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La “soul food” es, como el blues, estrategia de resistencia cultural y de adaptación al medio.
La “soul food” es, como el blues, estrategia de resistencia cultural y de adaptación al medio.

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Cruce de caminos: el blues y la soul food

Más que un estilo musical, el blues es el reflejo sonoro de un estilo de vida, el del pueblo afroamericano a principios del siglo XX. Por eso, está íntimamente relacionado con otros aspectos de su cultura, incluyendo su vertiente gastronómica, la soul food.

08. 09. 2021

Al principio de su monumental libro “Blues” (2008; Turner, 2012), Ted Gioia habla del proceso de pérdida cultural de los esclavos africanos al llegar al Nuevo Mundo, afirmando que “las mismas fuerzas sociales que privaron al músico esclavo de un rol mayor en la sociedad dejaron también heridas las instituciones que otorgaban un sentido a la vida comunitaria en los antiguos reinos de África”. Gioia advierte también que el blues no es música africana, pese a que es claramente deudora y heredera de la música de África, pero remarca que hay todo un conjunto de influencias sociológicas que la separan de esta, y en cierta forma el blues constituye una forma de estrategia de resistencia o de reacción a las grandes fuerzas de la historia. “Algunos elementos del blues –dice– proceden de los músicos tribales de los antiguos reinos, pero, como estilo, el blues representaba otra cosa. Era, en esencia, una nueva clase de canción que había nacido con la nueva vida en el sur de los Estados Unidos”. No es lo mismo la música de los africanos libres que la de los esclavos de las plantaciones o la de los parceros en el Delta de principios del siglo XX, y lo mismo ocurre con su forma de comer y cocinar. La gastronomía afroamericana, la “soul food”, es, como el blues, otra estrategia de resistencia cultural y de adaptación al medio.

Sobre las intersecciones de ambos apareció poco antes de la pandemia otro libro, “Comer y cantar. Soul food & blues” (Lenoir, 2019), del músico Héctor Martínez González, un excelente recetario/ensayo que mereció un premio en los Gourmand World Cookbook Awards, y que, además de adentrarnos en platos tradicionales del sur –no solo de soul food, sino de otras gastronomías que se superponen a ella, como la cajún; igual que otros estilos y géneros se superponen al blues o lo derivan a otros géneros–, nos cuenta anécdotas sobre una larguísima lista de canciones (que no para de crecer en Spotify) y sobre las conexiones interminables de la comida con el blues, comenzando por el chitlin’ circuit (el circuito de las tripas, en referencia a los chitterlings o madejas de cerdo) de locales donde los intérpretes negros podían actuar durante los tiempos de la segregación, o sobre el papel del barbo o pez gato en el imaginario colectivo del blues.

El libro de Martínez González, según su propio autor, nace de la curiosidad por una canción de Robert Johnson, “They’re Red Hot”, en la que se imita la cantinela de un vendedor de tamales, propios de la gastronomía centroamericana. Estas ganas de explorar las conexiones del universo gustativo de la soul food también están presentes en un tercer libro, este inédito por ahora en castellano: “Soul Food. The Surprising Story Of An American Cuisine” (2013), de Adrian Miller. El autor, uno de los principales expertos en el tema, crea un volumen de una ambición análoga al de Gioia, explorando en profundidad los caminos y las contradicciones de la soul food. Además de repasar sus platos e ingredientes más significativos, casi siempre sacados del aprovechamiento de aquello que eran las sobras para los propietarios de los esclavos (como la casquería, o las hojas de crucíferas) o lo que se podía cazar y recolectar porque nadie más quería (como en el caso del ya mencionado pez gato, que se tenía por inferior al habitar en los fangos del fondo de los ríos). Todo ello apoyado en las tres emes de la dieta de la soul food: la de “meat”, carne, sobre todo de cerdo; la de “meal”, harina, a menudo de maíz, y la de “molasses”, melaza, de la caña de azúcar. Miller apunta una solución a la pregunta de Martínez González similar a la que da Gioia para hablar de los orígenes del blues: la soul food no es gastronomía africana, aunque tenga puntos en común con ella, y a menudo se comía lo mismo en la casa del amo que en las cabañas de los sirvientes, aunque el prestigio de algunos alimentos acabara cayendo de un lado u otro de la verja. Además, Miller cuenta que en el canon más o menos oficial de la soul food se encuentran platos procedentes de otras gastronomías, como por ejemplo los macaroni and cheese, y como esta etiqueta se superpone a la de southern food, con la que comparte muchísimos elementos –son prácticamente indistinguibles–, si bien esta última carece de matices raciales, lo que es en sí mismo muy clarificador.

Delta Blues Alley Cafe, Clarksdale, Mississippi: Robert Johnson, presente. Foto: Tim Graham (Getty Images)
Delta Blues Alley Cafe, Clarksdale, Mississippi: Robert Johnson, presente. Foto: Tim Graham (Getty Images)

En este cruce de caminos entre música y gastronomía, el ensayo de Gioia también apunta de manera muy interesante a la constatación de que el blues, a diferencia de otras músicas de gran alcance del siglo XX, tiene orígenes rurales. “El blues nació en las zonas más pobres del país, en comunidades aisladas por completo del ajetreo y el bullicio de la vida urbana, en grupos que no habían recibido prácticamente ninguna influencia externa. Los músicos que definieron el sonido del blues del Delta se dedicaban a trabajar la tierra”, cuenta el musicólogo.

El blues cambia cuando llega a los núcleos del norte del país, como Chicago, igual que cambia la comida de los afroamericanos cuando estos emigran al norte: hacia 1910 las promesas de la reconstrucción después de la guerra civil se han demostrado vacías, y una generación de jóvenes emigra al norte del país en busca de mejores condiciones de vida. Con este paso del medio rural al urbano emergen los restaurantes que alimentan a este nuevo proletariado, a menudo sin cocina en casa, y donde les dan como menú diario los platos de fiesta que recuerdan del hogar, en un proceso típico en la gastronomía de las diásporas. Y lo mismo ocurre con el blues: la expresión de la música cambia al entrar en los teatros, cuando la comienzan a cantar mujeres, y se sofistica y domestica para conquistar a una audiencia mayor y se convierte así en algo masivo.

Hay mucho más. Nos dejamos en el tintero muchas de las suculentas sorpresas que ofrece leer al alimón estos tres libros; quizá no sea justo terminar sin mencionar el papel que atribuyen a las reuniones colectivas, como frituras de pescado o pícnics parroquiales, en las que se consume comida y música. Estas reuniones articulan la resistencia de una comunidad, y de unos individuos, ante un mundo hostil y áspero. Son un recordatorio de que, incluso en nuestra distancia temporal y cultural, con papilas y oídos atentos podemos hoy oír blues y comer soul food, y no solo los disfrutaremos más, sino que conseguiremos además hacer nuestro su legado. ∎