No hay, en la televisión reciente, un terremoto como el de “La Isla de las Tentaciones”. Su movimiento sísmico ha reunido frente a la pantalla a un público transversal y todavía confinado, enganchado a una narrativa propulsada por la libido e hilvanada por una selección de canciones que no da puntada sin hilo y actúa de resorte emocional. Como afirma uno de los realizadores del programa: “La música es un artificio narrativo”.
“La Isla de las Tentaciones” (Telecinco / Cuatro, 2020- ) no hubiese tenido el éxito que ha tenido –y mantenido– si no hubiese sido creado a las puertas del confinamiento. Estoy segura. Por lo menos, no habría tenido una media del 25% del share en una tercera temporada, cuando todos los programas que repiten formato van cayendo por su propio peso. Aunque provenga directamente del norteamericano “Temptation Island”, en España el eco de “La Isla de las Tentaciones” (“La Isla”, para los amigos) nos resuena más por sus similitudes con “Confianza ciega”, que en 2002 ponía a prueba a cuatro parejas con imágenes manipuladas de la otra persona. 18 años más tarde, hay pequeños cambios en el formato: se palpa la herencia de los más de diez años que lleva en antena “Mujeres y hombres y viceversa”. A “La Isla” los concursantes vienen a lo que vienen y nadie necesita editar vídeos para ruborizar a sus novios –ya se encargan ellos solos de caer en la tentación sin ningún tipo de serpiente animándolos–. Hace tan solo unos días, medio año después de acabar de grabar el programa y en medio de su emisión, uno de los concursantes fue detenido por abuso sexual. Empezó la carrera a contrarreloj. En menos de 24 horas reeditaron las dos horas de programa para eliminar toda la trama en la que esta persona estuviese presente y rehacer la historia con los restos. Quedaba a la vista que, en una nube de acciones, la construcción de los relatos está en manos de los montadores y realizadores del programa.
Vicente me comenta que el rol principal de la música es darle impulso narrativo al programa. “El proceso es el mismo que en cualquier otra narrativa audiovisual: se marca directamente el tono desde el montaje inicial y muchas veces son los propios montadores los que proponen música”. Cuando el realizador comenta que buscan, sobre todo, “una letra o un tono musical”, me viene a la cabeza Tom Brusse, seductor máximo de la segunda edición, entrando en escena al ritmo de “bad guy”. Una puyita, el sentimiento en explícito. Como todo lo audiovisual, en el mundo de los realities el lenguaje musical también se adapta al formato: “En las fiestas, por ejemplo, buscamos más marcar pautas con el número de beats y el ritmo, y en las citas no importa tanto la estrofa con la que entras, sino dónde entras. Es como si fueras un pequeño pinchadiscos”.
Dejando de lado la narratividad, está claro que la música del programa está dirigida a un target muy concreto que apesta a juventud y actualidad. Vicente cuenta que “muchos venimos de una generación bastante mayor, así que muchas veces nos apoyamos en nuestras hijas y en nuestras sobrinas”, lo que explicaría la inclusión de canciones de BTS mientras afirma que “si fuera por nosotros, meteríamos un tema de Public Enemy”. Los intereses comerciales que rigen el programa también están presentes en otras formas. Por ejemplo, el 26 de febrero, habían pasado escasos minutos de las 00:00 de la noche cuando empezaron a sonar canciones de “El Madrileño” de C. Tangana, que había aterrizado en las plataformas de streaming en ese mismo instante. “Nos pasan un par de canciones que quieren promocionar, pero en la elección del resto de temas tenemos total libertad”, me cuenta.
En esa libertad para elegir de qué forma articular la narración es lo que permite que ocurran situaciones curiosas. “No nos queremos limitar a la música actual y solemos abrir el abanico”, dice Vicente, haciendo énfasis en que recurren a temas de todas las épocas para acompañar momentos “emotivos, románticos o dolorosos”. No recaer siempre en canciones actuales hace diana con otras generaciones que hasta ahora han pasado un poco desapercibidas. A los hijos de los 2000s, target casual de un programa que va dirigido a público aún más joven, escuchar en “La Isla” canciones como “The Reason” de Hoobastank, “Iris” de Goo Goo Dolls o “Breathe Me” de Sia, nos lleva a una época en la que la música era desvergonzadamente cheesy, y lo que en su momento enmarcaba narrativas de “Anatomía de Grey”, ahora hace lo mismo con estos torsos bronceados.
Enfatizar momentos “emotivos, románticos o dolorosos” no es tarea fácil en una actualidad en la que el mainstream está inundado del nihilismo típico del trap o el xanax-pop de Billie Eilish; en el que los desamores se gestionan con haloperidol y no llorando durante cuatro meses seguidos. Lo cursi lleva años sin tener espacio en el Top 100 nacional. Ahora los vestigios de una música más emocional se han quedado en artistas con fandoms potentes como Taylor Swift , de quien en el programa utilizan canciones que ni siquiera han sido singles, como “Champagne Problems”, “para sacar más punta y porque tienen más punch emocional”. Después de las mechas noventeras, ¿será la música descarademente sensiblera la protagonista del nuevo revival, como ha pasado con Olivia Rodrigo y su “Drivers License”? ¿O nos han dejado las múltiples cuarentenas sin capacidad de sentir algo que no sea nostalgia?