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“Cuts” es más que un debut: es la confirmación del collage genuino que el compositor Ed Marais lleva años trabajando en la intimidad, con sus múltiples alter egos cohesionados aquí con la ayuda de los productores Ekhi Lopetegui (Delorean), Cacho Salvador (Extraperlo) y Elsa de Alfonso. Delicadezas sonoras ensambladas con precisión de cirujano y el mimo de la artesanía para hacer que el balearic se afine con el Auto-Tune y el R&B de dormitorio luzca compacto sobre el escenario. Aïda Camprubí
La comparación con Daniel Johnston ya es casi una coletilla que a este paso acompañará a Marcelo Criminal toda su carrera, pero su halo de loser crónico también lo convierte en una especie de versión amable del Llewyn Davis que retrataron los hermanos Coen. Pero incluso para él, trovador del fracaso que hace cancioncillas lo-fi que van arrastrando los pies, hay justicia divina: tras años de demos más allá del underground, llega su debut largo en Sonido Muchacho, el sello en el que también militan los Carolina Durante que le “robaron” un tema en 2018 para versionarlo junto a Amaia. Si hacemos el ejercicio imposible de eliminar cualquier contexto, este es un disco que parece inacabado, un trabajo protoindie, casi prototodo, pero dentro del universo del artista murciano es seguramente su obra más pulida y redonda. Es, por lo tanto, pop a la manera personal e intransferible de Marcelo Criminal, que en el fondo tampoco es tan diferente a la del resto: cruce de referencias generacionales, melodías pegajosas que estaban ahí esperando a que alguien las tocara y estribillos que hacen bueno el meme “bua eske soy yo literal”. Víctor Trapero
La evolución de Somos La Herencia ha sido sosegada y meditada: desde un post-punk más rabioso y eléctrico hacia un sonido más difuminado y esquivo, una suerte de witch house con guitarras intervenido por la experimentación electrónica. Es por ello que Olivier Arson (Territoire) ha sido el cómplice ideal a la hora de producir este álbum de debut tardío. Hay en “Dolo” mucho de Joy Division, de Décima Víctima o de The Cure, pero el cuarteto liderado por Gonzalo Sanz nunca ha querido limitarse a reproducir a los clásicos. Además de su maestría a la hora de crear atmósferas inquietantes, Somos La Herencia ha inventado un fascinante mundo propio, que remite al imaginario romántico: arquitecturas de fantasía, excursiones nocturnas por descampados, zonas industriales decadentes con ruinas de antiguas civilizaciones... Universos que son evocados de un modo que parece metafórico, pero que también podrían ser absolutamente literales. “Yo sé dónde vive el hombre que envenena a esos perros en el Parque de Atenas, justo en todo el centro” (“Parque de Atenas”) es el mejor ejemplo. David Saavedra
Perteneciente a la generación posterior a Macromassa, Hernando es uno de los activos más valiosos y persistentes del underground savant barcelonés de los 70, en concreto el que asimiló la electrónica transitando primero por ruidismo y punk. Su atinada y afinada trayectoria en solitario, tras encarnarse antes en Xeerox, Melodinámika Sensor y Sinusoidal, viene a incrementarla “Jardín náufrago”, hermoso trabajo que alcanza el equilibrio entre sonido y forma. Hombre de temperamento apacible, Hernando puede desdoblarse así –microrgánico y abstracto, minimal y exuberante, refinado y paisajista–, sin sobresaltar al oyente; por el contrario, se envuelve en un geodésico capullo espiritual, cuyo destilado conserva posos de referentes primordiales del autor como puedan ser industrial, kraut y synthspace europeo. Jaime Gonzalo
Cada vez más cálida y acogedora, la música de Núria Graham evoluciona con aplomo, ampliando su registro sin perder coherencia ni rebajar emotividad. Algunas canciones de “Does It Ring A Bell?” (2017), bien ancladas a la tradición del pop-rock suave de encaste setentero, anticipaban las serenas mutaciones propuestas por este nuevo repertorio. Y no deja de llamar la atención que una artista tan joven tenga las ideas así de claras y consiga unas interpretaciones tan conmovedoras como las que encontramos en “Marjorie”.
Buen ejemplo de ello es la canción que da título al álbum, digna de Mazzy Star, en la que la autora establece un esclarecedor diálogo con sus ancestros. También sorprende la delicada adaptación de “Amor de garrafa” (Power Burkas) que realiza vía “Toilet Chronicles”, en un ejercicio de versatilidad que no todos pueden permitirse. Lo pilles por donde lo pilles, este tercer álbum de Graham garantiza un sosegado e introspectivo disfrute e invita a una agradecida introspección. César Luquero
Publicado en la primera semana del confinamiento, bálsamo cuando más se necesitaba, “Love And Squalor” abrió una terraza con vistas a géneros sin fronteras, de tiempos cercanos o remotos, dispuestos con fluidez melodiosa en espléndidas canciones. Pop, rock, chanson, twang, jangle, riffs electrizantes, pizcas electrónicas, drama y lirismo. Sabiduría y corazón. Clase y distinción. Magia y precisión, también en la elección de cada sonido. Con tanto bagaje como melómano y músico (Souvenir, The Glitter Souls), Jaime Cristóbal, en su primer álbum en solitario, tiene claro su universo, que no es un listado de referentes. Con valentía confesional y exposición, que no exhibición, de emociones personales, abrazado por colaboraciones ilustres y ajustadas, “Love And Squalor” deja poso y bucea en tu memoria. Ricardo Aldarondo
Escuchar a Pau Vallvé supone un ejercicio de funambulismo. No sirven geografías, personalidades inventadas, colaboraciones múltiples, etc. No hay rastreador para tanta variable. Cada disco que publica es otra cosa con respecto al anterior. La eficacia como multinstrumentista solitario permite a este hacedor de canciones despedir la batería, el drama y el rock. El buen gusto por la electrónica recorre el disco. “Èpoques glorioses”, “Mori d’odi”, “Què va, què va” y “Gaseles i el mar” son una gozada. Además, en “La vida és ara” abraza la síntesis. No es un trabajo vitamínico, pero sí esperanzador, como muestra en “Com troncs baixant pel riu” y “Suposo que això és fer-se gran”. Vallvé parece vivir en las sombras, en los márgenes. Emociones tan desnudas como abiertas. Miquel Queralt
