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El Manchester City se impuso al Liverpool en una antológica edición de la Premier League. En el último partido perdía 0-2 en el Etihad frente al Aston Villa y el título estaba a un centímetro del Liverpool, que solo necesitaba la victoria en Anfield sobre el Wolverhampton. Dos figuras capitales del fútbol en los banquillos: Pep Guardiola con los blues y Jürgen Klopp con los reds. En un inenarrable final, ingresó Gundogan en el campo, marcó dos goles, el español Rodri anotó otro y el City venció 3-2. Significó el cuarto título de campeón en los seis años de Guardiola como entrenador, el décimo campeonato –tres con el Barça y tres con el Bayern de Múnich– en sus trece años de carrera en el fútbol profesional. Su influencia trasciende los números. Cambió el paso al Barça con un modelo que cautivó al mundo. Introdujo variantes que modificaron sustancialmente el estilo del Bayern y por extensión en la selección alemana, se trasladó a Inglaterra –donde se miraba con mucho escepticismo su modelo– y respondió con títulos de campeón en la Premier, la Copa y la Copa de la Liga. No se juega igual en Inglaterra después del efecto Guardiola. No se juega igual en Europa y en el mundo.
Se llama Armand, nació en Baton Rouge (Luisiana), es saltador de pértiga y defiende por vía materna el pabellón sueco. Hijo de un excelente pertiguista, a Duplantis se le conoce por el sobrenombre: Mondo. Tiene 23 años y ha ganado todos los títulos que ha encontrado por el camino, excepto el de campeón universitario de Estados Unidos. En su único año como estudiante en la Universidad Estatal de Luisiana (LSU) fue superado en la final por Christopher Nielsen. Ningún desafío se le ha resistido. Campeón olímpico, campeón del mundo y recordman mundial: 6,21 metros. Consiguió la marca en los Mundiales de Eugene, celebrados el pasado verano. Es más que un fabuloso atleta. Mondo es un llenapistas. En un momento de declive mediático en el atletismo, Duplantis tiene tirón popular. Ha dejado atrás a los míticos Renaud Lavillenie y Sergei Bubka, a seis y cinco dedos de la marca del sueco-americano, un caso de predestinación desde que su padre le construyera un pequeño carrejo para saltar pértiga en el jardín familiar. En YouTube existen vídeos de Duplantis desde su más tierna infancia, una niñez marcada por la precocidad en las marcas. Desde entonces no se ha detenido.
La natación no convoca multitudes, aunque disfruta del prestigio olímpico. Figura en su programa desde la primera edición, Atenas 1896, y se ayuda de leyendas que han entrado en el imaginario popular del deporte: Johnny Weissmüller, Dawn Fraser, Mark Spitz, Ian Thorpe, Michael Phelps o Katie Ledecky. En año y medio, los Juegos se celebrarán en París si las agitaciones –virus, guerras, tensiones geoestratégicas– no lo impiden. El rumano David Popovici es un desconocido fuera de las piscinas, pero apunta a colocar su nombre con letras de neón en París. Tiene 18 años y es un nadador de magnitud histórica. En 2021 era la estrella emergente. En 2022 ha sido la estrella rutilante. Con un estilo fluido, exquisito, sin aparente esfuerzo, Popovici es un nadador que fascina. Lo mismo ocurre con sus registros. En los Mundiales de Budapest, venció en 100 y 200 metros libres. En el Campeonato de Europa, batió el récord del brasileño César Cielo en los 100 metros libres, que databa de 2009, en el año de los turbobañadores de poliuretano. No lo consiguieron ni el estadounidense Caeleb Dressel ni el australiano Kyle Chalmers, hegemónicos desde mediados de la década anterior. Apareció Popovici y mandó parar. En París será una de las grandes estrellas de los Juegos Olímpicos.
