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Tiene aires de maestro de la montaña. Si el universo viviese en la dictadura del rock’n’roll, este tipo gozaría del almirantazgo en la jerarquía. Tienta decirle “papá”. No en plan paternofilial, sino en señal de cariñoso respeto. Como hacían con Hemingway. Porque aunque está lejos de ser el gordo rojo de la navidad, las canas le visten orgullosas esa barba de lana acerosa que le cuelga. Sabe de cine como si al nacer se hubiera caído en una marmita de películas de 35mm, luego les hubiesen prendido fuego y de entre las llamas un diablillo travieso hubiese emergido.
Él es el azuzador del pánico satánico. El gurú del Cabaret Voltaire del cine patrio. O, en fin, si nos ponemos menos peliculeros –cosa no recomendable dada la naturaleza del sujeto–, Enrique el Curioso. Enrique Lavigne (Madrid, 1967), vaya; Míster de Apache Films, productor de pelis que van desde “Vacas” (Julio Medem, 1992) y “El milagro de P. Tinto” (Javier Fesser, 1998) hasta “Lo imposible” (J.A. Bayona, 2012) o la reciente “Asedio” (Miguel Ángel Vivas, 2023). Además, es un melómano consagrado que parece haber chupado más casete que biberón. Pero antes de darle la palabra al protagonista, merece la pena desvelar cómo contacté con él para esta pieza.
Viernes. Cinco de la mañana. Tumbados un par de vidrios rioja –formato Nabucodonosor– y restando algunas motas de caspa por la mesa, se me va el alma por comunicar tras media docena de horas dándole al teclado. Zumbo a Twitter, plataforma en la que no soy ningún tahúr y que me sirve más para hacerme la de la vieja del visillo con las pajas mentales ajenas que para descargar las propias. Veo una foto de Marta Medina en la revista ‘¡Hola!’. Marta está divina y es una periodista bien dotada. Se me va la admiración por los dedos y acabo –¡puñetero tintorro!– largando un piropo aunque no nos conocemos. Patetismo digital… No lo hago con segundas, es una apreciación honesta y célibe. Cargada con mi particular profesionalidad bacana…
¡Notificación! Imagino que será algún pieza trasnochador que me está copiando la reverencia o invitándome a guiñarle el ojo a mi puta mad… Pues no, es Enrique López Lavigne, quien no sé si es marido, pero seguro concubino, de la joven Marta. Le gusta mi comentario. Enchufo un cigarrito que me comen los nervios. Limpio la caspa de la mesa. No tengo ni pajolera idea de por qué, pero me digo que es buen momento para empezar una conversación con un tío por el que profeso cierta admiración desde hace años. Al igual que con Marta, no nos conocemos. Le pregunto si está, como yo, de insomnio laboral. Me dice que nanai de la china. Él regresa de una velada de farra festivalera. “¿Qué leches pinto yo en casa un viernes por la noche?”, pienso. Como suele oírse, más vale llegar a tiempo que rondar un año. Le sigo la respuesta a Enrique y termino compartiéndole canciones. “Because The Night”, de Patti Smith, me parece generacionalmente adecuada. Él –seguimos hablando de la madrugada– me pasa su selección. Me parece tan pistonuda que no me resisto a lanzarle una invitación para sintonizar con Rockdelux. Y en esas que el Django del cine patrio me recoge el guante. El duelo, ¿cómo no?, casi al amanecer…
Si una pava te descorcha sus recuerdos musicales con las canciones de “Mary Poppins” –Robert Stevenson, 1964–, buf, tira que te va. Que lo haga un rudo rock’n’rolla de mirada soleada y jeta de haberse corrido juergas con los New York Dolls, se traga… no mal, pero sí un pelo raro. “Mis primeros recuerdos infantiles, siendo que me gustaba mucho cantar, son con Disney. Como tengo buena memoria, me sabía todas las canciones de la versión latina, cantadas por Edmundo Santos, y luego las de ‘Peter Pan’”. Canta un trozo de la última, provocando mi descojone. “Como te digo, todas las de ‘Mary Poppins’. Luego, a eso de los 10 años, cae en mis manos un disco de ‘Lo mejor de Ennio Morricone’ (1969), y eso ya es el bum…”.