Si quiere sobrevivir a este arranque de siglo, el pop en castellano será fresco o no será. Lo sabe el veinteañero Lucas Vidaur, que tiene en su casa un podio llamado Confeti de Odio para ser, a ratos, un Rufus Wainwright mileurista, un Morrissey castizo o el hijo natural fruto de un idilio imposible entre David Summers y Guille Mostaza, pero, sobre todo, para cantar su vida. Por eso, su primer disco, “Tragedia española”, es un diálogo interior en voz alta en clave 2020 total: con su pátina de frivolidad, sus dosis de cinismo y su indisimulado estupor ante el aquí y ahora. Todo ello en una navaja suiza con lo más granado del pop, tanto del más energético (esas guitarras, ese “me gustas muchísimo”) como del de ponerse tierno a golpe de melodía, a lo grande. Juventud, divino tesoro. Alex Serrano
A partir de la evocación de la bruja como símbolo de la mujer libre y estigmatizada, Rodés proyecta toda esa memoria desgraciada hacia un paisaje mágico con pulso popular, conjurando los demonios ancestrales con su canto tocado por la inocencia. Tonadas alumbradas por la luna, en las que destila la humanidad del viejo aquelarre y tutea al diablo valiéndose de su don como trovadora con ángel y apoderándose a placer del folclore: dulces charangos y brotes de jota o de cumbia. La cantautora del Maresme trasciende el género musical, burla las convenciones de forma y eleva su arte con vistas al otro lado del espejo, dotando a las piezas de un halo de hechizo ultramontano y dejando que resuene entre líneas el grito que pide justicia. Jordi Bianciotto
David Crespo y Guim Serradesanferm llevan años detrás de una de las anomalías a proteger del coto alternativo de nuestra geografía. El combo de La Garriga publicó su séptimo trabajo de estudio fieles a esa aura absorbente y evocadora que alcanzan con el tratamiento inusual de la materia sonora. Aquí reducen la asfixia apocalíptica de “Darder” (2013) y “El demà” (2018), pero siguen exprimiendo el valor sugestivo de la deconstrucción rítmica, crujidos, grabaciones de campo, samplers, reverberación rugosa, cacofonías y otras fuentes sonoras indescifrables que incorporan para hilvanar las atmósferas que secuestran el desarrollo de su música. Tres temas insolentes con el minutaje de la canción pop que incorporan retales de hauntología, ambient espectral y electrónica experimental, así como enseñanzas de The Caretaker, Burial y hasta de Jóhann Jóhannsson. Marc Muñoz
Hinds dicen adiós al lo-fi sin abandonar su frescura inicial. El cuarteto madrileño da un paso de gigante en “The Prettiest Curse”, en el que define con deslumbrante destreza su estilo, mucho más compactado y maduro. No dejan atrás sus riffs agudos ni su rock desenfadado, pero asumen un grado de solidez mayor que en sus dos trabajos anteriores. Además, incorporan nuevos elementos protagonistas –como los teclados y los sintetizadores– a las ya clásicas guitarras de Ana Perrote y Carlotta Cosials, como en los inicios de “Good Bad Times”.
Hinds le cantan al amor, al desamor y a la amistad, como en toda su discografía. Pero esta vez cambiaron las experiencias: meses de giras en salas y festivales internacionales y contacto con artistas que las ha llevado a ser las teloneras de, ni más ni menos, The Strokes en su gira actual. Las madrileñas parecen tener más aceptación fuera de su hogar que en su propio país, pero este disco es, sin duda, el que podría hacer cambiar esta mirada. Karen Montero
La colaboración entre Saiz y Kraft –30 horas grabadas en Ámsterdam y reducidas a 41 minutos en Madrid– es uno de los discos de ambient más notables de 2020, que no es poco en un año con materiales de Nicolás Jaar o Julianna Barwick, todos ellos trabajando con la sensibilidad como esa emanación que define el pensador de izquierdas Francisco “Bifo” Berardi. Buenos tiempos estos para abordar el ambient y sus lentas transformaciones como una lucha desde la precariedad: “Hace unos años me decidí a seguir con mi obra y asumir la precariedad que eso conllevaba”, decía Saiz en 2019, en entrevista a ‘El Mundo’. En lo formalista, lo que destaca aquí es el uso de la guitarra como esqueleto para los pasajes hipnóticos, siempre hacia delante. Es cálido, pleno de sonoridades y zumbidos (“Tortoise And Hare”, “Nunca”), delicado en el overdubbing e intenso cuando procede (“Melodica”, “Beloved Din”). Alcanza su punto álgido al final, donde la intuición conjunta explota en cinco imaginativos minutos a la manera de una jam experimental. Beatriz G. Aranda
Acostumbrada a la heterodoxia, Sílvia Pérez Cruz realiza una nueva pirueta y, de paso, reafirma su conocida pasión por la diversidad de géneros en algo que, más que un disco, es un auténtico gabinete de curiosidades. Surgido como documento que plasma su relación simbiótica con el cine, la danza o el teatro, su título define muy bien su contenido al resultar imposible encajarlo en un género: tango, jazz, dark ambient, corrido, experimentalismo, flamenco, música de cámara. Cada canción, un mundo. Es, sin duda, su disco más aventurero, donde se entrecruzan los ecos de Amancio Prada, Chabuca Granda, Laurie Anderson, Bola de Nieve, Diamanda Galás, Imperio Argentina o José Alfredo Jiménez, además de Sylvia Plath y Miguel Hernández. Lo dice Sílvia: “Me olvido de mí cantando, y cantando me recuerdo”. Luis Lles
Con su instinto para las melodías rabiosas y el ingenio lírico en perfecto estado de revista, Fernando Alfaro retoma la segunda vida de Chucho para descender por las paredes de esas grietas que se abren entre los amantes y que nutren estas canciones de una verdad irreversible y cruel. Este es un disco de ruptura, probablemente el primero como tal en más de treinta años de carrera (o, por lo menos, el más evidente). Sin embargo, también supone la encarnación del Alfaro más pop. Un tono exultante que, lejos de disimular la fractura emocional que propicia estas canciones, da relieve a las cicatrices, plantándote una sonrisa nerviosa en la cara. Una mueca torcida que esconde pavor y patetismo, pero también esperanza. Otro triple salto mortal en un cancionero repleto de ellos. Juan Monge
