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Muchos son los músicos que han bebido (pero los Pogues bebieron en mayúscula) y no creo que a nadie le cueste imaginar a Leonard Cohen disfrutando de las cosas de comer y beber, igual que disfrutó de todo el resto: con emoción, conocimiento y un puntito de no tomárselo del todo en serio. Y pese a ello cuenta Eric Lerner en “Asuntos de vital interés” (Alianza Editorial, 2019) que “solo se interesaba superficialmente por la comida. A veces suspiraba ‘Yo es que no comería, la verdad, si no fuera necesario’. Un almuerzo era para él una experiencia mucho más social que digestiva, pero, eso sí, una experiencia muy particular”. Si lo dice Lerner, que fue amigo íntimo de Cohen, pues será verdad, pero lo cierto es que el libro, que describe cuarenta años de amistad, está lleno de momentos en torno a una mesa, o en bares. Y a la que una comienza a investigar el tema, cuesta creer que así sea. Comenzando, simplemente, por las de los paisajes que habitó –recuerden: decía Josep Pla que la comida es el paisaje en la cazuela–, no cuesta imaginar a un niño Leonard comiendo challah en el sabbat; y ya de joven adulto, en el Main Deli Steak House, carne asada y bagels al estilo de Montreal, parecidos pero no iguales del todo al pastrami y los bagels que podrá comer luego en Nueva York, aunque según cuentan sus preferidos eran las chuletas y el pastel de queso. O bebiendo el té de la marca Constant Comment, aromatizado con cítricos, que le servía Suzanne Verdal en sus visitas. Y los sabores de Hydra: ensalada, halloumi y dolmades. O, en el silencio, el movimiento constante y atento del cuchillo sobre la madera, a primera hora de la mañana, mientras corta en diminutos cubitos idénticos las verduras que serán parte de la guen-mai, la sopa de arroz que se come en el monasterio zen después de la meditación (aunque existen fotos de Cohen cocinando en el monasterio, una de las anécdotas que cuenta Lerner en el libro es que el maestro de ambos, Kyozan Joshy Sasaki, les pidió que le llevaran sushi cuando, con 106 años, convalecía de una grave infección). Leonard y Anjani comiéndose un helado o un hot dog, felices.
No, tan poco no le debió de interesar la cosa gastronómica, porque al menos hay una receta –que sepamos– que inventó él. Un cóctel que bautizó como “the red needle”, porque lo inventó en la localidad de Needles, California, según cuenta en “Death Of A Lady’s Man” (1978; en España, “Memorias de un mujeriego”; Visor, 2008), que no “Death Of A Ladies’ Man”, el disco que inopinadamente le produjo Phil Spector y que publicó Columbia en noviembre de 1977. Lo inventó en 1976 y escribió esto de él: “Este es el fin de mi vida en el arte. Me estoy tomando un red needle, un trago que yo inventé en Needles, California: tequila y arándano, limón y hielo. Trago largo. No se me ha negado el trago largo. Pasó cuando estaba a punto de cumplir 41. Ahora mismo habla la borrachera. Hablan los red needles. Pasan demasiado bien. Tengo miedo”.
Bebía también mucho espresso por las mañanas, confesó darle al Chateau Latour antes de los conciertos, y haber bebido Johnny Walker en su retiro zen. En sus últimos años, al parecer, se aficionó al Lagavulin y, en sus últimos días, al queso. El poeta Paul Muldoon le descubrió el époisses, de pasta blanda y corteza lavada, y lo inmortalizó en un poema. Del époisses dijo el gastrónomo Josep-Anthélme de Brillat-Savarin que era “el queso de los reyes”. Un último presente, como tributo final al rey desconcertado que compuso el “Hallelujah”. ∎