¿Cómo un chaval de 9 años se emociona con Morricone?, le pregunto, recordándome a mí en esas tiernas edades con la sola banda musical de los videojuegos Pokémon de la Game Boy. “Pues como hay chavales que les da por tocar instrumentos, a mí me dio por escuchar esa música. Me habría encantado que mis padres me obligaran a tocar y haber sido músico porque, la verdad, es que la música me gusta más que el cine. El cine es una segunda pasión, pero la música va mucho antes. Morricone realmente me señaló. Comencé a comprar cintas suyas en el año 1975 y hasta se lo pedía a Papá Noel por Navidad. Una puta cinta de Ennio Morricone con 9 años, fíjate. Era un vanguardista. Se atrevía con lo experimental, con las cacofonías... La primera vez que me flipó una guitarra eléctrica fue con la banda sonora de ‘Hasta que llegó su hora’ –Sergio Leone, 1968–, no te digo más”.
Por si su descarada cultura fuera poca tarjeta para el bienqueda con los suegros, Enrique habla varios idiomas con fluidez. Entre ellos el francés, ventaja esnob que compartimos, que marcó su siguiente efluvio musical. “Mi madre es francesa y he heredado la necesidad de, cuando estoy demasiados meses en Madrid, pillar el coche y escapar a la frontera a Francia. No para ver pelis guarras, sino para leer o escuchar sobre el terreno lo que me ha flipado siempre del país. Desde Boris Vian, con esa escritura fina, capulla y poética tan francesa, hasta mi primer gran choque, que es Gainsbourg”. Para quien no esté ilustrado en estas lides, este comentario es la cosa más afrancesada que se puede decir. Se nota que Enrique tiene sangre de rana en las venas. “Sí, estuve una década enganchado como un yonqui a la escritura de Georges Brassens, Vian, Jacques Prévert, Léo Ferré, pero también los yeyés Jacques Dutronc, Michel Polnareff y Françoise Hardy. Y, sobre todos ellos, planeando, Barbara y Gainsbourg. Es curioso, porque tanto Morricone como Gainsbourg se han convertido en compañeros de viaje. Da igual los discos que tengas, da igual lo que investigues, siempre aprendes cosas y vuelven a ti para aceptar el mundo como fue y hasta como es”.
Pero la francofilia de Enrique no se limita a los cantautores. El virus de la distinguida excentricidad gabacha infecta a Enrique hasta la electrónica experimental con François de Roubaix. “François de Roubaix murió en Canarias haciendo submarinismo y era un aventurero en la vida y en la música. Hacía bandas sonoras con instrumentos de todo el mundo. El tío tiene esa cosa barroca y osada que tanto me gusta de la música francesa, al tiempo que esa finura… Daft Punk, Justice, mamaban a Roubaix en la televisión. Y yo remarcaría, siendo que murió muy joven, la banda sonora de ‘Último domicilio conocido’ –José Giovanni, 1970– y ‘El silencio de un hombre’ –Jean-Pierre Melville, 1967–”.
La cosa arranca, ahora sí, siguiendo el cenagal de los prejuicios. De lo que se “deduce” de un tipo como Enrique. Aprovecho para engullir mi chupito de J&B recién tirado, porque hace falta lubricante para abordar los siguientes músicos… ¡LOS MÚSICOS! “Si los anteriores me habían abierto la puerta a la música, y luego surgen los Beatles y los Stones, fantásticos claro, también me surge otro camino. Un sendero más de cabras que edifica lo que yo llamaría mi santa trinidad: Iggy Pop, David Bowie y Lou Reed. Cualquier cosa que estos hicieran, con esa androginia que marcaban, con ese descaro de la experimentación, construyendo esos paraísos artificiales donde eran eternamente jóvenes aunque solo sea porque eran eternamente curiosos, merecía la pena”.
Continúa Enrique: “Esta santa trinidad ha sido inquebrantable. Los tres supieron –Iggy sigue haciéndolo– reinventarse, adaptarse, mejorar… Y si me quedo con discos concretos, tengo que decir ‘The Rise And Fall Of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars’ (1972), un disco que me cambió; y ‘Loaded’ (1970), con Lou y The Velvet Underground. Pero si me tengo que decantar por algo sería por Iggy y The Stooges y ‘Fun House’ (1970). Es el grupo gamberro con el que más me identifico. Si los tres son geniales, Iggy es genial pero no ha hecho creer que lo es. Esa falta de autoconciencia es lo que ha hecho que sus discos sean más jóvenes y eternos que nada. Además de que generan amistad. Sabiendo que te mola Iggy, ya me puedo ir de marcha contigo. Porque estos tíos crean eso, hermandad”.
