Hasta la aparición de “CAN Box” (1998), tres décadas después de la formación de CAN, no se corregía la más grave de las escasas negligencias cometidas por el grupo: desatender la documentación de la faceta que a priori más consustancial le resultaba, su actividad en directo. Era en ese territorio donde con mayor fidelidad se descifraba la alquimia de CAN; no otra cosa sino el momentum, el impromptu del aquí y ahora, lo aleatorio de un instante que surgía de la nada. El término “improvisación” –menos aún jam o free– no sirve para abarcar ese concepto, una suerte de telépata “espontaneidad colectiva constructivista”.
Desechando radicalmente el virtuosismo, fundiéndose la banda en el orgánico fluir de una única e indivisible entidad, tanto en estudio como sobre todo en el escenario, CAN dependía voluntariamente de ese cerebral azar –y de su intuitiva percepción e intercomunicación psíquica– para realizarse plenamente. Máxime en países donde no llegaron a actuar, esa asignatura pendiente había impedido hasta ahora a muchos de sus seguidores construirse una imagen completa del mapa sonoro cartografiado por aquellos zahoríes en busca de magia líquida. Cuando daban con el manantial subterráneo, puesto que por su propia naturaleza dicha fórmula podía resolverse a veces fallida, galopaban como los cuatro caballos del Sol que con sus crines de fuego barrieron el mundo. En el voluble hipérbaton que alteraba, y perturbaba, sus relaciones entre primitivismo y vanguardia, eran como el bárbaro sometido motu proprio a Roma –es decir, a la Cultura– del que D’Ors decía que “no debe prescindir, aunque huya del vértigo, de su vocación de abismo”. Escasas eran las formaciones contemporáneas que podían eclipsar a esos CAN en estado de gracia, acaso los King Crimson de 1972-74 y otros argonautas de la composición automática como Henry Cow y el Miles Davis del período eléctrico. Pocos más.
En estos más de cuarenta años de sequía oficial, los transcurridos entre la fecha de su desaparición –se despidieron con “CAN” (1979), aunque reaparecieron momentáneamente con el álbum “Rite Time” (1989)– y 2021, cuando se inició el programa de álbumes en directo de Spoon –aliviada únicamente por “CAN Live Music (Live 1971-1977)”, doble CD incluido en origen en “CAN Box” (1998)–, diversos bootlegs y cintas, también descargas, paliaron esa inexplicable carencia. Fue un mercado oficioso muy bien provisto, recientemente rentabilizado y legitimado por Spoon Records con una serie de archivo oficial. Por el momento de esta se han desprendido dos entregas: “Live In Sttutgart 1975” (2021) y “Live In Brighton 1975” (2021), ambas en formato triple LP/doble CD. Dicha colección promete indagar a fondo en la materia, aunque no especifica hasta dónde se remontará. ¿Por qué empezar con una doble dosis del año teóricamente crepuscular de CAN? Sobre todo, porque tal declive sucedía únicamente entre las paredes de los estudios Inner Space. En vivo, en 1975-1976, probablemente CAN alcanzaba su apogeo.
El próximo título anunciado reincide también en el período tardío de CAN, 1976, en concreto en una actuación recogida en Cuxhaven, Baja Sajonia. ¿Cómo completar entonces la aprehensión de esa dimensión paralela en la que sublimaban sus numerosas virtudes? No queda otra sino investigar su patrimonio alternativo. Producido y editado por el francés Pascal Bussy –autor de “The CAN Book” (1989), primera biografía del grupo–, el testimonio más antiguo que se conoce de CAN expuestos en público es la casete “Prehistoric Future. June 1968. The Very First Session” (1984). Edición oficial autorizada, muestra al embrión de la banda cuando aún se hacía llamar Inner Space y acababa de aterrizar en Schloss Nörvenich, el palacete donde instalaron su taller de trabajo y, en junio de 1968, ofrecieron su primer concierto con motivo de la inauguración de una exposición artística. La media hora rescatada de esa velada los muestra todavía en estado fetal, pero apuntando ya muchas de sus venideras características. No es hasta octubre de 1970 –un mes antes de registrar “Tago Mago” (1971)– cuando tiene lugar la grabación de un recital íntegro, “Rockpalast”, con ocasión de su primera aparición televisiva ante un auditorio, el del Karusell der Jugend de la ciudad de Soest. Hora y media de cruda catarsis, aunque con altibajos, y el primero de sus documentos pirata en el que interviene Suzuki.
