legamos de los últimos pero nuestros amigos habían podido reservarnos un par de sillas. En la puerta, toma de temperatura y gel hidroalcohólico. Mascarillas. Distancia. La barra, obviamente, cerrada. Ni ser día laborable ni las 8 de la tarde habían evitado el sold out para ver a Anna Andreu y Marina Arrufat en La Deskomunal. Además de las ganas, la otra emoción compartida entre asistentes, artistas y trabajadores y trabajadoras de la nueva sala de conciertos cooperativa del barrio de Sants era la serenidad que da hacer las cosas bien.
Pocos días atrás, imágenes de un concierto de Raphael en el WiZink Center de Madrid habían levantado cierta polvareda. Llevábamos muchos meses sin ver juntas a casi 5000 personas. Aunque las medidas de la Comunidad de Madrid se cumplieran, nuestra preocupación actúa de oficio y no solo piensa en las consumiciones que sí podían ordenarse a través de un sistema informático pero naturalmente no disfrutarse con mascarilla. También, como recordaba el médico Javier Padilla, imaginábamos el potencial contagio que conlleva un grupo tan numeroso de personas durante las tradicionales previa y post del concierto con la hostelería madrileña abierta, en esos días, hasta las 12 de la noche.
Para terminar de ver el cuadro completo habría que recalcar la perogrullada de que los conciertos no se organizan en el vacío social. Ahora menos que nunca. Quien no tiene cerca casos conoce al menos los datos, y es lógico que ante la avalancha de horror agravada por órdenes gubernamentales ambiguas, incoherentes o directamente contradictorias, nos preguntemos por qué un evento puede reunir a tantas personas coincidiendo con las navidades más solitarias que recordamos. Cuesta no caer en el agravio comparativo como cuesta no pensar en que la diferencia entre visitar a nuestra familia e ir a un concierto es que solo en una de las dos cosas interviene el dinero.
A esa arena pública, a esa tensión insoportable que hoy toca algo tan delicado como nuestra literal supervivencia es arrojada la cultura como una bola de papel de aluminio incapaz de recuperarse de sus arrugas. Sale perdiendo, claro. Son años, quizá décadas, de un discurso predominante que sitúa la cultura –sin apellidos ni matices, al bulto– como algo que siempre va a estar ahí, un extra, algo que nos merecemos sin más. Tampoco juega en su favor el halo de “magia” que envuelve toda creación. Es una industria que hacen sus trabajadores y trabajadoras. Oficios muy concretos cuya mayoría de profesionales está, si hablamos de música en directo, más cerca de la falsa autonomía o la intermitencia de ingresos detrás y debajo de los escenarios que sobre ellos, que también.
Hacer tabula rasa no es casi nunca justo. A cada revuelo mediático y fugaz sobre conciertos como el de Raphael, o los de Taburete el pasado verano en Marbella o el de El Drogas en el Price, miran seguramente de reojo salas medianas y pequeñas y también músicos que no podrían permitirse un paso en falso. No hay una sola barca de la cultura o de los directos seguros. Y si hubiera esa barca compartida por grandes conglomerados y cooperativas, artistas que pueden capear el temporal sin necesidad de conciertos y técnicos precarizados, siempre va a hacer aguas por el mismo lado.
Mientras, seguiré deseando que vuelva la música en directo. La catarsis de alguna de esas noches consigue que pasen a un segundo plano reflexiones como estas. Tal es su poder, uno que emana de una suma preciosa de fuerza de trabajo y talento. Quiero gritar una de esas frases que solo suelen decirse en buena compañía: “Vámonos más para alante”. Cuesta aceptar que no será a corto plazo. El ser humano, se dice siempre con asombro, se acostumbra a casi todo. De lo que no suele hablarse tanto es del peaje que cuesta toda novedad a la baja. Esta maldita pandemia pospone sin fecha ERTEs, besos y también bailes, choques amigos, vasos en alto. Confesiones al oído cuando suena justamente una canción que desde ese momento pasa a ser especial. ∎