Recuerdo estar hablando con Lucas Vidaur en el Sonorama 2019 sobre ambiciones futuras, el estado de Confeti de Odio, el libro que acababa de terminar… Ya entonces tenía claro que quería hacer una especie de ópera rock, algo más glam y grandilocuente, con un concepto claro detrás. “Al final no ha salido tan, tan conceptual porque en algún momento me empezó a parecer una idea demasiado marciana y muy fácil que quedase fatal, así que decidí hacerlo un poco más abstracto”, advierte.
Sí se ajustó en todo momento a una estructura prediseñada. Había abocetado ya un esqueleto general, tenía una idea de cómo iban a progresar las canciones de “Hijos del divorcio” (Sonido Muchacho, 2022), a encajar en el conjunto, y sabía, desde el primer momento, que “El coro de los hijos del divorcio” y “Mundo cruel” iban a ser la primera y la última canción. Más importante que todo eso: también supo desde muy pronto que quería que las canciones hablaran, aunque vagamente, de las distintas etapas en una relación amorosa. “Fui acoplándome a esa idea todo el rato, tratando de darle a las canciones el dinamismo justo para que a mí no me aburriera la secuencia pero tampoco la rompiera, ¿sabes? Tenía un par de temas un poco más rápidos y al final los dejé fuera. Pero ‘Ángel triste”, que de las que he escrito es mi balada favorita, tenía clarísimo que quería dejarla en el disco tal y como estaba, a guitarra y voz, por ejemplo. ‘Ochentas & ojeras’ empezó en esa clave más balada y al final se convirtió en una cosa más cinemática, más atmosférica… No sé, también quería hacer este ‘mix’ de géneros y sonoridades aun sobrevolando siempre el concepto”, explica.
Según Lucas, otra de las claves para entender este segundo trabajo, el primero que lanza como parte de un amplio acuerdo con Universal a través de Sonido Muchacho, es la contradicción. Muchas cosas en “Hijos del divorcio” parecen orbitar en torno a ella, ya desde el mismo título y desde su genial diseño, orquestado por el artista gráfico humhemhome y el diseñador unbuentipo. El choque que hay entre lo que sentimos por nuestros padres y madres y lo que les podemos reprochar como espejo turbio en el que se miran ambas generaciones; el choque entre el mundo interior y el mundo exterior. El choque entre el amor y el odio, la obsesión y el resentimiento. Entre las expectativas y la realidad.
“‘Tragedia española’ era muy hacia dentro, pero ‘Hijos del divorcio’, aunque también mira mucho hacia dentro porque no me sale otra forma de hacer canciones, mira mucho más hacia fuera, hacia nuestras relaciones. Al final, el disco de lo que habla es de cómo nos entendemos en el amor teniendo unos referentes igual de torpes que nosotros”, afirma nuestro interlocutor. El propósito no es demonizarlos, y se encarga de dejarlo claro en “Llamamiento”, pero sí incidir en esa idea de que, en cierta medida, es imposible –y casi antinatural– encontrar un equilibrio con nuestros progenitores: “Hacer las cosas mal no es algo inherentemente malo. Y no justifico nada, a ver si me explico, pero todos la cagamos. Si te han hecho daño, si tú has hecho daño… que sepas que, tranqui, somos más como tú. La humanidad es torpe por naturaleza”.
Hubo un tiempo en el que Lucas pensó en llamar al disco simplemente “Divorcio”, pero finalmente se decidió por indagar en sus consecuencias: “Eso somos nosotros, los ‘hijos del divorcio’… y nos ha tocado a nosotros porque antes ni se contemplaba”. Es un concepto interesante al que llegó simplemente mirando a su alrededor. Y que, reconoce, compartió con sus padres desde el principio: “Los amo, por muy divorciados que estén. Supongo que tienen sus torpezas, yo tengo las mías e incluso peores”. Sintió la necesidad de hacerlo porque es muy consciente de que en Confeti de Odio dice cosas que pueden entenderse como referencias muy directas a gente de su entorno y prefiere liberarse de esa vergüenza, de esas ataduras.
“Creo que es un miedo que si no te quitas pronto como artista te va a impedir hacer cosas realmente guays, que yo creo que suelen salir de esos rincones más personales. También me gusta mucho exagerarlo todo, jugar ese juego del morbo de la exhibición, magnificar las cosas y hacer un poco de drama”. Así, “Hijos del divorcio” está trufado de dardos hacia sí mismo y hacia los demás, unos más bienintencionados que otros; unos más irónicos y mordaces que otros: “Tengo como una regla no escrita con Confeti que es que, si la canción que escribo no tiene una frase que me dé algo de apuro decir, tiendo a descartarla porque siento que no me estoy jugando nada, que no estoy profundizando todo lo que puedo”.
Todo esto sirve para darle entidad al personaje, aunque ahora esté menos presente y las fronteras entre él –Confeti de Odio– y el ciudadano Lucas se desdibujan cada vez más: “La gente siempre ha tenido muy clara una separación que realmente yo nunca acabé de ver”. Quizá al principio, admite, sí utilizara más al personaje como una manera de maquillar su nerviosismo y porque algo de gracia le hacía. Y eso ha hecho que se genere esa especie de línea invisible entre sus dos facetas: “Obviamente, en Confeti digo cosas que no diría como Lucas, pero cada vez más hago las canciones que me apetece hacer, llámalo Lucas o llámalo Confeti. Evidentemente, hay una separación entre el Lucas Confeti, el Lucas escritor y el Lucas persona estándar, pero todas responden a lo que a mí me mueve. Es más un espacio mental en el que me pongo que un personaje”.
