https://assets.primaverasound.com/psweb/5i4tkqxr56xldjcp9orx_1622471463863.jpg

Firma invitada / El chicle de Nina

No quiero hipoteca ni Seat Panda, gracias

M

e siento extraño. No creo que tenga una vida peor que la de mis padres a mi edad. Mucha gente a mi alrededor, de mi generación o un poco más joven, dice que vive mucho peor que sus padres. Yo no sé qué vida tenían vuestros padres, pero la de los míos, al menos en su juventud, fue más bien una porquería. Si tus padres tienen ahora entre sesenta y setenta años y eran de clase trabajadora, su vida, a tu edad, fue inestable, sin sueldos dignos y sin seguridades. Cada dos por tres al paro, fábricas cerradas, plaga de heroína, las mujeres mucho más encerradas en el hogar, ausencia de derechos reproductivos o educación superior de facto casi vetada para ellos. ¡Ah! Pero pagaban hipotecas para poder vivir en cuchitriles y tenían un Seat Panda aparcado delante de casa. ¡Eso lo cambia todo! Bueno, no. Lo único que cambian son las formas en que la precariedad se expresa, no la persistencia intergeneracional de la precariedad. Yo suelo respetar mucho los fetiches de las personas: si, por alguna misteriosa filia, tú prefieres vivir la precariedad de tus padres y no la tuya, tienes todo mi apoyo. Pero no veo por qué el Estado debería sufragar tus fetiches porque tampoco veo por qué debería sufragar los míos.

¿Y qué hay de la vida de los abuelos? No sé cómo habrá sido la vida de vuestros abuelos, pero la de los míos consistía en hambre endémica, ausencia de bibliotecas, condones y oportunidades de entrar en el ascensor social. Eso sí, vivían en un pueblito muy bonito de Andalucía, plantaban melones que les robaban cada dos por tres y se les morían hijos de inanición. A mis otros abuelos, los catalanes, les fue un poquito mejor. Pero no mucho.

Hay una ola de nostalgia política en España que, como todas las olas de nostalgia, siempre contiene algo –a veces minúsculo– real. Pero el peligro de la nostalgia política no es que se restaure un estado de las cosas dudosamente deseable (en realidad, una burda idealización del pasado). No se le puede dar la vuelta a la flecha del tiempo, la restauración es imposible. El peligro de la nostalgia política es que abre una puerta de la que surgen las grandes calamidades humanas. No hay un solo intento de transportar el pasado al presente en que algunos de los que habitan el presente no hayan sido identificados como culpables de lo que va mal. Y los culpables no siempre son los mismos, pero sí suelen compartir siempre una misma condición: la de ser algunos de los desheredados de la historia, los olvidados, los ignorados. La nueva ola nostálgica en España ha identificado en los migrantes a los nuevos culpables.

Si hay algo que define a la nueva ola nostálgica es que saben que ningún argumento es tan bueno como aquel que persuade por confusión. Así que señalan a los migrantes como culpables mientras también dicen que son inocentes porque la globalización es la que les empuja a moverse. Toda la confusión está puesta al servicio de una idea retorcida: a los migrantes no les conviene intentar labrarse una vida mejor en otro lado, les conviene mucho más quedarse en su lugar de origen. Los migrantes son inocentes, pero pagarán como si fueran culpables con el castigo de la miseria.

Lo más alarmante de esa ola nostálgica es que está siendo apoyada, instigada incluso, por gente que asegura militar en la izquierda. Repiten una cantarella inventada por la derecha: la izquierda se ha olvidado de los problemas y preocupaciones de la gente trabajadora para beneficiar y hacer caso a la clase media urbanita propensa a llevar a cabo guerras culturales. Hasta donde yo sé, en realidad esa izquierda se ha preocupado por pedir la regulación de los alquileres, sigue insistiendo en la redistribución de la riqueza y promueve la emancipación de las personas vulnerables. Lo que en realidad quiere decir el rojipardismo que se ha apuntado a esa ola nostálgica es una cosa distinta. Creen que la izquierda no debe intentar construir una cultura política, sino hacer encuestas carajilleras entre la gente trabajadora. Esa mistificación del obrerismo –en el fondo, otra forma de nostalgia política– es la negación química de la conciencia de clase, que consistía, si acaso, en engendrar una cultura política que permee a la clase trabajadora y que contribuya a su emancipación. ∎

Compartir

Contenidos relacionados