acho Vegas me cae bien. No lo conozco personalmente. Me refiero al personaje Nacho Vegas: me cae bien. Cuando era joven lo escuché compulsivamente. Ahora también, pero con una diferencia. Antes escuchaba la música que hacía. Ahora lo escucho cada vez que habla en entrevistas. Yo quería ser un torturado de joven y escuchar la música de Nacho Vegas era una gran manera de darle sentido a ese deseo. En mi grupo de amigos, muchos de ellos fans de Nacho Vegas, decíamos que pertenecía a un subgénero musical propio: los desgarrados. Nacho Vegas sonaba como un auténtico torturado, era un desgarrado auténtico. Eso es lo que me atraía de él, su autenticidad. Y lo idolatraba.
En un momento determinado, cuando me acercaba a los treinta años, dejé poco a poco de escucharlo. Supongo que los desgarrados me pasaron a interesar menos. Poco tiempo después, me empezaron a llegar ecos del acercamiento de Nacho Vegas a Podemos, de sus colaboraciones con la PAH, etc. Esa época coincidió con el 15-M y con una transformación en su carrera musical. Sus nuevos discos tomaban partido, había comprometido –en un buen sentido– su música. Pero yo ya estaba desconectado de Nacho Vegas. Y veía con entusiasmo limitado el 15-M, que en el fondo, ya me perdonarán mis patéticas ínfulas ácratas, me parecía un movimiento de pequeño-burgueses enfocado en última instancia a reivindicar la propiedad privada (“No tendrás casa en tu puta vida”) y una noción de democracia puramente procedimental (“No nos representan”) tan estimulante como la perspectiva de peinar a Michael Stipe. Pero esto ahora no importa. La cosa es que había perdido la estela de Vegas.
Hace unos pocos años volví a entablar una conversación imaginaria con Nacho Vegas a raíz de ver un par de entrevistas suyas. Y descubrí tres cosas. La primera, que los nuevos discos no me interesaban demasiado. La segunda cosa que descubrí es que cuando lo escuchaba hablar de política no me persuadía nada. No porque intentase ser reivindicativo desde la izquierda o porque aprovechase su propio altavoz (al contrario: esto me llamaba la atención para bien), sino por el simplismo de lo que decía: explicaciones maniqueas de cualquier fenómeno político, interpretaciones ad hoc de la historia de España, reverencia absurda –y condenada a la frustración– a la idea de coherencia política, etc. Pero nada de esto tenía importancia. Cada vez que podía escucharlo en una entrevista, lo hacía. Había algo en él, en ese nuevo Nacho Vegas, revelador de la condición humana. Terminé buscando todas las entrevistas que hizo en ese período y que sigue haciendo ahora. Y las comparé con las entrevistas de antes de su politización más explícita. Y esta es la tercera y más decisiva cosa que descubrí en mi reencuentro con Nacho Vegas. La autenticidad es una solemne porquería. Lo que importa es la sinceridad. Nacho Vegas había dejado de ser un artista auténtico para empezar a ser un artista sincero. Fue una revelación conmovedora y mágica: uno empieza a ser sincero cuando deja de ser auténtico. El Nacho Vegas de antes del 15-M era auténtico, o al menos yo tenía la impresión de que eso era lo que quería transmitir o lo que en él veíamos quienes le seguíamos con devoción cuando éramos jóvenes y queríamos ser desgarrados. Ahora, en cambio, ya no parecía importarle ser auténtico, cool, maldito.
En las entrevistas, al explicar la unión de música y política, lo hacía sabedor de lo que estaba haciendo, consciente de hacia dónde estaba dirigiéndose al mismo tiempo que sugería, muy sutilmente, que tal vez no había ningún lugar al cual dirigirse. Rezumaba sabiduría, nobleza, generosidad. Sus críticas a los prejuicios de la escena indie no me importan nada porque no me importa nada la escena indie. Y sus lecturas de la Transición o de la traición del PSOE a la clase obrera tampoco me interesan nada, porque están construidas solo sobre la sacralización de lo moralmente inmaculado y no sobre un análisis político. Pero todo eso era secundario, porque ahora, por primera vez en mi vida, creía a Nacho Vegas pero no idolatraba a Nacho Vegas. Uno debe esperar a que sus ídolos dejen de serlo para poder empezar a creer lo que dicen. Sinceridad, mucha, pero que dure. ∎