Desde que Manu Fernández abrió su mixtape de 2019 con “Marcas” y la frase “Bienvenido a mi mundo / El mundo de Stickyto”, quedó constatado que el universo de Sticky M.A. es único en la escena trap española. En vez de asaltar el mainstream, el miembro de Agorazein ha optado por quedarse en el margen y cultivar un fandom entusiasta y militante. “Konbanwa”, disco de inspiración japonesa en título y alguna de sus referencias, es por encima de todo 100% Sticky: voces distorsionadas, ritmos cósmicos y melodías coreables como un himno hooligan. Si acaso esta vez se permite experimentar un poco más, con los ritmos dancehall de “Control”, el pasaje rock de “Extendo” o la bomba de emo trap “Ya no”, con la participación estelar de C. Tangana. Lo que sí permanece intacta es su exposición emocional, siempre entre el cielo y el infierno, siempre en un mundo de amor, sexo, traiciones y drogas pero con una lucidez y claridad inéditas que apuntalan la evolución personal de Manu. Aleix Ibars
Hija de Silvino Díaz y Rosa Costas (Aerolíneas Federales) y sobrina de Miguel Costas (Siniestro Total), la viguesa dani –escrito así, con minúscula– ha debutado este año con “veinte”, producido por Aaron Rux (colaborador de Joe Crepúsculo), un disco de pop-funk lánguido y ensoñador francamente soberbio. En él conviven con naturalidad, filtrados a través de un prisma muy personal, referentes históricos tan diversos como The Beach Boys (el memorable estribillo de “Como solía creer”), New Order (el balearic beat de “Hoguera existencial”) o la belga Lio, a quien dani evoca con su deliciosa candidez. Pero en “veinte” se reconoce asimismo el latido minimalista del pop y el R&B más actuales; a los nombres clásicos hay que sumar otros como Frank Ocean (la juguetona “Ojalá”), FKA twigs (la hipnótica “Mira”) o, el de mayor peso, Billie Eilish. “veinte” no solo remite a Eilish musicalmente, también lo hace en materia literaria: uno piensa en ella al escuchar las letras directas y conmovedoras del álbum, relativas a los miedos y la incertidumbre que comporta el tránsito a la edad adulta. Angustia posadolescente de altos vuelos. Javier de Diego Romero
A la primera escucha del nuevo disco del cantautor de Almacelles (Lleida) podríamos pensar que este es un disco de voz y guitarra. Falso. En “La veu de la muntanya” se palpa un arte y oficio depurado mediante sus discos anteriores. Baró, con el apoyo de Héctor Beberide –que despliega una soberbia paleta de colores tradicionales con acordeón, buzuki, flauta irlandesa, órgano, mandolina...– forja canciones solemnes, apuntaladas en la efectiva sencillez de unos arreglos excelentes y que interpelan al oyente con una voz atemporal. Este es un disco para darse cuenta de cómo los géneros de la música popular están entrelazados: las canciones de bandoleros son exactamente lo mismo que las murder ballads de la América profunda, y los acordes menores de la preciosa “La veu de la muntanya” los podría estar rasgando uno de los Setze Jutges o un hillbilly de las Ozark (si no fuera porque la guitarra no saltó a la música folk hasta bien entrada la década de los 50 del siglo pasado). En esta ocasión, la poesía de Baró deja atrás la nostalgia: alza una voz –sin ira ni estridencia, llena de dignidad– ante un mundo que se hunde en el caos y la descomposición. Su manera de decir que todo se ha ido a la puta mierda es sacarse de las alforjas doce limpias canciones llenas de piedad. Ricard Martín
El mundo se derrumba y nosotros escuchamos a Mujeres. ¿Qué más podemos hacer si no? Las cosas ya estaban hechas una mierda antes de esta pandemia, pero íbamos tirando con nuestras alegrías de andar por casa. Con eso reconectamos, a base de guitarras frenéticas, melodías pegadizas y letras que son himnos, en su quinto álbum de estudio, “Siento muerte”, que nos grita que aguantamos esto y más. “10 canciones como 10 poderosos golpes de afecto”, dicen. Mujeres han encontrado la fórmula infalible de rock y amistad, pero lo cierto es que si abres tu disco con un hit garagero como “Tú y yo” y continúas con “Besos”, en realidad has venido a hablar de amor. O de perderte en el intento. Su narrativa del eterno retorno nos atrapa en un bucle de euforia pop, y nos desgarra la voz a cada coro. Un disco de actitud “Todo bien”, pero ahí estamos otra vez, entrando al lío, pesaos, rompiéndonos de nuevo. Y, si no funciona, nos pedimos otra y, como en “Cae la noche”, “reír, te reirás”. Luego ya se verá. “Siento muerte” son 32 minutos para celebrar las cosas buenas en medio del inevitable fracaso que es la vida de muchos. Lo hacen tan bien que hasta un “Auténtico colapso” nos sienta como un abrazo luminoso. Cuando la intensidad acaba y nos despedimos, “Algo memorable” da ese último suspiro lleno de ilusión para mirar los desastres que arrastramos y admitir que, en el fondo, ha estado bien. Eva Sebastián
10 canciones y 25 minutos: ni necesita más ni le sobra nada a la mallorquina Maria Jaume para desmontar cualquier prejuicio con los que una se adentre en la escucha atenta de “Fins a maig no revisc”. ¿Que la juventud es sinónimo de inmadurez? Ahí te van las letras milimétricas de “Més minuts que paraules”, el detalle caligráfico de “Terra banyada”. ¿Que los concursos musicales se fijan más en lo comercial que en la calidad? En este caso, el muy popular Sona 9 estuvo muy fino en poner la mirada sobre esta veinteañera del minúsculo Lloret de Vistalegre, población 1.372 habitantes en 2019. ¿Que la simplicidad es simpleza? Habría que probar a decir más con menos de lo que se dice en las ocho frases de “Autonomia per principiants”, la que abre el disco.
