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on su ópera prima, “Estiu 1993” (“Verano 1993”, 2017), Carla Simón (Barcelona, 1986) se convirtió en la abanderada de toda una nueva generación de mujeres detrás de la cámara que cuentan sus historias desde un lugar muy personal y que han conseguido, gracias a su talento, darle la vuelta al panorama audiovisual español, anclado en las estructuras patriarcales. El cine de Carla Simón parte de la intimidad, de sus experiencias personales y de su familia, pero alcanza una dimensión universal gracias a los temas que aborda: la muerte, la identidad, el sentimiento de orfandad y la pérdida.
Ahora da un paso más allá en su carrera gracias a su segunda película, “Alcarràs” (2022), que ha hecho historia al conseguir el Oso de Oro en la pasada edición del Festival de Berlín. Una obra portentosa, de una delicadeza expresiva difícil de definir con palabras, que la sitúa como una de las creadoras más importantes de la historia de nuestra cinematografía, a la altura del gran Víctor Erice por su capacidad para capturar el tiempo y la emoción.
“Alcarràs” cuenta la historia de una familia que se enfrenta a la última cosecha de melocotones que podrá recoger en la tierra que ha cultivado durante varias generaciones, antes de que los frutales sean reemplazados por placas solares. Es una película que no solo habla de la sustitución del modelo tradicional de agricultura por la explotación masiva, sino también de seres perdidos frente al final de una era. Todas esas inseguridades, esos miedos y ese desconcierto se verán plasmados a través de un crisol de personajes, que abarca desde el abuelo de la familia que asume en silencio la pérdida de sus raíces a los niños que se adaptan sin problemas a los cambios que están a punto de producirse.
Después de “Verano 1993”, ¿cómo te enfrentaste a un nuevo proyecto? Siempre dicen que las segundas películas son más complicadas.
Es totalmente cierto. El primer paso fue decidir qué proyecto hacer, algo que no es tan fácil como parece. Yo tenía dos ideas y no tenía nada claro por cuál decantarme. Recuerdo que una tarde estaba con María Zamora (su productora) en el Festival de San Sebastián, donde participaba como jurado, y nos sentamos a discutir cuál de esos dos gérmenes era mejor. Uno era más sencillo, más similar a “Verano 1993”, y el otro era “Alcarràs”, que suponía una cantidad de retos ingente, como trabajar con gente de la zona, orquestar la coralidad y hablar de un tema tan complejo como es la agricultura y la explotación de la tierra y cómo los valores tradicionales se estaban perdiendo. En ese momento me daba la sensación de que al público no le iba a interesar, que le iba a resultar difícil y ajeno. Requería además un gran esfuerzo de planificación, de dirección, y podía ser menos emocional que “Verano 1993”, que estaba centrada en la infancia y la pérdida. Pero decidimos arriesgarnos, sobre todo porque me apetecía distanciarme un poco de mi propia vida e intentar probar otras cosas, salir de mi zona de confort. “Alcarràs” parte de mi familia, también es muy personal, pero no se basa específicamente en mis experiencias.
¿Cómo fue el proceso de escritura?
Al principio me costó bastante empezar a escribir, porque seguía con la promoción de “Verano 1993” y me resultaba imposible concentrarme. Cuando estás tan expuesta hacia fuera no eres capaz de mirar hacia dentro. Estaba muy despistada entre viajes, aviones, y todavía no sé cómo conseguí poner algo junto para presentarnos a la residencia de Cannes. Eso fue fundamental para tomar distancia de todo y escribir, solo dedicarme a eso. También tomé la decisión de que Arnau Vilaró se uniera como coguionista, porque me obsesioné comparando los procesos de escritura de “Verano 1993” y “Alcarràs”. El primero había sido muy fluido, porque todo emanaba de mis propios recuerdos. En este caso era más difícil encontrar qué queríamos contar y cómo organizar el dispositivo. Tuvimos que estudiar muchas películas, darle muchas vueltas. A veces íbamos para atrás, otras dudábamos, hasta que al final se fue colocando todo en su sitio. Como mis procesos creativos son largos, necesito olvidarme de la presión o, si no, me bloqueo.