Messi y Cristiano Ronaldo dominaron el panorama del fútbol durante más de diez años. Ejercieron de tapón generacional y crearon una rivalidad nunca vista. El fútbol solía ser cosa de una gran estrella. Pelé, Cruyff, Maradona y la oportunidad perdida de Ronaldo, el brasileño, masacrado por las lesiones. Messi y Cristiano practicaron la bicefalia. Detrás, el abismo. Cuando se advirtieron sus primeras señales de declive, se señaló a Mbappé como sucesor in pectore. Probablemente será el próximo líder del pelotón futbolístico, pero en los últimos años se ha producido algo sorprendente: los tapados de Messi y Cristiano se han mantenido vigentes hasta bien entrada la treintena. Modrić (37) y Benzema, que cumple 35 el 19 de diciembre, han ganado el Balón de Oro; Lewandowski ha estado cerca de lograrlo. El caso de Benzema merece una novela: criticado, casi detestado, por un amplio sector de la hinchada madridista, se erigió en el imprevisto líder del equipo cuando Cristiano abandonó el club y Bale decidió implicarse lo menos posible. Cuatro años después, el Bernabéu adora a Benzema, delantero inteligente, jugador completo, goleador insospechado y encargado de tutelar a Vinicius y Rodrygo. Antes del Mundial de Catar, que no pudo disputar por una lesión, ganó el Balón de Oro en 2022 y nadie le discutió los méritos.
Una cosa es ganar; otra, ganar y cautivar. De esto se han ocupado los Warriors de San Francisco en los últimos años, con un efecto renovador en la NBA. Este equipo de pequeños artistas transformó como ninguno el baloncesto en la década anterior. Los Warriors hicieron del triple un arma nuclear para horror de los puristas, que veían la línea de tres puntos como una aberración contra la identidad del juego. Los Warriors pensaban de otra manera: un triple convertido es el 50% más que un tiro de dos puntos. Si ese dato se traslada a un buen porcentaje de conversión, el triple es una mina de oro. Pues bien, los Warriors disponen desde 2009 del jugador perfecto para traducir la teoría en práctica. Stephen Curry, base ligero, 1,88 metros, comenzó a anotar tiros de tres de todos los colores, desde todas las zonas, generando los lanzamientos ante el terror de sus rivales. Curry es mucho más que un triplista –dispone de multitud de recursos y de una inteligencia creativa sin parangón–, pero su efecto como tirador ha transformado el juego en la NBA, donde cada vez abundan más los quintetos con jugadores pequeños, versátiles, rápidos y anotadores desde posiciones exteriores. Además de Curry, los Warriors cuentan con lanzadores letales, caso de Klay Thompson, y el aglutinante que ha supuesto Daymon Green en los últimos años. Plagado por las lesiones, se disipó la autoridad de los Warriors, pero en 2022 regresó Thompson después de dos años de ausencia, Curry se recuperó de sus lesiones y el técnico, Steve Kerr, reunió las piezas necesarias para ganar el cuarto título de la NBA en los últimos ocho años.
El universo Red Bull es cada vez más visible en el deporte y en ningún lugar es más evidente que en la Fórmula 1. Adherido desde hace seis años a la marca de bebidas energéticas, Max Verstappen es el más enérgico de los pilotos, un vendaval imparable que no deja migas a nadie en la pista. Nadie le ha resistido en 2022: campeón del mundo, quince victorias –récord en la historia de la F1– y dueño de una voracidad sin límites. Es su segundo título de campeón, después de la conflictiva victoria que logró el año anterior en su combate con Lewis Hamilton. Esta vez, el piloto británico ha sido un factor lateral, lastrado por los constantes problemas de los Mercedes-Benz y superado por la exuberancia competitiva de Verstappen, un piloto de época, abrasivo, carismático y generador por igual de filias y fobias. Por lo demás, el futuro es suyo. Está destinado a marcar una larga hegemonía en la F1.
Tres de los cuatro torneos que configuran el Grand Slam de tenis fueron propiedad de dos tenistas españoles, separados por diecisiete años de diferencia en la edad. Aquejado por lesiones y un sinfín de dolores, Rafa Nadal encontró la manera de mantener el crédito del triunvirato que ha gobernado el tenis desde 2003. Se anunciaba desde el pasado año la retirada de Federer y Djokovic se negó a vacunarse del COVID, no sin consecuencias deportivas. Se le negó la participación en el Open de Australia y Wimbledon. Nadal se impuso en Melbourne y en Roland Garros, pero su respuesta física empeoró semana a semana, el precio de tantos años a todo gas en el circuito de la ATP. Desde atrás, Carlos Alcaraz, un chaval de 18 años, comenzó muy pronto a ganar torneos de invierno al otro lado del Atlántico y a escalar posiciones en el ranking. En abril se hablaba de él como un inminente fenómeno. En septiembre ganó el Open de Estados Unidos con desparpajo, creatividad y carisma. Termina el año como número uno del mundo. Nadal, en el dos, a pesar de sus crujidos huesos.