Desde ahí, desde su espacio seguro, pasa revista individual y deja en “Hijos del divorcio” una especie de testimonio del work in progress de una persona que se sabe torpe y desastrosa, pero que tiene intención de mejorar: “En Confeti no tengo ninguna imagen que mantener ni nada que probar, así que me gusta empeñarme en demostrar lo torpe que puedo ser. Libera bastante decir esas cosas, pero no te voy a decir la mítica mierda de que las canciones son mi terapia porque no es así. Mi terapia es ir a terapia, literalmente”.
Es un tema inevitable en la conversación, la romantización de la tristeza e incluso de la depresión. Él mismo lo juega y reconoce que puede pecar de ese romanticismo emo y de regodearse un poco en la bajona. De hecho, opina que las frases más bestias en este sentido luego suelen ser las que más resuenan entre la gente, algo que puede resultar preocupante. Pero su enfoque intenta ser más feísta, más crudo y, esta vez –esto sí es nuevo–, más esperanzado: “Por eso quería incidir en muchas contradicciones y por eso tenía claro que, aunque la tónica general del disco sea más depresiva, sobre todo en las letras, iba a terminar con bastante luz, en plan ‘igual no está tan mal todo esto’. En ‘Llamamiento’ digo que no queremos curarnos, que preferimos lamentarnos y llorar, pero tampoco debería de ser así y el disco se encarga de dejarlo claro”.
Es indiscutible que el proyecto fue ambicioso desde el primer momento. Ha costado tres veces más que “Tragedia española” (Snap! Clap!, 2020) y hubiera sido imposible sin el apoyo de una multinacional (por la joint venture de Sonido Muchacho con Universal). Y es la primera vez que graba en un estudio de verdad y con un plan absolutamente diseñado: “Queríamos darle a la grabación un rollo más de banda porque ‘Tragedia…’ lo hice con Juan Pedrayes a trompicones en su casa”, dice. Lo sacó prácticamente con la llegada de la pandemia y, a la semana, ya tenía título más o menos cerrado para el siguiente. Toda la atención se puso en hacer un disco que, ahora sí, significara un sólido paso hacia delante.
Se encerró en la casa apartada que tiene su padre en Segovia a perfeccionar su dominio de Logic, para aprender a hacer sus propias maquetas, aunque fueran “muy maqueteras”. Después empezó a mandarle las demos a Pedrayes (Carolina Durante, Axolotes Mexicanos) para ir afinando lo que terminarían siendo las doce canciones del álbum. Hizo la preproducción con Juan, refinando y dejándolo listo para grabar. Y después se metió con él en los estudios Cal Pau, de Borja Pérez: “Fue la hostia porque nos encerramos dos semanas con las canciones ya hechas, con toda la parte MIDI ya trabajada en casa por Juan y yo, y era todo tocar, pulir las guitarras, las voces…”, recuerda.
Según cuenta, experimentaron mucho y tan solo unos pocos sonidos han quedado tal como estaban en las demos. Uno de los más llamativos, el solo de voz del final de “Solo y sin ganas”, está basado en el uso indiscriminado del Auto-Tune, algo que sorprenderá a muchos que se acerquen al disco desde prejuicios más clásicos: “Escucho tanta música que lo tiene que sería mentirme a mí mismo no intentarlo. Las dos que tienen Auto-Tune en el disco ya lo tenían en mi demo: en ‘Solo y sin ganas’ es porque la base es como de una canción de slow rock de los años cincuenta y me hacía gracia meterlo en plan anacronismo. Y en ‘Ochentas & ojeras’, porque la siento un poco más rapeada, es la más electrónica del disco, el bajo es un 808… me pegaba. El final de ‘Sálvese quien quiera’, doblando la octava para lograr ese efecto de subidón emocional tan de ópera rock, es porque el coro me lo pedía”.
Se plantearon hasta grabar con cuarteto las cuerdas de “Mundo cruel”, pero ya era demasiado: “Suficiente conseguir el coro de niños, que fue un tema. La canción, además, tiene algunas frases ‘heavies’ y entiendo que a la mayoría de padres pues no les cuadraba”, afirma, entre risas. “Mandé treinta o cuarenta correos a colegios y al final me contestó un profesor que le había gustado la demo. Fuimos Juan y yo al colegio Las Veredas de Madrid con tres micros y lo grabamos de una. Yo les decía la frase entonada, ellos la repetían y luego Juan y Borja hicieron su magia y lo montaron todo. Y ha sido un milagro de última hora porque ya nos estábamos quedando sin tiempo, el disco tenía que ir a fábrica y prácticamente lo dimos por perdido… Me volví loco la última semana en plan ‘esto tiene que salir como sea’. Y al final salió y menos mal, porque para mí era fundamental el coro”.
Su siguiente objetivo es perfeccionar el directo, lograr que encaje más –y mejor– con las ambiciones del disco. “Aunque tengo una banda, a veces echo de menos estar en una banda”, confiesa. Pese a que Juan es parte efectiva de Confeti de Odio y aunque viva con Mario del Valle, también en Carolina Durante y Axolotes Mexicanos. Aunque tenga a sus músicos, sus colegas y a su mánager –a quien dice adorar–, siente la soledad que implica acaparar los focos, siempre con matices: “Pero también te digo que tiene sus ventajas, sobre todo en la parte compositiva. A mí me costaría muchísimo tener que quitar una frase que me flipe de una canción porque no le guste a mi grupo, por ejemplo, y eso te mete en el tema de tener que manejar egos. Cuando estás solo es más sencillo”. ∎