La última vez que vi a Bon Iver en gira y no en un festival, Justin Vernon llenó el escenario del Poble Espanyol con jirones de tela blanca raída que caían en cascada desde el techo y con una nube de luces cálidas que flotaban alrededor de la banda como si fueran velas en una iglesia. Era julio de 2012 y el artista presentaba aquel “Bon Iver, Bon Iver” (2011) con el que arrancaba el único proceso posible después de un álbum tan desnudo, honesto y minimalista como “For Emma, Forever Ago” (2007): la expansión.
Ese proceso era similar al que otros artistas de la nueva ola folk de principios de siglo también habían empezado a realizar con la intención de ajustarse a las grandes audiencias que estaban abrazando sus propuestas musicales. Lo que ocurre es que, visto desde 2022, es inevitable asumir que muchos, la mayoría, se quedaron por el camino. Y también es inevitable entender por qué Bon Iver está donde está, llenando el Palau Sant Jordi de Barcelona en la noche del 7 de noviembre de 2022, después de que la pandemia lo obligara a cancelar las dos intentonas de presentar en la Ciudad Condal su último disco hasta la fecha, “i, i” ( 2019), en los años 2020 y 2021.
En comparación con la propuesta orgánica y naturalista de su actuación de 2012, el Justin Vernon de 2022 despliega sobre el escenario un set de iluminación impactante y futurista: cada músico se ve rodeado por grandes flexos de formas geométricas emparejados con un falso techo compuesto de espejos cuadrados también rodeados de flexos. Columnas de luz arrojadas en horizontal y en vertical se reflejan sobre esta bóveda de placas que flota de forma ingrávida y que se mueve con vida propia, como una danza de drones en el cielo de la noche. El espectáculo es hipnótico, misterioso, impactante, futurista. “¿Bon Iver o ‘Tron’?”, pregunto en Instagram. “Tron Iver”, responde un amigo.
Mucho ha cambiado en el universo de Justin Vernon desde 2012. Tras la intentona de big band del mencionado “Bon Iver, Bon Iver”, “22, A Million” (2016) supuso una ruptura de la que “i, i” fue continuación y ampliación. Puede que el concierto de ayer empezara con “Perth” probablemente porque pocas aperturas se me ocurren más apoteósicas y certeras que esa, con sus líneas de batería marcial y esa guitarra que rasga el continuo espacio-tiempo para plantar tus pies en el suelo y tus ojos en el escenario. A continuación, sin embargo, “666 ʇ” recondujo el caudal de energía musical hacia el presente de Bon Iver.
Una advertencia de ese presente ya había sido plantada en la actuación del telonero: CARM, el proyecto de CJ Camerieri, se dedicó a fabular canciones que no fueron canciones, sino progresiones melódicas o canciones-río, como prefieras. Brumas, atmósferas, ambientes, nubes de sonido que te hacen sentir a la vez ingrávido y desorientado porque no se ajustan a ningún formato clásico de composición. ¿Cómo no ver los evidentes paralelismos entre la propuesta de CARM y la del Bon Iver de los últimos discos?
A partir de “666 ʇ”, Justin Vernon fue dibujando línea a línea, trazo a trazo, el mapa de un sonido que es el mapa de los Estados Unidos pos-Trump y pospandemia. Lo que tiene especial gracia, porque sus últimos dos discos se lanzaron antes de que el COVID desordenara nuestras existencias. Y aun así, es inevitable rastrear en el repertorio de anoche esa fragmentación mental, esa esquizofrenia emocional, esa convivencia imposible de contrarios irreconciliables que la sociedad yanqui está viviendo en los últimos años (porque ya se sabe que los yanquis son especialmente intensos y que, si el resto del planeta vive algo, ellos lo viven al 1000%).
Las canciones se sucedieron como flashazos cegadores que, sin perder su propia individualidad, se concatenaron en un fluir coherente y armónico: cayeron imprescindibles como “iMi”, “Hey, Ma”, “Faith”, “10 d E A T h b R E a s T”, “715 - CR∑∑KS”, “Calgary”, “Blood Bank”, (obvio que) “Skinny Love”, “Holocene”, “33_GOD_”, “Naeem” y un bis final en forma de dupla con “re: Stacks” y “Beth / Rest”. Canciones que, en ocasiones, no deberían coexistir en el mismo espacio de la misma forma que no coexistieron en el mismo tiempo. Pero que funcionan en conjunto gracias a lo aglutinador que tiene la propuesta sonora del Bon Iver actual. Vernon y su banda practican el directo como un puzle en el que cada uno va haciendo encajar un conjunto de piezas minúsculas, una línea de guitarra, unos acordes de teclado, un zumbido sintético, una ráfaga de batería, un calambre electrónico, una voz que se suma a otra voz hasta llegar a la polifonía… Lo orgánico y lo digital no se fusionan, pero sí conviven en una relación de mutuo acuerdo en el que se engrandecen el uno al otro.
Sobre el escenario, las canciones de “22, A Million” y “i, i” suenan más cálidas, más redondas, más vivas. Menos perdidas en el vacío de un espacio abstracto a veces gélido, a veces arisco. Si nos fiamos de lo acontecido anoche en el Sant Jordi, un concierto de Bon Iver es pura magia: es una revisión completamente inédita de lo que siempre hemos entendido como “americana”. Un desafío sonoro extrañamente amable en el que los sonidos conocidos –guitarras que se pierden en el infinito del ocaso, baterías springsteenianas, juegos de voces country entre chico y chica– se conjugan en algo totalmente nuevo, fragmentado, hiperproducido, de estructuras libres. Y lo mejor de todo es que las fórmulas son plenamente reconocibles: puede ser rock apabullante del que hace vibrar la caja torácica, pero también electrónica de paisajes dramáticos y expresionistas. Puede ser una cosa o la otra, por separado o a la vez. Podría ser nada, pero lo es todo.
Y esto me hace volver al principio de esta crónica. Allá donde muchos compañeros generacionales se estrellaron –es decir: la conversión a big band y al (comúnmente vergonzante) adult rock–, Bon Iver ha sabido no solo sobrevivir, sino medrar y evolucionar. Es curioso que el otro nombre que me viene a la cabeza, Sufjan Stevens, también ha acabado apostando por una puesta en escena de neones a lo “Tron”: una especie de revisión del pasado ochentero (bendita nostalgia) en el que va implícito un escapismo hacia el futuro.
Pero mientras que Sufjan sería abanderado de los Estados Unidos hípster y ultramodernos, Justin Vernon lo es de unos Estados Unidos que se sienten más reales y menos virtuales. Por muchos flexos multicolores que ponga sobre el escenario, sigue sonando a América vaciada y rural. Una sociedad colgada entre la melancolía del pasado –los jirones de tela blanca– y la desesperanza del futuro: los neones de colores. Una sociedad que está intentando recomponer los pedacitos de una identidad que ha sido fracturada por sus vivencias más recientes. A día de hoy, así suena la música de Justin Vernon. Así suena Estados Unidos. ∎