Para contar sus “rollitos internos”, como así ha definido las historias mínimas de esta decena de canciones, Maria Jaume abandona el inglés de sus primeras canciones y las viste con el dulzor de ses Illes. Felizmente, podríamos decir, porque cuesta trabajo pensar cómo podría sonar mejor la canción que da título al disco: “Fins a maig no revisc / però no mat lo malaltís / Expectant es dolor ara / Un forat a n’es pit / Jo amagant incertesa / tu vomitant lo no escrit”. La calma breve del disco, fruto de la inmediatez generacional, necesita muy poco más en lo arreglístico para sonar a pura primavera: naciente y todavía incierta, pero preñada de luz, de risa y de ganas. Marta Pallarès
Las distopías acostumbran a ser alertas. Recordatorios de mundos venideros donde todo está hecho una mierda y que, sorpresa, son bien parecidos al nuestro. El destino ha querido que el disco de rap más apocalíptico y disruptivo de los últimos tiempos en este país haya aparecido en plena época de cuarentena. Un mood idóneo para no tachar a Erik Urano, aka Flat Erik, de exagerado en su retrato de Valladolid como “Neovalladolor” y atender a sus reflexiones, extremas pero de actualidad.
Esa Valladolid que construye el rapero no es más que la tensión entre hiperconectividad y vacío, entre equilibrio y caos, algo que vive cualquier ciudad posindustrial. Es por ello que, pese a lo explosivo del contenido, con mensajes a menudo crípticos, es fácil empatizar. La sensación de hastío está bien representada por el grime y la electrónica densa y galáctica, e incluso por incursiones en terrenos marcianos: “Molecular”, con Merca Bae, es un reguetón “subatómico”.
La producción de “Neovalladolor” es variada y trepidante, sobre todo por el acierto en los compañeros de camino: BSN Posse, Lost Twin y $kyhook. Rap avanzado, muy británico y apocalíptico, para un contexto extraordinario. Yeray S. Iborra
Entre el primer sol que despierta a la inicial “Fa bon temps” y el levante otoñal que mece la despedida de “Ballem!”, transcurre “El ball i el plany” como la síntesis madura y afortunada de todas las músicas que Joan Garriga ha ido explorando e interiorizando a lo largo de sus 48 años. En este nuevo proyecto con viejos colaboradores (Rambo a la batería y Madjid Fahem a la guitarra: integradísimos), Garriga ya no se conforma con dar con ese estribillo de música popular que se perciba igual de redondo en Colombia, Jamaica, el Magreb, México o en la falda de su Montseny. Esta vez, ya desde el título, también quiere hallar el equilibrio ying y yang de las distintas músicas del planeta que visita. ¿Cuánto hay de alegría en el lamento de un acordeón? ¿Y cuánto hay de tristeza en una gresca rumbera? ¿Y de felicidad pura? ¿Y de pena máxima? Joan Pons
“Días raros” se grabó en el verano de 2019, así que su nombre nada tiene que ver con el funesto 2020 que se aproximaba. Capítulo cerrado. El segundo disco de Oihana (guitarra y voz), Leire (bajo), María (teclado) y Lauri (batería), en cambio, sí que tiene algo de confinamiento, el emocional, un universo personal recogido en cuatro paredes de introspección y retrospección. Para esos días en los que no encajas con la realidad exterior. Si en 2017 entraron al estudio con apenas tres meses de ensayos y canciones sin acabar para grabar el esencial “Melenas”, “Días raros” es un disco más rodado, con mayor variedad de registros para un grupo curtido desde la lanzadera que supuso el paso sobre la bocina por el SXSW a base de subirse al escenario de garitos como su Nebula pamplonés a los grandes focos de Primavera Sound, Eurosonic en Groninga y Freakender en Glasgow. La lluvia de etiquetas podría extenderse desde el garage pop al punk-pop o el pop lisérgico, pero Melenas se expresan simplemente a través del pop. Melodías, estrofas y estribillos claros, con gusto por la reverb y unos teclados expansivos ahora con mucha más presencia. En apenas cuatro años el grupo ha alcanzado una notable proyección internacional: sin ir más lejos, “Días raros” llegó coeditado por Elsa Records y Snap! Clap! Club en España y por Trouble In Mind en Estados Unidos. Cesc Guimerà
“Gran Pantalla” es un trabajo conceptual. “Hablamos de un espejo que captura y transforma lo que refleja, que simula el universo entero, dándole un nuevo sentido para que habitemos en él. Cuando hablamos de la Pantalla, hablamos de Dios”, explica la banda madrileña en la hoja promocional. Cierto: nada de esto suena novedoso en una era sobresaturada de artefactos culturales distópicos que han caducado rápidamente ante el vertiginoso ritmo de la actualidad.
Sin embargo, hay bastante lucidez en esta desesperada plasmación del presente: “Motores de búsqueda avanzada”, por ejemplo, habla de que la libertad se conquista, no se instala; “Libertad obligada” podría haberse titulado “Muerte de un influencer”, y “Atentado” sitúa a la Ley Mordaza como una consecuencia más de este espejo deformante en que lo real se confunde con lo simulado. El grupo mete tres interludios instrumentales con voz en off tipo Alexa para dinamizar un conjunto en el que sigue predominando el punk de 1977 con algunas fugas siniestras y un espíritu que recuerda mucho al “Inercia” (1992) de Lagartija Nick.
La sensación de verdad y desgarro con que el vocalista Álvaro García ataca las canciones sigue siendo otro de sus grandes valores. Momento favorito: “2k20” a partir del minuto 2:30, cuando las guitarras se incendian y él grita: “¡Somos etiquetas! ¡Somos contenido!”. Una vez más, Biznaga han entregado un álbum vibrante, brutal y tremendamente necesario. David Saavedra
Tras el inesperado “Folk Souvenir” (2016), la mallorquina Joana Gomila da otro golpe de timón con “Paradís”. En estrecha alianza con Laia Vallès, acomete un trabajo en el que la deformación vocal vía vocoder, a la manera de su admirada Laurie Anderson, adquiere un tono destacado, tal como evidencia la canción inicial que titula el disco. También recurre a la spoken poetry, incluso en italiano en un “Dianita” con una voz entre el vocalese jazzístico y los gorgoritos de la ópera. En temas breves, que en algún caso no alcanzan los dos minutos, como “Ei, ei, ei”, su folk se tiñe de un halo sintético.