Tras las palabras de Enrique, saco el móvil de estranjis. Escribo a mi compa de piso: “Cariño, no me esperes despierto…”.
Si las anteriores declaraciones de Enrique me resultaban más que familiares, no es así con su abordaje al pop español. “El tigre del Guadarrama” (1981), de Vainica Doble, se me escapa. Quizá por mi cosmopaletismo anglo. No obstante, el dúo impactó a nuestro productor, y así lo aclara. “Vainica Doble son mucho más rockeras de lo que te puedas imaginar. Han sido un descubrimiento tardío, a los 35 o así investigué mucho más, porque sus discos eran muy chungos de encontrar. Luego leí el libro de ‘El Zurdo’ y en esa época me juntaba con Jorge y Carlos Berlanga, que eran dos locos de Vainica y me iniciaron. La música española, salvo la muy conocida, está muy maltratada, sobre todo por los patrios. Los españoles no apreciamos bien lo que tenemos. Y si me pongo a escoger algo flipante, escogería a estas dos brujillas. ‘El tigre del Guadarrama’ es un disco muy melancólico y crepuscular, adictivo. Tanto, que cuando voy con el coche y paso el Guadarrama, vaya con quien vaya le digo que me ponga ese disco”.
Al redil, cabestro… Soplan, una vez más, aires de purpurina que me epatan. Me sonrojan y me ponen la salchicha juguetona. Lavigne sigue con los hitos del glam británico, según él olvidados pero que resisten en estas dos cabezas a las que separan veinticinco años: “T. Rex es un grupazo. El glam británico creo que resucitará. Ahí tienes a Lawrence con Denim o a Jarvis Cocker, que lo han hecho con muy buenos resultados. Es increíble que una isla tan mierder haya dado tantísima magia. No solo inventaron el pop y el rock, lo hicieron, lo exportaron y lo convirtieron en el todo”.
No me resisto, me puede el soltarlo con aprecio y mirada fraternal: “Enrique, mierda, es verdad que eres un melómano en toda regla”. El productor lanza una mirada que me hace cuestionar mi macho-macho sexualidad: “¿Yo? Absolutamente. No hay semana que no me compre un disco. Desde hace mil años, además. Antes de las plataformas, cuando iba a Los Ángeles y acababa en Sunset Boulevard, la maleta a explotar. Recuerdo, respecto a The Velvet Underground, que siempre había un hermano mayor con el ‘banana album’. Pero es que a finales de los setenta lo reeditaron y estaba por ahí a muy buen precio, lo que suponía que, una vez lo catabas, ya no había vuelta atrás. ‘I’m Waiting For The Man’ todavía me sigue pareciendo una de las mejores canciones de la historia”.
“Cuando con 24 años empiezo a currar para Canal+, me veo con que tengo Madrid Rock justo en frente. Todo el sueldo, que era poco, lo dedicaba a pillarme un bocata de jamón en calle Ballesta por veinticinco pesetas y a fundirme el resto en discos. Ahí descubrí un catálogo, ya habiendo pasado la época vinilo, que se llamaba ‘Nuggets. Original Artyfacts From The First Psychedelic Era. 1965-1968’ (1972). Era una recopilación de garage y psicodelia que incluía de todo. Peña de una sola canción. Grupos que tocaron a los 18 y a los 20 ya eran funcionarios… Es en ese momento, ya habiendo acabado Derecho, cuando me doy cuenta de que, oye, quizá eso sea lo mío en el cine. No dedicarme a lo consagrado, sino al descubrimiento. Ese disco marcó lo que yo sería y creo que es así. Television no existiría sin el virtuosismo de Sky Saxon y tantos otros ejemplos de grupos menos cotizados que asfaltaron el camino de los más grandes”.
Desde luego, Enrique ha hecho honor en su carrera a esas palabras, apostando por directores novatos que, con el paso del tiempo, han ascendido a la condición de reyes rítmicos de las cámaras. “Los buenos autores”, concluye, “son los que maduran, se interpelan y pasan por todos los senderos”. Y esa epifanía nace, vaya, vaya, por un disco… ¿Qué no hará la música?
