¿Cómo sería el mundo si un día todos dejáramos de comprar? ¿Colapsaría la civilización? ¿Renacería el planeta? ¿Qué ocurriría con nuestras vidas? Estos son los interrogantes de los que parte el periodista especializado en ecología y consumo J.B. MacKinnon, colaborador habitual en ‘The New Yorker’, entre otros medios, y profesor adjunto en la Universidad de Columbia Británica.
Para responderlos desde la no ficción, visita lugares –en Rusia, Finlandia, Estados Unidos, África o Japón– donde la economía ha experimentado bruscas caídas del crecimiento y crisis comparables al descalabro que podría suponer que todos los humanos dejásemos de comprar al mismo tiempo. Para ello, conversa con expertos, artesanos, proyectos participativos, responsables de marcas, fabricantes, investigadores o “deconsumidores” (personas que han optado por consumir menos). Repasa el trabajo de un gran número de autores memorables, antropólogos, biólogos, economistas, especialistas en consumo y de otros ámbitos. O convive con comunidades no abducidas por la sociedad de consumo, desde los bosquimanos en el desierto de Kalahari (Namibia) a una familia de clase media en Quito (Ecuador) equiparable a la norteamericana de los años 50 –antes de que el consumismo se disparase–, cuyo sencillo estilo de vida representa el estándar actual global de consumo para respetar los límites biofísicos del planeta.
El resultado es una crónica perspicaz y poliédrica que engancha y desentraña las capas culturales, sociales, económicas y ambientales del consumo, invitándonos a reflexionar sobre quiénes somos y por qué consumimos.
Si hubo una década por excelencia en la que despegó el consumismo, la pasión por las marcas y los logos, fue la de los años 80. No es de extrañar que el interés de MacKinnon por el consumo se gestase entonces, como una especie de rebeldía juvenil: “Recuerdo estar leyendo ‘Walden’, el libro de Henry David Thoreau sobre la vida sencilla, tras haber hecho una limpieza total de mi habitación”, comenta desde Vancouver, en castellano, idioma que practica siempre que puede.
La inspiración de “El día que el mundo deje de comprar” (2021; Debate, 2022) surgió, ya como periodista, al percatarse de que “las crisis medioambientales parecen estar cada vez más poderosamente impulsadas por el consumismo. Pero, al mismo tiempo, da la sensación de que se ha dejado de hablar del ‘sobreconsumo’ como un problema. Por eso quise llenar el vacío creado por esa contradicción. Mi libro es un experimento mental que intenta imaginar lo que pasaría si, de repente, todo el mundo dejara de consumir tantas cosas. No quería que fuera un relato de ciencia-ficción, sino que estuviera basado en la realidad, con ejemplos del pasado y del presente donde el consumo disminuye, como durante las recesiones económicas o debido a movimientos populares contra el consumismo”, explica.
Hoy se destinan 600.000 millones de dólares anuales a marketing, más que el presupuesto de la ONU y de muchos países para sanidad, educación o justicia. Naciones Unidas advierte que el aumento del consumo y la producción contribuye más a la degradación del medio ambiente que el aumento de la población. Según el grupo de expertos Global Footprint Network, que mide la extensión de la huella ecológica, cada año la humanidad demanda recursos equivalentes a casi dos planetas Tierra –1,7 para ser exactos–, algo que está muy por encima de la capacidad del planeta para renovarse.
También estima que 1970 fue el último año en que los seres humanos vivimos sin sobrepasar los recursos terrestres. Desde entonces, por ejemplo, la población de Estados Unidos ha crecido un 60%, mientras su gasto en consumo lo hizo un 400%. Comparado con 1965, un 500%. El gasto por hogar en países ricos se disparó desde la Segunda Guerra Mundial, especialmente tras 1965. El aumento de las compras coincidió con lo que se llama “Gran Aceleración”, un salto llamativo en la población mundial, la acumulación de riqueza, la urbanización, la explotación de recursos y la contaminación: “Solo entonces llegamos al entendimiento colectivo de que se estaba propagando una sociedad de consumo”, señala en su libro.
La COVID irrumpió cuando MacKinnon casi había terminado de escribir el primer borrador: “Al principio me frustró, tuve que cancelar un viaje de investigación a China. Luego me di cuenta de que el coronavirus estaba convirtiendo en realidad mi experimento mental. En las primeras semanas y meses de la crisis, el mundo de verdad dejó de consumir. Entonces puse mayor atención en cómo las ideas del libro se reflejaban en la pandemia”.
MacKinnon investiga qué hace la gente cuando deja de comprar, como cuando los domingos o el Sabbat no eran días comerciales. Incluso se desplaza a lugares donde esa excepcionalidad sigue vigente, como el distrito de Paramus en el Condado de Bergen, cruzando el río Hudson, a media hora de Times Square: “Un bazar hipermoderno de rebajas, chucherías, tendencia, modas, distracciones y tecnología” que un día a la semana se detiene para mejorar su calidad de vida.