Y cuando las canciones se vertebran siguiendo la tradición oral, caso de “Els ametllers”, las disonancias e interferencias se imponen a lo folclórico. Hay algún remanso en el que la pureza de la voz, cantando y recitando, domina los arreglos espectrales, como “Ses flors”, en conexión con la estoica solemnidad de “Ses aigües són salades”, que une a Maria del Mar Bonet con Holly Herndon.
En “Preludi 28º15’”, conectado a “En tornar”, la pureza de la voz de nuevo retrotrae a los ancestros, sobrevolando arreglos orquestales. El final, “Illa”, con voces que cantan y recitan superpuestas, es una elegía por un paraíso que se desvanece, incidiendo en un vanguardismo a prueba de comercialidad que le han ayudado a plasmar Jaume Manresa y Joan Miquel Oliver (ex Antònia Font). Ramon Súrio
El de María José Llergo ha sido uno de los álbumes de debut más esperados de la historia reciente de la música española. Al final, ha entregado “un disco chico”, en sus propias palabras, con siete temas cuya cohesión es tan asombrosa como una obra que consigue hacer honor a su título y estar incluso por encima de las expectativas.
“¿De qué me sirve llorar / si cantando llego al cielo?”, lanza en un tema de apertura que, para enraizarla más en la tierra, se abre con el sonido de una azada y la voz de su abuelo. La guitarra flamenca de Marc López y los sutiles arreglos electrónicos de Lost Twin funcionan como aderezos austeros para dejar que sobre ellos planee libre la voz de María José.
Los textos, todos suyos, se sustentan en oraciones breves pero poderosas, que funcionan casi a modo de mantra y que identifican cosas que le infligen dolor y las exorcizan mediante la belleza. “Soy como el oro / cuanto más me desprecias / más valor tomo”, canta una y otra vez sobre un hermosísimo manto de sintetizadores en “Soy como el oro”, un tema que puede llegar a recordar al “Song To The Siren” de Tim Buckley en la versión de This Mortal Coil.
El más emocionante ejemplo de lo que busca y consigue es “Nana del Mediterráneo”, donde su voz y sus palabras son como lágrimas que acunan a personas rotas al tiempo que denuncia a esa Europa que pierde las uñas. Ningún superlativo con el que intente finalizar la reseña hará justicia a lo que me transmite este disco. David Saavedra
Es el cuarto disco de Israel Fernández, once cantes cortos (solo tres superan, por poco, los cuatro minutos) hechos con tranquilidad –de los que él es letrista y compositor en su mayoría– que reflejan la crónica de un encuentro deseado, por ellos y por mucho aficionado al género, el del cantaor toledano (de Corral de Almaguer) con el guitarrista jerezano Diego del Morao; dos hombres y una esperanza: la de que miren hacia atrás y se reconozcan, la de que no sean una imitación de sí mismos ni de otros, ni tampoco, con entrenamiento y suerte, una muy lograda parodia, la de que no acaben solo haciéndolo bien y nada más.
El álbum suena pausado, reteniendo el tiempo y mostrando a esos viejos que ambos llevan dentro (31 años cumplió Israel en marzo; Diego, 42 en septiembre). Hay poco aditamento (básicamente, solo su voz y guitarra, con puntuales aportaciones: Piraña, Chaboli y Luis de Periquín a la percusión, y Juan Grande, Juan Diego Valencia y de nuevo Periquín a las palmas). Las letras de Fernández están bien dichas y sacadas, con conocimiento, la ejecución de Diego es delicada, cristalina incluso (esas excelsas introducciones suyas en la malagueña del Mellizo “La casa pequeña” y en la murciana “La bella murciana”, un rescate inspirado en las que hacían Gabriel Moreno y el Cojo de Málaga). Hay gusto, muy buen gusto, en la granaína “El mandamiento”, en los tangos lentos “Querencia”, con Israel jugando menos con el precipicio que en directo, aunque quedándose a un solo quejío de distancia, como si estuviera gestionando con paciencia la euforia que hay a su alrededor, sabiendo que, como canta en los tientos “La amada”, “tengo que engañar al tiempo, que se detengan las horas para recrearme en tu cuerpo”. Toca abrir la ventana: que entre este aire fresco, desde el inicio por alegrías hasta el cierre por fandangos. La esperanza del final del primer párrafo anda cumpliéndose. Miguel Martínez
No han sido justas estas últimas décadas con Víctor Coyote, autor de trabajos tan recomendables como el infravalorado “Lo bueno, dentro” (1995). Sin embargo, él nunca ha dejado de luchar contra un destino marcado que, ahora, debería pegar un cambio brusco en su reconocimiento.
Siempre apelando a lo popular, el de Tui moldea su álbum más redondo desde el memorable “Mujer y sentimiento” (1985), con el que alcanzó el súmmum del inconfundible punkabilly latino que abanderó al frente de Los Coyotes. Y es que “Las comarcales” es un trabajo repleto de canciones maceradas como el buen whisky de barrica. Historias de lo cotidiano y lo sublime, donde John Cheever y Tom Waits se lanzan besos desde los extremos de una taberna de pueblo portuario.