Supongo que una de las partes más difíciles fue articular tantos personajes y enlazarlos dentro de la historia. Porque cada uno de ellos tiene un sentido, está contando algo, y por encima de ellos también hay muchas capas de significado que van de lo particular a lo universal. ¿Había algo en concreto que lo vertebra todo?
Yo no funciono con las estructuras convencionales de primer, segundo y tercer acto. Esto no me sirve para organizar el guion. Para mí lo importante son los temas. En el caso de “Verano 1993” eran la muerte y la adopción, y en el de “Alcarràs” las tierras que había cultivado una familia y que tenía que abandonar. Este eje está presente en toda la película y, en ese sentido, es la crónica de una muerte anunciada, porque sabemos cómo va a terminar. Así que lo importante era: ¿cómo gestiona cada uno de los personajes esa pérdida? A medida que avanza la película, el tema de las tierras, de la agricultura en general y la situación de la zona termina siendo el detonante para hablar de la ruptura familiar. Unos toman una decisión y otros la contraria. Podríamos decir que la columna vertebral de la película son las relaciones entre los personajes, no los personajes en sí mismos. En ese sentido, utilizo algunas coordenadas que me son útiles, aunque después no aparezcan subrayadas en la trama, pero que me sirven para orientarme. La más importante era la relación entre el abuelo y su nieta Mariona, que es muy especial y que simboliza la sensibilidad y el amor hacia las raíces.
Los personajes se enfrentan al fin de una era, esa muerte anunciada a la que te referías, casi como un duelo.
En un momento dado decidimos organizar el guion como las fases psicológicas por las que pasa una persona que sufre un desahucio. Nos informamos mucho sobre esto, sobre cuáles son esos estados emocionales que tienen que atravesar estas personas a las que obligan a irse de su casa. Así que intentamos dividir la historia con respecto a esto. Pero como son tantos personajes, cada uno lo vive de una manera diferente. Es algo muy emocional. Así que teníamos una especie de hoja de ruta para cada personaje. Quimet, el padre, se pasa toda la película en negación, en cambio los niños buscan rápidamente soluciones y no sienten ese apego de una forma tan fuerte. Cada uno va teniendo un momento distinto en ese proceso. A veces creo que escribo más a nivel emocional, por pulsiones energéticas. Es algo muy intuitivo. En ocasiones cambiábamos una cosa y se perdía el sentido de todo, así que tejer esas relaciones fue lo más complicado del proceso, sin duda, porque siempre había que tener en cuenta la lógica interna de esas relaciones.
Por lo que cuentas el guion era muy férreo. ¿Cómo te enfrentas a él con un elenco de actores no profesionales? ¿Hasta qué punto se materializa tal y como lo tenías concebido?
Sí, era un guion muy cerrado, hasta tal punto que pensábamos que, si se quitaba una pieza, se estropeaba todo. Era como un puzle que había que encajar a rajatabla. Y, claro, evidentemente cuando estás rodando con quince personas que no son profesionales siempre hay escenas que no salen como tú tenías previstas y quedan distintas a como las habías imaginado. Así que cuando llegamos a la sala de montaje tuvimos que pulir. Vale, esto no ha quedado como queríamos, pero ¿funciona o no? Así que de repente me di cuenta de que en realidad el montaje supone una reescritura. Y ese guion de piedra en realidad no lo era tanto, porque en la vida pasan cosas cotidianas que también son especiales. Así que, a partir del material que teníamos de rodaje, intentamos encontrar nuevas relaciones. La premisa original del guion era la idea de relevo entre los personajes, como si cada uno fuera un bloque. Estar un ratito con uno y pasar al otro. Así que había que volver a conectarlo todo. Al final, de lo que te percatas es de que las mejores soluciones son siempre las más simples.
¿Cuál de todos estos procesos –escritura, rodaje, montaje– fue más complejo?
