El Azkena Rock Festival, en su vigésima edición, puede presumir de haber vuelto a lo grande: 48.000 personas pasaron por Mendizabala en los tres días de festival (y digo visitando, que no abarrotando): el rasgo distintivo de Azkena es la comodidad con la que el aficionado puede gozar de los conciertos, bien sea trasegando birra en la hierba –con esa estratégica elevación que permite ver y beber incluso repantigado– o situándose a pie de escenario en tres pasos sin tener que clavarle el codo en el ojo a nadie. No hubo ni colas, ni agobios, ni colapsos logísticos, ni coincidencias horarias de esas que rasgan camisetas de Motörhead. Ni siquiera en el año en que ha conseguido su récord de asistencia. ¿Decía trasegando birra? Este año la cerveza subió a cinco euros, un precio incluso superior al de Primavera Sound. Una circunstancia que en otros lares habría indignado al personal, si no fuera porque el balsámico colegueo de tres días de rock’n’roll apacigua cualquier queja (y es de agradecer que Azkena sea ajeno a esa indignante tendencia del foso VIP).
Para el azkenerío, cruzar las puertas de Mendizabala es un ritual y, a la vez, una suspensión de la realidad durante dos o tres días en los que celebrar la amistad, el buen comer y el poder redentor de todas las derivaciones del rock’n’roll, desde las más cafres a las más sutiles y exquisitas. Ha traspasado los límites de lo musical para poner un pie en la fiesta antropológica, llámese Patum de Berga o Sanfermines (pero aquí no hay hostias ni multitudes). Las acusaciones de falta de artistas femeninas se saldó con un sábado de trío estelar –nada menos que tres pioneras del country-rock, el glam y el punk– y el cariño y conexión generacional entre el público se trasladó también a escena, con Emmylou Harris haciendo un cameo con la Smith, o Lenny Kaye echándole una mano a Robyn Hitchcock.
El matriarcado del sábado tuvo una correspondencia en cifra récord de niños en el festival, unos 800 menores de edad. Para futuras ediciones, uno pediría la ampliación de la morrocotuda carpa Trashville. Ya sabemos que la peste a sobaco es patrimonio del club garagero, pero no hace falta trasladar esto a los festivales. Vinimos buscando el fresquito vitoriano y acabamos asados a 40 grados, pero valió la pena. RM
La actuación más esperada del festival colmó las expectativas: a diferencia de otras leyendas que se han limitado a cubrir el expediente Azkena (como Bob Dylan), la Smith se vació en el escenario, demostrando cómo una artista de 75 años con nula parafernalia escénica –tan solo con su talento y magnetismo– puede hipnotizar a 25.000 personas. Aparte de descargar sus clásicos con una banda impecable (¡esas chispas guitarreras que saltaron entre su hijo Jackson y Lenny Kaye!), transmitió un mensaje humanista –“El futuro es ahora y es vuestro, no no lo dejéis en manos de las grandes corporaciones”– cuya sinceridad emocionó al público y a la misma artista, que no pudo contener las lágrimas. Hubo mucho rock’n’roll: escuchar lo de “Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos” como preludio de una sucia “Gloria” tiene peligro. Dedicó un pedazo del Dylan folk a Emmylou Harris, quien le correspondió poniendo coros al gran final de “People Have The Power”. Y pese a que no tocó “Rock And Roll Nigger”, se pegó unos bailoteos con el medley de “Helter Skelter” y “I Wanna Be Your Dog” que se marcó su banda y extasió a todo el público. RM
Tras Emmylou Harris y Patti Smith, ambas con 75 años, Suzi –que tiene 72– era la tercera figura más veterana de esta edición. La pionera bajista de Detroit ofreció un recital que para algunos fue un show de rock entretenidísimo y para otros no pasó de verbena efectista con sección de vientos, coristas y purpurina. Algo de ambas cosas hubo en hora y cuarto de éxitos como “The Wild One”, “Stumblin’ In”, “48 Crash”, “Can I Be Your Girl” –en la que cambió las cuatro cuerdas por el piano– o “Can The Can”, a los que sumó una versión de “Rockin’ In The Free World” (Neil Young). JGA