Del regusto fronterizo en “Sentimiento barato” al blues desgarbado de “A pena do home necio”, la cumbia y los cantos que ondean en el Delta del Misisipi empujan un guion labrado desde la exploración al más puro estilo Ry Cooder y que, para la ocasión, ha cuajado en melodías arrabaleras de salitre y barro como “Costa Nova” o “Cumbia de milagro”: dos de las cimas más gustosas de escalar en esta sentida reivindicación que Víctor hace del mapa de carreteras transoceánico que ha definido siempre su sello. Uno que, en esta ocasión, resulta más conmovedor y festivo que nunca. Marcos Gendre
Aunque el anuncio de la “Revuelta Enemiga” en 2012 pudiese sonar entonces a otro ejercicio de nostalgia retromaníaca, la banda madrileña ha demostrado que, sobre todo, lo suyo era un asunto de oficio y pulsión creativa. Su segundo álbum de esta etapa –tras “Vida inteligente” (2014)– los sitúa en un lugar extraño, ya que convive en el tiempo con el debut tardío en solitario de un Fino Oyonarte en estado de gracia y con la carrera de Josele Santiago en un punto álgido con “Transilvania” (2017). De hecho, parece claro que Los Enemigos no son prioritarios para ellos, sino un grupo latente que asoma la cabeza o se pone a dormir según las circunstancias y las necesidades.
Hay ligeras novedades en este “Bestieza”. La más llamativa, la incorporación como guitarrista de David Krahe (lugarteniente habitual de Josele en su trabajo en solitario) en lugar de Manolo Benítez, que ha decidido priorizar su militancia en Porretas. La otra es la presencia en la producción de Carlos Hernández. Tal vez a él se le pueda atribuir la responsabilidad de ese quiebro hacia un power pop de regusto más indie en el contagioso single “Siete mil canciones” o en “Vendaval”, si bien es cierto que a Fino siempre le tiró mucho eso. Precisamente el bajista toma la voz cantante en “Océano”, uno de los mejores cortes del disco, que reacciona contra la cultura actual de las apariencias.
Tema central de este “Bestieza”, de hecho, es la perplejidad de los autores ante el discurrir de los tiempos, ya sea el imperio de los algoritmos, el regreso de la extrema derecha, la picaresca de la solidaridad o la incomprensión ante su retiro del mundanal ruido de la vida rock. Vamos, que Los Enemigos bien, como siempre. David Saavedra
Pedro LaDroga no ha parado esta cuarentena. Literalmente. Porque Pedro no sabe cómo estarse quieto y porque tampoco quiere aprender a hacerlo. Después de sacar “Na de na” en abril, “Lo ke tengo” en mayo y “Tan difícil” en junio, faltaba el plato principal, reservado para octubre. Adelante el 3D, esa calavera con el pelo verde, “FANTASYA” y sus 17 temas, que incluyen colaboraciones con C. Tangana, María Sioke, $kyhook, Enry-K, Esteban y Manuel o Kabasaki, entre otros.
La digievolución que ha sufrido Pedro LaDroga –así ha calificado él mismo su estado actual y lo ha demostrado a través de un sacrificio visual– implica dar un paso hacia delante en su performance, fusionando todavía un poco música y personaje. Frente a la oscuridad en la que nos sumió “EUROCOCA” (2019), “FANTASYA” es un proyecto más ajustado a los estándares del mainstream, capaz de sintetizar registros muy alejados y vomitarlos a la vez en un ejercicio de extrañamiento constante. Lo que escuchamos nos es familiar y ajeno al mismo tiempo: en algunas canciones no hay ni rastro de Auto-Tune y en otras prácticamente se exprime tanto que apenas es posible distinguir otra cosa. Destacan “ER BARRIO”, donde explora la salsa y el flamenco; “Gotta da’ potion”, con un sample que repite “What the fuck is the internet?” –recadito para los boomers–; “Te dejé correr”, una suerte de trance psicodélico, y, por supuesto, “Kawasaki”, con María Sioke, un canto a la carnalidad prohibida en nuestra primavera pandémica: no poder bailarlo con las amigas es la definición última de esa desgracia llamada 2020.
Pedro LaDroga sale otra vez a jugar con todo, armado con un mazo promocional de cartas Magic, donde Petter Griffa se convierte en vampiro, ángel y dragón mientras su música arrolla, vuela y tiene prisa. No hay otro plan posible: echar una partida mientras suena de fondo “de fiesta en la piscina, en la playa o en la cocina, en la terraza, en la cochera, en el jacuzzi, en el parque, en el parking, o en la rave, en la sala o en la disco, en la puerta, de reservao o en la alameda, en tos’ laos. Fantasy, fantasy, fantasy”. Berta Gómez Santo Tomás
Igual que “L’amor fa calor” (“Oh, oh!”), el single, se empecinó en presentar su firme candidatura a canción del verano pese a publicarse en septiembre, Clara Viñals nunca se ha resignado a que la encasillen. No se lo ha puesto fácil que el timbre de su voz dulcifique incluso letras tan sardónicas como la de “Fent amics” (“Els afores”, 2017), pero con “L’amor fa calor”, el álbum, el trío de Lleida Renaldo & Clara, el proyecto al servicio de sus canciones que Viñals comparte desde 2009 con Víctor Ayuso y Hugo Alarcón, se sacude de encima las influencias del Donosti Sound de los 90 de sus primeros trabajos.
Si sus predecesores habitaban en un espacio musical clásico y atemporal, en “L’amor fa calor” brilla una producción en clave de pop contemporáneo, que se nutre del R&B reciente, aunque sin estridencias, con los sonidos orgánicos y los electrónicos en equilibrio sobre las melodías. Las canciones explotan a partir de ganchos melódicos que se clavan como anzuelos y se visten con coros y adornos sintéticos, las percusiones marcando latidos bailables. Porque sí: aunque sea con un meneo cadencioso, las canciones de Renaldo & Clara ahora se pueden bailar. “Rodones” y “L’atur és el futur” podrían sonar en la pista del clubbing global, entre el “Papaoutai” de Stromae y el “Township Funk” de DJ Mujava.
Los tópicos siempre han estado ausentes en las letras de Viñals, que logra decir como nunca nadie antes algo que se ha dicho muchas veces, como el estribillo “Te me n’estàs anant de les mans” de “Per fer-te una idea”, una canción de amor que prescinde del léxico habitual para cantar este tema. “L’amor fa calor” (la canción) transmite una sensualidad poderosa desde la misma selección de palabras, y “Una vegada” reivindica el dialecto occidental del catalán en el que canta Clara con esa ironía suya que envenena sus versos. Marta Salicrú
El cuarto álbum de Single –quinto si contamos “Anexo” (2012), su repaso a voz y guitarra de parte de su repertorio– llega tras las gemas de “Pío Pío” (2006), “Monólogo interior” (2010) y “Rea” (2014), perlas de sensibilidad exquisita expuestas con refinamiento lírico e imaginación sonora.