El guion fue muy complejo porque, además, partes de la nada. Ahí todo es posible. Vas tomando decisiones porque la película te las pide. Pero, claro, en el montaje te enfrentas a un material que es el que tienes y llega un momento en el que no tiene sentido seguir probando más cosas. Pero hay que encontrar el sentido dentro de toda esa maraña. En cualquier caso, también es una parte del proceso que vives desde la intimidad, más tranquila, con tiempo suficiente para meditar. Te puedes equivocar, dudar, ir para adelante o para atrás. Sufro más durante el rodaje, porque hay algo como de inmediatez, de rapidez, del aquí y ahora. Nunca sabes si has tomado la decisión correcta. Por eso es necesario que haya una propuesta visual previa muy preparada, una planificación. Después está la cuestión de que todo ese caos de gente que había en el rodaje del “Alcarràs” ayudó en cierto sentido a que la película terminara estando muy viva.
¿Y en cuanto al trabajo con los actores no profesionales?
Es la parte del proceso que disfruto más. El otro día recuperé el documento de los ensayos, de todas las sesiones que habíamos hecho, y era increíble. Alquilamos una casa rodeada de perales en Lérida y ellos venían por las tardes o los fines de semana. Era muy especial porque se creó algo muy íntimo a la hora de ir creando las distintas relaciones entre ellos. Yo les iba guiando, pero también tenían espacio para ir por libre. No todo lo que ahí ocurre es trascendental para la película, y eso me relaja mucho, en cierto sentido es liberador poder tener momentos así en los que disfrutas de verdad. Yo los grababa con la cámara para que se acostumbraran a su presencia y, al revisar los vídeos, he encontrado cosas increíbles. Fueron tres meses de trabajo y luego ya leímos el guion y ensayamos las escenas específicas de una manera un poco más técnica. Pero la parte de la creación de relaciones, cuando todo va poniéndose en su lugar, es para mí lo más interesante.
Creo que los materiales de “Alcarràs” son una auténtica maravilla. ¿Podrías hablarnos de ellos?
Cuando entra el equipo es importante hacerles entender qué película vamos a hacer. Y el guion en ese sentido no es suficiente. Así que les hago leer todos los documentos para que tengan toda la información. Ese dosier tenía más de 40 páginas en las que se especificaban las referencias, el concepto visual, cómo debía ser cada espacio. Recojo fotogramas, fotos, pinturas para cada escena. Y hago una propuesta de planificación sobre cómo visualizo cada escena.
¿Cuáles fueron tus principales referencias?
Había muchas fotos de Sally Mann y de Alain Laboile. Ambos han fotografiado mucho a sus niños, y me gustaban porque eran instantáneas que estaban muy vivas. Las de Sally Mann puede que tengan un punto más siniestro y las de Alain Laboile son más luminosas. Pero en ambos casos encontrábamos mucha gente en el plano, y eso me gustaba mucho.
En cuanto a la parte visual, a cómo aproximarnos estéticamente, hablamos mucho del sonido, que era muy importante en la película, y de si las escenas eran interiores o exteriores y cómo aproximarnos a ellas de una u otra manera. La cosecha implicaba paisajes y las interiores eran más introspectivas. En las corales interiores siempre estuvo presente el cine de Lucrecia Martel, por cómo juega con el sonido y por la puesta en escena que utiliza. Otra referencia fundamental fue “El árbol de los zuecos” (1978), de Ermanno Olmi, por la construcción coral de la peli. Fue muy reveladora para mí en cuanto a estructura porque eran cuatro familias conviviendo en un espacio y en ella se trataban los relevos entre los personajes. Estabas un rato con una familia y luego te llevaba a otra. De ahí surgió la idea de los bloques. Así ayudas al espectador a que empatice con cada uno de los personajes, que era algo que me preocupaba mucho. Además, hay algo visual muy potente en “El árbol de los zuecos”, lo que pasa es que en ella hay una parte menos psicológica en lo que se refiere a los personajes, pero había algo en ella a nivel de tratamiento del paisaje que nos gustaba mucho. Y después está Claire Denis, que es muy importante para mí por la forma en que retrata a sus personajes, con mucho amor. Como que su cámara los filma desde un sitio muy cerrado y los acaricia. Me gusta mucho esa manera de aproximarse a los personajes.
¿Te sientes cercana al neorrealismo?