En febrero de 1972 intentaron grabar por su cuenta uno de sus conciertos, el célebre “Free Concert”, evento gratuito celebrado en el Sporthalle de Colonia ante 10.000 espectadores. Inconvenientes técnicos frustraron el empeño, aunque de allí salieron un documental y varios piratas de sonido deficiente. Uno de ellos es “Horrortrip In The Paperhouse”, aunque en realidad responda a distinta fecha y localización, junio de 1972 en la WDR Funkhaus de Colonia, sin duda el mejor pirata de ese período, con percutante sonido y estratégico repertorio. Si bien su factura acústica es de las mejores, “Paris 12 May 1973” destaca por contener dos de sus primeras composiciones fulminantes en sentido estricto. La última aparición de la banda con Suzuki tuvo lugar en el Empire Theatre de Edimburgo en agosto de 1973 y se grabó para publicarla oficialmente. Problemas con las pistas de guitarra lo impidieron. No obstante, el segundo pase de ese concierto aparecía en “Edinburgh 1973. BBC 1974 (Remastered)”, compuesto en su totalidad por edificaciones sonoras erigidas in situ, y sobre él levitan unos CAN en estado casi gaseoso. Tanto “Saarbrücken. 24 October 1975”, fruto de la combustión imprevisible, como “Lyon France January 1976”, metamorfoseando piezas de su catálogo oficial, representan el cénit de unos directos cuyo magisterio ya dominan a fondo, abordándolos tal que un escultor el mármol. Por encima de la aparente deriva, predomina la consignación de estructuras, de formas y volúmenes. De una técnica, en definitiva, a la que podrían aplicarse aquellas palabras de Pierre Boulez refiriéndose a Debussy: “Rechaza las herencias y persigue un sueño de improvisación vitrificada; lo repelen esos juegos de construcción que a menudo convierten al compositor en un niño que juega a ser arquitecto; para él, la forma nunca es algo dado; siempre buscó crear algo inanalizable, un desarrollo en cuyo transcurso la sorpresa y la imaginación conservaran sus derechos”.
Esa fórmula de la composición en vivo le era posible a CAN gracias a la sorpresa y la imaginación, pero también a una compenetración interna de abasto casi cósmico. Sobre todo se diferenciaban debido a su intrínseca concepción del espectáculo en directo como trampolín desde el que propulsarse a una dimensión con su propio sentido del tiempo y el espacio. De una duración de tres o más horas –incluso siete en alguna ocasión–, los conciertos de Can no respondían a planes predeterminados ni respetaban las convenciones al uso –casi nunca actuaban en festivales, rechazaron telonear a Pink Floyd para no poner en peligro las idiosincrasias de su concepto–, sino que se configuraban dependiendo de la atmósfera del local o los ánimos del público, surcando una gama psíquica que podía viajar de la violencia al éxtasis a la velocidad de la luz. Experiencias de difícil transcripción al papel, estas bandas sonoras de CAN suspendidos del aire sin red de seguridad prometen arrojar vivificante luz sobre aquellos rincones y matices menos transitados de su morfología. ∎
Hasta ahora, uno de sus piratas de mayor recorrido. No figura entre los más destacables, pero estudiosos y acérrimos sabrán sacarle provecho, a pesar de que el peor de sus temas sabotee una cara, víctima principalmente de las tediosas licencias que por esas fechas se permitía Michael Karoli con la heroína. Se pueden reconocer rastros de “Bel Air” y otras piezas de estudio, pero predomina un pulso aventurero y exploratorio. Sin pretender la fidelidad absoluta, el sonido logra tensar musculatura.
Aquí abordan estrategias similares –ese tema inicial de tanteo encargado de sondear las vibraciones–, concentrándose tanto en material familiar desarrollado en mayor o menor grado –“Vernal Equinox”, “Dizzy Dizzy”– como deteniéndose en un interludio de electroacústica abstracta à la Stockhausen y un monumental “Vitamin C” de proporciones wagnerianas. Como en el caso anterior, ningún título identifica las piezas; otro síntoma de que Can ya había superado el vocabulario pop-rock.
El álbum que lo empezó todo. “Made in a castle”, decía una leyenda en la portada de esta obra de culto grabada y publicada en 1969 en tan solo dos pistas. Spoon vuelve a fabricarlo ahora en vinilo (de colores) recuperando las tonalidades cromáticas originales de la portada, durante tanto tiempo apagadas por malas reproducciones. Para quienes no lo sepan todavía: aquí se encuentran dos de las piezas más revolucionarias del premier regime de CAN: “Father Cannot Yell” y el titánico “Yoo Doo Right”, su más duradera pièce de résistance.
Parte del mismo programa de reediciones que “Monster Movie” (1969), “Soundtracks” (1970), selección de bandas sonoras cinematográficas, a pesar de su condición transicional y subsidiaria, no menoscaba lo importante que dicha faceta fue para el desarrollo técnico y económico del grupo. Las lenguas bífidas dijeron que la hegemonía de la banda en ese mercado la lograban reventando precios; en cualquier caso les permitiría alumbrar piezas tótem de su catálogo como la mastodóntica “Mother Sky”, la angustiosa “Soul Desert” y su más melancólico zafiro, “She Brings The Rain”. ∎