“El roce”, el single que el año pasado abrió la veda del nuevo disco, ya puso la miel en los labios: la canción, una melancólica historia de amor, mostraba al dúo con sus mejores poderes melódicos y, además, en la cara B (“Un roce al paso”) recuperaba al Aramburu musical, recitando al Cernuda de “Los placeres prohibidos” (1931) con el poema “No decía palabras”.
Bañado por la melancolía y una cristalina atmósfera de congoja –el álbum está dedicado a la desaparecida Eva Solex (Pretty Fuck Luck, Los Caballos de Düsseldorf)–, las canciones van discurriendo por un paisaje que a veces parece evocar fotogramas de wésterns imposibles –esa maravillosa “El sueño”– o capítulos de mitología de cristal –“Pegaso”, “Hola, soy Dafne”–. “Marta, Quimi y yo” es un pequeño gran himno a la amistad que puede remitir a sus admiradas Vainica Doble, mientras que “Madrugada Belle Époque” evoca los tintineos de un recuerdo pasado (“todos duermen, yo no”) en lo que parece una postal de madrugada dedicada a San Sebastián, y “Canción para hombres grandes” se mece a ritmo de vals en su admirable elegía al género masculino.
“Hola” se cierra con una apropiación de “A las seis” del dúo malagueño José y Manuel (Martín Fernández), antesala de Solera, aparecida en el álbum “Génesis” editado por Hispavox en 1971, aunque al parecer Teresa & Ibon conocieron el tema en la versión del dúo colombiano Ana y Jaime. Juan Cervera
Pues al final el futuro ha llegado y todavía nadie lo hace como La Zowi en “Élite”. Por si todavía quedaba alguna duda a estas alturas, que el trap no es tanto un género musical como un código o una filosofía vital, se confirma definitivamente con el lanzamiento más largo hasta la fecha en la carrera de La Zowi, quizá el nombre de la escena de aquí al que menos material le ha costado diferenciarse. Pocos momentos durante los 24 minutos que dura el trabajo encajan fielmente en esa plantilla trap que ya nos habíamos aprendido de memoria: esto es otra cosa. Que a su socio habitual Mark Luva, un verso suelto en el panorama de productores de aquí por su tendencia industrial, se le sumaran otros beatmakers particulares como Jam City, Based Kash o el tándem Sinjin Hawke–Zora Jones (con la que ya trabajó en 2016 en “Obra de arte”) termina resultando en un lenguaje propio difícil de ubicar.
En realidad, que 2020 haya impedido las presentaciones en vivo ha terminado siendo una fatalidad con trasfondo poético en su caso. ¿En qué contexto iba a encajar exactamente? Casi era más fácil imaginar su escenificación dentro de la programación de un festival de electrónica avanzada que en uno de propuestas derivadas del rap, pero finalmente esta mixtape visionaria solo ha pertenecido a internet. “Élite” tiene apariencia urbana, sí, pero sus nueve cortes nos recuerdan que una ciudad suena de muchas formas diferentes a día de hoy.
El relato queda marcado por el tema de apertura y el de cierre: de “Fulana” a “Boss”. La Zowi le canta al lujo y el dinero como alguien que no siempre lo ha tenido a mano. “Tengo de to’, doy gracias a Dios. Voy con un papi, Christian Dior”, dice en “Filet Mignon”. Ahora tiene, además, una obra adelantada que debería convertirse en una plantilla a usar por los que vengan. Víctor Trapero
Triángulo de Amor Bizarro podrían apoltronarse en el mullido diván de la autocomplacencia para beber a morro las copiosas reservas de buena reputación que acumulan. Podrían limitarse a seguir pasándonos por encima en los conciertos, impías purgas de ruido con efecto sanador que conservan el desafiante carácter de siempre. También podrían diluir los componentes de su belicosa fórmula magistral para ampliar predicamento entre el público más asustadizo. Pero prefieren mirar hacia delante, extremar las posturas e investigar otros procesos de creación sin renunciar a su acerado instinto artístico. Es justo lo que esperamos de un grupo así. Actitud, elocuencia formal, inconformismo, dientes apretando la presa.
En lugar de subir el exigente listón que jalona su discografía, “oɹɹɐzıqɹoɯɐǝpolnƃuɐıɹʇ” lo hace astillas. Conquista nuevos espacios de expresión para el cuarteto, integrándolos sólidamente en su discurso. En el quinto álbum de los gallegos encontramos pasajes extraídos del libro de estilo de Big Black –“Ruptura”–, orfebrería melódica a lo New Order –“Vigilantes del espejo”– y armazones rítmicos jamaicanos trabados con pop de ensueño, como “No eres tú”. También hay colisiones de poesía folk y electricidad punk –“Folía de las apariciones”–, severas invectivas de mecánica y política –“Calígula 2025”– e incluso una epopeya robótico-industrial: “Fukushima”. Impresionante. César Luquero
Yung Beef es como esa estrella del deporte que surge una vez cada mucho. Si no es de tu equipo, lo odias. Y si juega en tu escuadra, te acostumbras tanto a su magia que sus regulares actuaciones estelares son otro día más en la oficina. Tanto su aparición arrolladora en el juego –que pasa por el clásico y autoeditado “R.I.P. Secx 199X-1999” (2012) o sus temas en Soundcloud, bajo alias dispares como Yung Yasuni– como sus años hiperproductivos a mediados de década parece que tuvieron lugar en otra vida. Pero nada de eso: sigue siendo uno de los artistas más prolíficos.
