándonos ante una delicia como este “Drama”.
Así que, por más que este sea únicamente su segundo álbum en solitario, empieza a sonar “Maré”, con esa guitarra con vistas a África y ese groove infeccioso, y uno juraría que Amarante lleva media trasteando con el tropicalismo y lanzando al aire la bossa nova por el simple placer de verla girar y contonearse en el aire. Y aunque algo de eso haya, “Drama” es, ante todo, un disco de perro viejo; de artista envejecido que ha encontrado la manera de traspasar barreras y dimensiones para sonar asombrosamente atemporal. Sí, un disco de madurez que, para bien y también para mal, le echa encima al brasileño unos diez o quince años más.
Más importante que la edad, sin embargo, es el tono. Ese ambiente casi hipnótico entre lo reflexivo y lo juguetón. Entre la duermevela y la hora del patio. Ahí están los vientos como de Stax desfigurada de “Tao” y el murmullo cinematográfico de las cuerdas de “Tara” elevando el ánimo y abrazando el drama no como algo paralizante, sino como fuerza nutritiva y motora. La dichosa saudade, sí, pero sobre todo la maravillosa habilidad de un Amarante que ha construido este “Drama” como un retablo de viejas y nuevas masculinidades a partir de recuerdos de infancia y de lo que se supone que se esperaba de él como hombre. Una suerte de epifanía emocional que se traduce en sinfonías de bolsillo, envolventes arreglos para violín y trompa, y maravillas aparentemente diminutas como “Eu com vocé” o “Sky Beneath”.
También hay mucho, cómo no, de Caetano Veloso y de ese ambiente de falsa despreocupación; de eterno verano al sol que, sin embargo, no es más que una maniobra de despiste para acabar arrastrándonos a ese pozo de melancolía tropical que Amarante ha heredado de sus mayores. Ahí está, montando guardia mientras susurra los secretos de la suave y sentida “The End”, despedida y cierre de un disco que deja huella y abre unas cuantas cicatrices. ∎