No se le escapó la Copa de Europa al Real Madrid, que sabe más que nadie de este negocio. Tiene catorce en las vitrinas, y la última llegó después de una odisea protagonizada por un equipo que reunía a unos cuantos jugadores entrados en años y a un grupo de jóvenes que hasta hace poco despertaban más sospechas que optimismo. La mezcla resultó perfecta. Los veteranos –Benzema, Modrić, Kroos– negaron cualquier posibilidad de decadencia y ofrecieron la versión más acabada de la sabiduría en el fútbol. De los criticados jóvenes –Vinicius, Rodrygo, Valverde…– no quedó ni rastro. Emergieron como gigantes para convertirse en gente importante del fútbol. Por si acaso, el portero coronó la mejor temporada de su vida. Courtois se erigió en el mejor guardameta del fútbol. Todo lo que ocurrió hasta la final de París y la victoria sobre el Liverpool estuvo presidido por una gigantesca trama de incertidumbres que comenzó con la derrota del Madrid frente al Sheriff de Moldavia en el Bernabéu y terminó con el gol de Vinicius. En medio, un bocadillo de proezas de última hora contra el París Saint Germain, Chelsea y Manchester City. En todos los casos, el Real Madrid se abocó al desastre. De todos salió ganador. Es lo suyo y lo que le importa.
El verano prometía muy poco para el baloncesto español, preparado para aceptar su decadencia después de dos décadas apoteósicas. Existía el miedo a un regreso al frío de los años 90, de la derrota con Angola en los Juegos de Barcelona y una rapidísima pérdida de prestigio en el concierto internacional. Tenían sentido los temores. Se apagaba una grandiosa generación de jugadores, reunida en una selección que había ganado campeonatos de Europa y Mundiales y se enfrentó a Estados Unidos en dos finales olímpicas, además de abastecer a la NBA con un buen número de jugadores. Más que miedo, se adivinó el horror al vacío. El Europeo de baloncesto estaba destinado a trasladar a España a una desmoralizante realidad. Nunca las previsiones se vieron más alteradas. La selección ejerció el clásico papel de underdog y comenzó a ganar partidos con un grupo de jugadores apenas conocidos o muy desconocidos por el gran público, además de Lorenzo Brown, un antiguo jornalero de la NBA que recibió una nacionalización exprés y resultó decisivo en el inmaculado recorrido del equipo. Sergio Scariolo, actor principal en la mayoría de los éxitos del baloncesto español, se reservó el gusto que cualquier entrenador sueña: conducir a la cumbre a un equipo que no despertaba expectativa alguna, pero funcionó como la seda. Un equipo sin estrellas, pero de película.
Cada Mundial tiene un relato y el de Catar venía marcado de lejos. En 2010, en el escenario de la crisis económica más aguda desde el crash de 1929, la FIFA dirigió la mirada a Rusia y Catar, dos países con inmensas reservas, sostenidos por regímenes autoritarios. En cuestiones de dinero, el olfato de la FIFA es legendario. En asuntos políticos no tiene escrúpulos. Su presidente, Gianni Infantino, hizo las mejores migas con Vladimir Putin en 2018 y ahora, después de la invasión de Ucrania, guarda un espeso silencio con el líder ruso. Dudoso con Catar en otros tiempos, cuando era el vocero de Michel Platini en la UEFA, Infantino detectó muy pronto las inmensas posibilidades que le ofrecía el petrodólar, más aún en el contexto de grandes tensiones económicas políticas derivadas de dos crisis inquietantes: la pandemia COVID y la invasión rusa de Ucrania. No había fortín económico más seguro en el mundo que el Medio Oriente, organizados alrededor de unos Estados que se han arrojado en tromba al deporte para garantizarse el blanqueo político y social de imagen, conquistar cotas cada vez más altas de poder en las principales organizaciones –FIFA, Premier League, golf…– y a la vez socavar la influencia europea, estrategia que Infantino, en su condición de renegado, comparte absolutamente. Organizado en la ciudad-estado de Doha, con ocho estadios en un radio máximo de cuarenta kilómetros, en un país de 2,7 millones de habitantes, el Mundial de Catar es la probeta donde el fútbol ha concretado su definitiva deriva hacia la codicia. ¿De qué hablamos cuando hablamos de fútbol? Dirán, y la FIFA lo dirá más alto y más veces que nadie, que de un juego que fascina al mundo como ningún otro, pero que en su versión actual, y también en la futura, es el perfecto instrumento de las formas más extremas del neoliberalismo económico, los intereses geoestratégicos, el cinismo y la corrupción de la élite que lo dirige. ∎