Qué placer es reencontrarse con viejos conocidos. Y saber que siguen igual, que su conversación sigue fluida, que tienen historias que contar, que perdura su punto mágico y fantasioso en su universo, y que nos sigue agradando escuchar su melodía vital. Perdonen el entusiasmo, y la confianza, pero es que el nuevo disco de Sigur Rós me ha hecho reencontrarme con aquel trío islandés que descubrí con “Ágætis byrjun” (1999), que me sorprendió en “()” (2002) y con el que aluciné en directo junto a The Amina Strings en el Cirque Royal de Bruselas en 2002. Así que “ÁTTA”, que significa número ocho, su octavo álbum, me ha supuesto una muy grata alegría. Y me ha devuelto a ellos, a su esencia.
No sabía de ellos desde el Primavera Sound de 2016, donde ofrecieron un concierto íntimo ante una masiva audiencia. Les había perdido la pista. Ellos han seguido haciendo a su ritmo, a su gusto: creando soundtracks (“Odin’s Raven Magic” de 2020 o colaborando en la banda sonora de la serie “Black Mirror” en 2017), calibrando experimentos como el sugerente “Liminal Sleep” (2019), o las compilaciones “Variations Of Darkness” (2019), “22º Lunar Halo” (2019) o “Route One” (2018), que resultó en una gira dando a conocer su música por Islandia con un concierto de 24 horas, o colaborando en proyectos como “The Art Of Meditation” (2022).
El caso es que su álbum anterior fue “Kveikur” (2013), un disco rugoso que contenía mayor peso de baterías y percusiones, un cierto punto opresivo aderezado con su particular manejo de atmósferas, de melodías y de una elasticidad post-rock impecable. Ahora, en “ÁTTA”, Sigur Rós han optado por una fórmula más íntima, liberadora. El sustrato ya se anuncia en su portada, un arco iris que arde en su base: como queriendo hablar de un mundo en descomposición, en guerra, que no da tregua a la calma. Todo ello aparece desde el umbral que alumbra “Glóð”, que sirve de anunciación, y contiene un punto casi fantástico en esos cantos de personajes misteriosos, de fábula, procedentes de un mundo desconocido o invisible. “Blóðberg”, que significa tomillo, nos induce levemente a la vida con la fragilidad de esas cuerdas que proceden de un lugar alejado, como de un estado de duermevela. Parece ser que para Jónsi representa la oscuridad, la desesperación y el renacer.
“Skel” presagia, desde la letanía, luz y ascensión, y Sigur Rós alcanzan lo sublime con toda la sustancia orquestal. Lo excéntrico del falsete de Jónsi naturaliza la transformación que recorre la canción. Todo transcurre entre medios tiempos, sin demasiado ruido, ni florituras, para dar paso a cierta épica en “Klettur”, con aires de confluencia, de reencuentro, de reconciliación. “Mór” reincide en ese momento de mirarse a uno mismo y ver como avanzamos, y genera otro punto musical álgido.
“Andrá” es quizá la canción que más revela y cautiva, otro hito más de su carrera. “Gold” estremece cual sincero diálogo interno, y el sonido parece elevarse. “Ylur” rebaja el pulso, y sirve para recapitular. “Fall” y “8” son como una despedida con sus postales luminosas de lo vivido pero con sus aires de nostalgia. La solemnidad final de “8” parece un “a volar que eres libre” con suave letanía final oculta. Sigur Rós en estado puro.
Diez canciones para conmemorar más de 25 años consolidando una apuesta original entre lo clásico, lo íntimo, lo minimalista y las texturas post-rock. Las historias de Sigur Rós tienen el poder de invitarnos a un viaje particular: nos han trasladado a un mundo perfilado entre fantasía y fragilidad, y nos han hecho más llevadera la existencia. ∎