“La diversidad económica es como la diversidad biológica o cultural: un almacén de maneras de ser”, alega en su libro: “Pero una única forma de hacer negocios ha dominado nuestras manera de comprender la economía hasta fechas recientes: la búsqueda de crecimiento impulsado por las ganancias por parte de las grandes corporaciones”. Este año se cumple el 50º aniversario del estudio pionero “Los límites de crecimiento”, encabezado por la científica Donella Meadows, que advertía de la situación de degradación a la que nos dirigimos. MacKinnon se refiere a él, pues una parte central de su relato indaga los vínculos entre la economía en constante crecimiento y nuestro consumo, lo cual lo lleva a plantearse si es posible un modelo económico no basado en el crecimiento, sin resultar un cataclismo, así como posibles estrategias de poscrecimiento y racionalización del consumo. “En los próximos años será inevitable hablar mucho más sobre una sociedad de ‘desconsumo’ y decrecimiento. Ahora el consumismo es ‘el elefante en la sala’, creemos que la gran barrera hacia la sostenibilidad es la falta de compromiso político para cambiar de los hidrocarburos a la energía renovable. Pero ignoramos la dificultad de reducir las emisiones, al mismo tiempo que consumimos más y más cada año. En una economía que funcione con electricidad y no con petróleo empeorarán muchos problemas ecológicos”, advierte.
El autor dedica un capítulo de su libro a la moda rápida o fast fashion: “Si la proliferación de ropa que se publicita como ‘verde’, ‘sostenible’ y ‘orgánica’ te ha convencido de que estos problemas están mejorando, puedes estar seguro de que no es el caso. Sobre la base de las tendencias prepandémicas, la industria triplicará su tamaño en 2050”, escribe. Resulta revelador su viaje a Bangladesh para visitar a un proveedor de grandes marcas de moda donde comprueba que solo diez céntimos más por prenda supondrían un cambio notable en las condiciones laborales y en la calidad de las prendas. Asimismo, se aproxima a estrategias de “demarketing” o “desmercadotecnia” existentes desde los años 70. Hoy, una parte “muy minúscula de la publicidad”, apunta. Vicent Stanley, de la marca deportiva Patagonia –conocida por esas estrategias y sus esfuerzos por mejorar su sostenibilidad–, le confiesa que pese a todo cada vez venden más.
Por su parte, Paul Dillinger –vicepresidente de innovación global de Levi’s y sobrino-nieto del famoso ladrón de bancos John Dillinger– argumenta que modificando la ropa que ya existe se podría vestir a todo el mundo sin comprar más. Incluso si la población asciende a 10.000 millones o más: “Tenemos toda la materia prima que necesitamos, tu armario está lleno de ella”, reconoce. En el epílogo, relata cómo las experiencias que recoge en sus páginas le han servido para hacer menos compras que lo acompañen mucho más tiempo. “Si se quiere reducir el impacto del consumo, la manera más efectiva es consumir menos. Para mí es fascinante cómo hemos terminado, en las naciones más ricas, bailando alrededor de este hecho”, comenta.
La historia cuenta con notables ejemplos de esta forma de vida y MacKinnon los recoge. Richard Gregg, filósofo y sociólogo, acuñó en 1936 el término “simplicidad voluntaria”, una existencia sencilla plena, cercana a las ideas de Buda, Lao-Tsé, Thoreau, Gandhi, Confucio, Benjamin Franklin, Betty Friedman, Aldous Huxley, Martin Luther King, Keynes, Margaret Atwood e incluso Adam Smith, para el que el propósito del avance económico era liberarnos de nuestras preocupaciones diarias y alcanzar la “tranquilidad perfecta”. Una vida libre de la agitación de la mente y del espíritu que causa la avaricia, la ambición o la vanidad. “Ha habido movimientos a través de la historia que instan a la gente a vivir más sencillamente, rechazar el materialismo y el consumismo”, explica, antes de detallar. “En los años 90, el movimiento de la ‘simplicidad voluntaria’ y antes el movimiento medioambiental de los 60 y 70 promovieron la idea de reducir, reusar, reciclar. Se concentraron demasiado en cambiar la conducta individual y no el sistema que pone el consumismo en el centro de la vida cotidiana. Cuando hablé con personas que practican la ‘simplicidad voluntaria’ hace décadas, aprendí que no es cómodo ser un ‘desconsumidor’ en una sociedad que celebra cada ocasión consumiendo y juzga el estatus de una persona por sus ingresos y bienes. No creo que podamos llegar a una ‘sociedad de bajo consumo’ pensando que solo los individuos deben cambiar. Tenemos que cambiar el sistema para que sea más fácil para todos consumir menos”.