Repasamos mogollón el neorrealismo, no solo por el hecho de contar con actores no profesionales, sino también a un nivel más profundo. Yo nunca había sido tan consciente del hecho de que colocar la cámara fuera un acto filosófico. A veces teníamos un paisaje muy bonito que filmar y había que pararse y pensar: no nos despistemos, lo importante son los personajes y sus emociones. Y creo que eso ayudó a que la película se contara desde dentro, desde la familia. Y el cine neorrealista italiano tenía esa particularidad, retratar a los personajes desde cerca y situarlos por encima de todo. Nos hubiera gustado también integrar las fiestas populares o un mercado, rodar in situ, que es algo que también estaba ahí muy presente, pero con el COVID nos fue imposible y tuvimos que recrearlo todo. Me quedé con las ganas de integrar a los actores en lugares donde ya estuvieran pasando cosas de verdad.
La luz en la película se convierte en un elemento fundamental. ¿Cómo trabajaste ese aspecto con la directora de fotografía, Daniela Cajías?
La principal premisa era que tenía que ser luz natural. Y que la luz no nos condicionara en ningún momento, siempre a favor de los actores y de la realidad. Ni siquiera intentamos evitar la luz del mediodía, que es horrible, pero eso impregnaba de verosimilitud las escenas de la cosecha, por ejemplo, que desprenden ese calor. Todas esas sensaciones la cámara las percibe. Lo bueno de Daniela es que tiene una personalidad cinematográfica muy completa. No solo controlaba su departamento, sino que tenía un pensamiento general sobre toda la película y sabía entender cuáles eran las prioridades. Ella trabaja con luz natural incluso en los interiores, lo que significaba iluminar desde fuera, pero así los actores no tenían que distraerse con los focos. Eso creaba un entorno muy orgánico, porque se podían centrar en lo que ellos sentían.
¿Cómo trabajaste las coreografías en los campos?
Una semana antes de empezar a rodar nos reunimos con todas las jefas de equipo, con Eva Valiño de sonido, con Ana Pfaff de montaje, con Daniela Cajías de foto, con María Zamora, la productora, y también el coguionista Arnau Vilaró, para leer el guion desde un nivel muy profundo y saber con quién queríamos estar en cada momento y quién tenía que tomar el relevo de la emoción, para no perdernos durante la filmación. Hay escenas más libres, como en la que Roger (interpretado por Albert Bosch) pone música y lo seguimos porque él estaba a tope. Pero en general estaban muy planificadas porque hubo una reflexión previa sobre quién debía tener el foco en cada momento.
¿Querías hablar también de lo masculino y lo femenino en el entorno rural?
Tuvimos muchas conversaciones sobre el tema, porque en un momento en el que hay tantas historias de mujeres empoderadas esta no lo era, porque en el campo las cosas van mucho más despacio. Pero intentamos introducir momentos de esperanza. Por eso Mariona baila “La patrona”. Yo lo veo en mi prima, que salió de ese entorno y ahora está en la asamblea feminista de El Terrat. Y Mariona simbolizaba ese proceso de apertura. También tuvimos mucha suerte con el personaje de Dolors, la madre, al encontrar a Anna Otin para interpretarla, porque no era exactamente el perfil que buscábamos y ella le dio una fuerza y dimensión que no tenía, alejando al personaje del cliché de mujer abnegada que está ahí para su marido. Creo que son pequeñas pinceladas que hacen que se equilibre la balanza.
Hacía mucho tiempo que el cine español parecía relegado de los festivales internacionales. Ganar el Oso de Oro es en ese sentido muy importante
Yo creo que este va a ser un año muy importante para el cine español. El hecho de que la película de Isaki Lacuesta, “Un año, una noche” (2022), estuviera en la competición oficial de la Berlinale no es un hecho casual. Y creo que comparte algo con “Alcarràs”, las dos son coproducciones y por eso tienen un presupuesto más elevado de lo que solemos manejar en el cine independiente. Es algo que nos debe hacer reflexionar, porque cuando se invierte un poco más nos acercamos más a hacer las películas que tenemos en la cabeza y también a ser más competitivos en todos los sentidos. Cuando se invierte, las películas crecen y van más lejos. Espero que este premio sirva para que nos demos cuenta de lo importante que es para nuestra cultura. ∎