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Firma invitada / Dry Martini

Amantes y ladrones

B

ares por la tarde, frescos y casi vacíos, en las horas en las que la barra de madera todavía reluce y el camarero ultima los preparativos para cuando la noche tome velocidad. Bares como un cuadro de Edward Hopper, que hacen que cualquiera pueda sentirse un tipo interesante y algo peligroso, de esos que gastan más de lo que tienen en mujeres malvadas y solo triunfan si pagan un precio horrible que lo vuelve todo fútil. A esa hora, la música aún se distingue sin ahogar las conversaciones y es melancólica y sensual, de esa que nadie ha conseguido mejorar en décadas.

Suena “Days Of Wine And Roses” en la versión de Ben Webster; la canción que compuso Henry Mancini para la película de Blake Edwards en la que Jack Lemmon y Lee Remick –la explosiva Lee Remick de “Anatomía de un asesinato” (1959), que impregnaba de una atmósfera tórrida la sala del tribunal describiendo minuciosamente sus bragas– se deslizan por una pendiente alcohólica y autodestructiva.

Es el tema que cierra el álbum “Atmosphere For Lovers And Thieves” (también conocido como “Blue Light”, según la edición que se consulte), grabado en el Jazzhus Montmartre de Copenhague en septiembre de 1965 para amantes y ladrones que buscan un encuentro fortuito, de esos que pueden darse entre gente hermosa y complicada; para noctámbulos y solitarios; para que aquel a quien deseas te ofrezca su corazón… u otras partes de su cuerpo. Después de sus versiones de estándares como “Autumn Leaves” o “Yesterdays”, pocas más pueden impresionar.

Webster había nacido en Kansas City, como otro de los grandes, Charlie Parker, y formó parte, junto con Coleman Hawkins y Lester Young, del trío de los mejores saxos tenores de la historia del jazz. Curiosamente, Young había debutado tocando la batería, pero decidió dejarlo porque después de los conciertos, para cuando acababa de recoger los trastos, los otros miembros de la banda ya se habían ido con las chicas más guapas.

Empezó tocando el piano en un cine mudo de Texas, lo que constituye un debut difícil de mejorar. No cuesta imaginarlo deslizando los dedos por el teclado mientras proyectan “El chico” (1921) de Chaplin, ni echando un trago a escondidas de vez en cuando. La XVIII Enmienda ya estaba aprobada, y la Ley Volstead había empezado a crear esa nueva nación en la que el demonio de la bebida iba a hacer testamento. Seguro que nuestro hombre, un conocido dipsómano a pesar de su aspecto de orondo y pacífico tendero, encontró la manera de eludirla.

Acompañó a la cantante Blanche Calloway, la hermana de Cab Calloway, y recaló en la orquesta de Bennie Moten, en la que tocaba el piano ni más ni menos que Count Basie. Luego pasó por las big bands más conocidas de los años 30 y se enroló en el grupo de Teddy Wilson, donde acompañó en alguna ocasión a Billie Holiday. De ahí se incorporó a la orquesta de Duke Ellington y fue el líder de la sección de saxos, la más destacada de toda la historia del jazz. Tras la II Guerra Mundial se convirtió en un trotamundos y por fin se instaló definitivamente en Copenhague en 1969, tras pasar un tiempo en Ámsterdam, donde murió en 1973, después de un concierto y con las botas puestas. Webster tocó en todos los tempos, pero dio lo mejor de sí mismo en esas lánguidas baladas, que atacaba con profunda introspección y una sorprendente sensualidad.

Resultó ser un disco de cabecera para escritores y gentes del arte y la noche. El poeta mexicano Gaspar Aguilera lo evocó en un poema del mismo nombre intitulado “Bajo el embrujo de Ben Webster”:

“La luz para perseguidos, desahuciados y ladrones.

En todas las habitaciones se respiran los mismos colores, en

todos los techos y paredes empiezan a trepar el deseo y el amor

con sus dulces y múltiples ventosas”.

Y Pedro Zarraluki no solo tituló “Para amantes y ladrones” una de sus fascinantes novelas: también eligió para la portada un cuadro de Hopper, “Las once de la mañana”, en el que una mujer sola y desnuda en la habitación de un hotel contempla el exterior y transmite una sensación de poético ensimismamiento, como si los labios de Ben rozaran la boquilla del saxofón y sonara “Stardust”. No es de extrañar que Zarraluki tenga un bar, el Café Salambó del barcelonés barrio de Gràcia, donde se puede jugar al billar francés, beber cerveza fría y tener de tanto en tanto algún fugaz encuentro con la belleza en estado puro. El mundo, a fin de cuentas, puede resultar un lugar bastante agradable si se deja en manos de la gente apropiada. ∎

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