Tan prolífico, de hecho, que se permite el lujo de presentar un trabajo doble para cerrar un 2020 pandémico, cuando los principios de la economía del comportamiento nos dicen que nuestra atención es limitada. El díptico “Sonrisas” / “Lágrimas” representa una rareza en este contexto. Dos caras, firmadas codo a codo con dos productores que, partiendo de diferentes propuestas de valor, complementan a la perfección el estilo de crooner callejero de Yung Beef: Pipo Beatz a los mandos de “Lágrimas” y Paul Marmota a cargo de “Sonrisas”. 17 cortes en los que vemos la versión más madura del de Granada hasta la fecha, tanto en forma como en fondo.
Con la excepción del mambo transoceánico “Si mañana me muero”, que abre a modo de megamix, “Lágrimas” instala su sonido en el sad perreo, perfecto para bailar triste en el marco del confinamiento mental y físico. Como contrapunto, “Sonrisas” nos sumerge en un ambiente más vibrante en sus texturas, pero en ningún momento abandona el tono reflexivo de un conjunto que, orquestado por Beef, genera un diálogo entre las dos tapes. Todo ello con las aportaciones de invitados como Brodinski, 645AR, Alex Fatt, Javielito, El Habano, Kaydy Cain, Polimá Westcoast y Safa Diallo.
Lo único que podemos añadir para cerrar es preguntarnos: Seco, ¿por qué nos has tenido esperando hasta diciembre? Al Sobrino
La trayectoria descrita por Soleá Morente trasciende la mera verticalidad para desafiar toda ley gravitatoria. Un ascenso en permanente aceleración, impulsado por la progresiva suelta de lastre personal y por su paulatino acercamiento al puente de mando, en una nave atestada de tripulantes insignes con las bocamangas llenas de galones. La madrileña ha avanzado desde posiciones subalternas en proyectos de profundo calado simbólico –aquel “Homenaje a Enrique Morente” (2012) de Los Evangelistas– hacia un liderato sereno, sin perder el vínculo con la nutrida nómina creativa que la ha acompañado en su camino a la estratosfera.
“Lo que te falta” empezó a germinar al mismo tiempo que “Ole Lorelei” (2018), álbum de amplísimo espectro pop facturado junto a Lorena Álvarez y Alonso Díaz, que la confirmó como artista de visión panorámica. La idea de hacer un disco dominado por el estrépito de las guitarras saturadas se evaporó cuando el productor David Rodríguez –uno de los padres fundadores de nuestro noise-rock, vaya paradoja– emitió un dictamen inesperado, encauzando el sonido de estas canciones por los canales de la rumba y el alborozo flamenco. Las pusieron en manos de músicos allegados –los guitarristas Víctor Iniesta y Eduardo Espín Pacheco–, modelándolas en el salón de la casa con vistas al Rastro en que Soleá creció. Y las tallaron con vocación reivindicativa, apelando al legado popularísimo de Bambino, Rocío Jurado, María Jiménez y Lola Flores, en una acertada maniobra que también convoca el recuerdo de Las Grecas, del crucial catálogo flamenco de Nuevos Medios o de la intrépida labor de Cathy Claret.
La pujante desenvoltura artística de nuestra protagonista cristaliza en las primeras canciones que rubrica sin que participen terceros. Estas delimitan los márgenes sonoros y anímicos del disco en un viaje que arranca en Cuba –“No puedo dormir”– y termina en nuestro sur –“Tutti Frutti”–, trocando ansia por travesura. Estamos ante un trabajo ajeno a falseos en la pista de una voz que avista distintas cimas interpretativas. No extraña que a la grabación del tema titular le sucediera un baño de lágrimas, porque hablamos de una prodigiosa partitura de La Bien Querida atravesada por jaleos de otro mundo y electricidad en crescendo que deja el alma a la intemperie. “Condiciones de luna”, escrita a medias con Jota Planetas, tiene una receta radicalmente distinta –comparte aliento ensoñador con algunas composiciones de “Tendrá que haber un camino” (2015)– pero su efecto es igualmente devastador. Asistimos, incluso, a sustanciosas transfiguraciones de naturaleza dispar. “Cariño”, original de La Estrella de David, sitúa al disco en ese descocado raíl rumbero. “Pero es de noche” actualiza en clave voltaica una de las muchas enseñanzas de su padre. Y la apertura de “Cosas buenas” –una granaína– nos recuerda que Soleá Morente no renuncia al objetivo de integrar la tradición flamenca en nuestro olvidadizo contexto pop. Todo encaja sin holguras ni estrecheces. Aquí no falta nada. César Luquero
1986 El Último de la Fila Enemigos de lo ajeno / 1987 Claustrofobia Repulsión / 1988 Pata Negra Blues de la frontera / 1989 La Granja Azul eléctrica emoción / 1990 Os Resentidos Jei / 1991 Negu Gorriak Gure jarrera / 1992 Albert Pla No solo de rumba vive el hombre / 1993 Negu Gorriak Borreroak baditu milaka aurpegi / 1994 Cancer Moon Moor Room / Family Un soplo en el corazón / 1995 Beef Tongues / 1996 Superelvis Happiness Is Stupid / 1997 Morente & Lagartija Nick Omega / 1998 Los Planetas Una semana en el motor de un autobús / 1999 Andrés Calamaro Honestidad brutal / 2000 Sisa Visca la llibertat / Vainica Doble En familia / 2001 Nacho Vegas Actos inexplicables / 2002 Nosoträsh Popemas / 2003 Refree Nones / 2004 Josele Santiago Las golondrinas etcétera / 2005 Sr. Chinarro El fuego amigo / 2006 Sr. Chinarro El mundo según / 2007 Los Planetas La leyenda del espacio / 2008 Joe Crepúsculo Supercrepus / 2009 La Bien Querida Romancero / 2010 El Guincho Pop negro / 2011 Lisabö Animalia lotsatuen putzua / 2012 Hidrogenesse Un dígito binario dudoso. Recital para Alan Turing / 2013 Za! Wanananai / 2014 Single Rea / Sílvia Pérez Cruz & Raül Fernandez Miró granada / 2015 Niño de Elche Voces del Extremo / 2016 Malandrómeda Os corenta e oito nomes do inimigo / Cada can que lamba o seu carallo / 2017 Rosalía Los Ángeles / 2018 Rosalía El mal querer / 2019 Kiko Veneno Sombrero roto ∎