Álbum

Santiago la Barca

Santiago la BarcaEl Volcán Música, 2021

Lo primero que piensa uno tras escuchar el primer álbum (en formato casete) de Santiago la Barca es que las canciones se les deben caer de los bolsillos, de tan naturales. Más aún sabiendo de la abultada y sustanciosa discografía (aunque inevitablemente desigual, a ver quién mantiene el control cualitativo en todo lo alto con tan torrencial producción) de su anterior proyecto, Autoescuela, sostenido a medias con David Fernández.

Si allí lo que primaba era ese bedroom pop mayormente sintético que aún hacía honor a su nombre, por cuanto enlazaba con las hordas de aquel nuevo lo-fi norteamericano (Alex G, Car Seat Headrest, Elvis Depressedly) de mediados de la década pasada que brindaba conexión directa con tótems de los noventa como Elliott Smith o Guided By Voices, y no con ese cajón de sastre actual que solo tiene en común cierta factura doméstica (como si eso conllevara un sello común), lo de Santiago la Barca, con los cuales mantiene la misma sección rítmica, discurre por otro cauce: un folk-rock desvencijado, traqueteante, crujiente, repleto de resonancias clásicas que, aunque producido por Rafael Martínez del Pozo (Eliminator Jr, Roldán, Lorena Álvarez, Triángulo de Amor Bizarro), brota como tramitado en muy baja fidelidad, confiriendo a las razonables enseñanzas de Bob Dylan y acólitos una textura entre surreal y casera, arrastrando consigo la misma descreída retranca de Autoescuela, que también tiene mucho de generacional. Tampoco es casualidad que Vainica Doble o El Niño Gusano decoren su devocionario particular.

Es la perspicaz ironía de unos textos inteligentes, prendados de un desencanto que supura mucha mordacidad y poco desgarro, la que preside un temario cuyas evocaciones van de Bob Dylan (“Cantar de gesta”, “Belarmino”) a Simon & Garfunkel (“Tú y yo y Tony Hawk”), pasando por The Band (“Cierran los colegios” o “Il fratello”, esta última es la única que mantiene firma compartida con David Fernández) o Neil Young (“Cadavedo”).

Sin ánimo rompedor ni deseo de arañar vanguardia alguna, sin el menor espíritu de ruptura, tan solo recurriendo a los clásicos porque estaba cantado que ellos también acabarían siendo modernos. O, cuando menos, tan aptos como el que más para siluetear el animus vivendi de una generación lastrada por el desarraigo y la precariedad crónica, a la que le queda el bendito desahogo de las canciones sin trampa ni cartón. ∎

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