Si hay un puntazo en conocer los gustos musicales privados de un entrevistado, sin duda alguna es que te hace consciente de la diversidad, de la pluralidad y, sobre todo, de tu ignorancia. Así me siento cuando Enrique me habla de Burt Bacharach. “Bacharach es lo contrario a lo que yo soy. Hay veces que necesitas esa energía. Es uno de los inventores de la música llamada ‘de ascensor’, que en los noventa trajeron de nuevo películas como ‘Four Rooms’ –Quentin Tarantino, Alexandre Rockwell, Robert Rodriguez y Allison Anders, 1995–. Y yo recuerdo acabar de casarme por primera vez y estar en un Mini descapotable rumbo a Almería y escuchar ‘Do You Know The Way To San Jose’, de Dionne Warwick, que era la música que escuchaba mi padre. Pero con 30 palos, aunque la hubiese odiado toda mi vida, de pronto me di cuenta de que es la música de la felicidad, del buen rollo, de la luminosidad. Toda la vida en el malditismo oscuro y, de pronto, cuando todo comenzó a irme bien, me abrí fácilmente a esa música que tanto me había desagradado”.
Faltaba, ya lo pensaba yo, algo de jazz negro en el repertorio Lavigne. La música más potente –casi seguro– que se eche uno al tímpano es imprescindible en una buena playlist. Enrique, haciendo honor al buen gusto que despacha, la clava con “Sketches Of Spain” (1960), de Miles Davis. “Es un tipo reinterpretando la música castiza de tu país que, sobre todo de joven, te da horror. Y llega este capullo desde fuera y lo aúna con una elegancia inaudita. Esa fusión del jazz con las músicas flamencas y las nuevas músicas folclóricas españolas me fascina. Un amigo mío, Tano, me decía que Jimi Hendrix, al que conoció a finales de los sesenta, le pidió un disco de Sabicas. El dios de la guitarra admiraba a un guitarrista español, y eso te da fe de la calidad que hay detrás del flamenco. De ahí que me emocione tanto Miles como Camarón”.
Me encontré con Enrique en el concierto de Bob Dylan en Madrid. Compartimos gin-tonic, comentamos la jugada y, si bien vi al tito Bob cascado y rancio, a Lavigne le siguió entusiasmando. Así lo aclaró: “Me flipa que un tío con esa voz de Pato Donald cantando haya podido componer semejantes canciones. Sus últimos discos me parecen tan impresionantes como el primero. Este tipo ha recorrido cincuenta años a la cabeza”. ¿Qué crees que impacta tanto de él?, intervengo. “La poesía. Y también esa forma de cantar que parece que no le importa mucho. Hasta el punto del Dylan eléctrico. ¡Que la lío! Vaya si lo hizo. La liada aún dura… Pero las cosas que mejor salen suelen ser las que están de espaldas a lo que el público demanda. Explorar esos caminos es difícil y se puede hacer desde la miseria, de hecho las nuevas generaciones van a tener que hacerlo desde ahí, pero parece que hemos olvidado eso”.
Rozar los treinta en los noventa debió ser, más aún con perras de por medio y la posibilidad de apalancarse en el núcleo estadounidense de la movida, un regalo musical. El nacimiento y muerte del grunge fue una estela emotiva y cruda, depresiva y vital al mismo tiempo, que Enrique tuvo la chanza de poder engullir: “Cuando empiezas con algo que está en sus inicios es muy excitante. Yo tenía 29 años y estaba en Los Ángeles, ya con dinero, y me recorrí conciertos a montones. Sobre todo recuerdo a Nirvana y ‘Nevermind’ (1991). Sentía que esa música, los siete años más o menos que duró, me pertenecía. Era el momento de escucharla. Eran mis tiempos de pastillas, de noches enteras sin dormir, de mucho trabajo a la vez que mucha diversión muy intensa. Es también el momento de ‘Screamadelica’ (1991), de Primal Scream. De Sonic Youth. También de Radiohead y ‘Creep’. En definitiva, unos años de autodescubrimiento. De exploración. La exploración es un camino determinante hacia la nueva conciencia. Y esa nueva conciencia te la cuenta la música”. ∎