El pasado 8 de abril, Israel Fernández decidió celebrar el Día Internacional del Pueblo Gitano ofreciendo un concierto gratuito en el Polígono Sur de Sevilla, lugar popularmente conocido como las Tres Mil Viviendas. La idea se le ocurrió al cantaor toledano después de haber ido allí a grabar, con el apoyo de un grupo de niños del barrio, su nuevo single, “La inocencia” –que se publica hoy–, y se convirtió en una de las experiencias más impactantes de su vida. Rockdelux fue testigo, y esta es nuestra crónica de lo acontecido.
Mediodía, extrañamente nublado en Sevilla, pero con sensación de bochorno. Paloma Menacho, la jefa de producto de Israel Fernández en Universal, me ha citado en la emisora de ‘Radiolé’, en el centro de la ciudad, donde el cantaor acaba de ofrecer una entrevista. Allí me encuentro también con su mánager, Carlos Reverte “Rufo”. No ha pasado ni un minuto desde que salimos a la calle y ya le grita un fan, que pasa al lado en bicicleta. “¡Ese Israel, a darlo hoy todo a las Tres Mil!”. Sin duda, él es el hombre del momento en la escena flamenca, y su porte (con su melena y perilla de corsario, y su reluciente traje) hace advertir a todo el que lo ve que es un artista, una estrella. También, eso lo advierto yo enseguida, lleva el cante en las venas. Canta al subirse al coche, acompaña con su cante una soleá de La Niña de los Peines que pone Rufo en el CD, y volverá a cantar cuando entre en el camerino a cambiarse de ropa. En el trayecto, cruzando el Puente de Triana, comenta que Miguel Poveda lo acaba de entrevistar para “Caminos del flamenco”, un programa que emitirá próximamente TVE, y que le hizo inmensa ilusión la admiración que hacia su trabajo mostró el cantaor de Badalona. Un quiebro inesperado de la conversación lleva a Rufo e Israel a hablar del asesinato por accidente del músico Facundo Cabral, con el toledano remarcando que el argentino sigue siendo su filósofo favorito. Posteriormente, Paloma me comentará que Israel es especialmente conocido en los ambientes flamencos por ser un estudioso casi obsesivo, un gran conocedor no solo de los cantes clásicos.
“Sevilla tiene dos partes, dos partes bien diferentes / Una la de los turistas y otra donde vive la gente”, cantaban Pata Negra en “Rock del Cayetano”, uno de los temas de “Guitarras callejeras” (1986), el álbum que grabaron en 1979. En mi cabeza de mitómano musical gallego que va a llegar por primera vez a ese lugar, no deja de resonar lo de “Fuimos hacia las casitas bajas del ‘Polígano’ del Sur”. La llegada impresiona. Vamos raudos por La Palmera, una de las arterias principales de la ciudad y zona digamos que noble, y, tras cruzar un túnel, emergemos en una realidad paralela. La primera visión recuerda más a una ciudad devastada tras una guerra que a un barrio popular de una ciudad opulenta de la Europa occidental.
En medio de uno de sus descampados, hay un edificio de corte muy moderno, rodeado de vallas. Es la Factoría Cultural, un centro de gestión municipal que se inauguró en 2018 y que lleva, desde entonces, desarrollando diversos proyectos para la gente joven de este barrio tan estigmatizado por las crónicas de sucesos. Allí, en un auditorio cubierto para 300 personas, es donde se celebrará el concierto. El acceso es por reserva de invitación, que se agotaron en diez minutos. Nos recibe su directora, Amapola López, quien, poco después, me comentará algunos de los proyectos que tienen en relación a la música, como un taller de composición con medios digitales y otros destinados a la enseñanza del flamenco y la música urbana. Ya en el aspecto más personal, le pregunto a Amapola por su relación con las Tres Mil, sus motivaciones para dedicarse a esto. Cree firmemente en esa labor transformadora a base de potenciar la cultura. Me cuenta que el barrio no lo conocía de primera mano, pero le llegó filtrado a través de artistas con los que había trabajado en labores de producción, como Bobote o Emilio Caracafé, y, sobre todo, a través de su padre, que tenía mucha relación con los hermanos Amador. Su padre es Kiko Veneno.
El bareto al que nos íbamos a acercar a comer está cerrado. Oigo comentar que recientemente se produjo una reyerta y que hay cierta tensión entre familias. La mayoría de los taxis siguen sin querer venir a las Tres Mil, pero Rufo consigue que un repartidor nos traiga comida a domicilio. Queremos darnos un paseo con Israel por el barrio para hacerle las fotos, pero nos recomiendan que no salgamos de allí si no vamos con algún guía local. Israel llama a un colega cantaor del barrio, Ezequiel Montoya. Ezequiel está viniendo de camino cada vez que le vuelven a llamar, pero el tiempo se echa encima, son las 4 de la tarde y toca ensayo general.
Acaba de llegar Diego del Morao, el guitarrista de cabecera de Israel. Y también los niños –o, en realidad, adolescentes– que, junto a ellos, van a interpretar “La inocencia” por primera vez en directo. El Lele (12 años), Juan Jiménez (13), Rocío Sánchez (15) y Antonia Delgado (16) muestran más aplomo que nervios. Se arremolinan con Israel y Diego, estos les dan unas pocas directrices y ensayan su parte. Listo. Muy rápido.
Me siento a charlar con Israel en la zona exterior del recinto, separados del descampado por una valla, con los edificios lejos pero cerca. “Cuando pensé en el single ‘La inocencia’ –me cuenta– me quise inspirar en los niños, así que tenía sentido introducir un coro infantil. Quise venirme a las Tres Mil a grabarlo porque aquí hay mucho arte, todos los niños cantan, son artistas, así que pensé que mejor aquí que en ningún otro lado. Como en el que me he criado yo, es un barrio humilde, y quise hacer un concierto para la gente que no puede permitirse pagar una entrada o prefiere guardar su poco dinero para cosas más importantes, como la comida. Yo dije ‘quiero hacer esto’”. La grabación le emocionó. “Todos cantaban bien, con mucha alegría, conocían mis canciones, mis cantes, mis letras, y me hizo mucha ilusión. Pasamos un par de días grabando y creo que fue genial. Yo me siento otro niño como ellos, y cuando me cantaban con esa ilusión, con esas ganas, con verdad y con corazón, con ese respeto y esa admiración hacia mí… Es un regalo”.
Otra sorpresa del single es que cuenta con la colaboración de El Guincho, aunque muy sutil, sin apenas alejarse de ese flamenco puro que siempre ha cultivado Israel, además de los arreglos de cuerdas de Yesi Heredia. “Yo siempre estoy escuchando muchas cosas para ir aprendiendo e innovando un poco, dentro de lo que cabe”, me explica. “Coincidí un par de veces con El Guincho y él siempre me ha dicho que le encantaba lo que yo hacía, alabándome, muy cariñoso. Es un pedazo de musicazo, con unas ideas increíbles, y me acordé de él. El single lo ha producido Diego del Morao, y pensamos que, en lugar de percusión, podríamos meter una base electrónica, pero que quedase como muy cálida. Tuvimos esa idea, lo hablamos con él y él se mostró encantado de hacerlo con nosotros”.
Me intereso por la imagen que de las Tres Mil tenía él antes de venir aquí y en qué se parece a donde él creció. “Cuando era chiquitín, vi el documental ‘Polígono Sur’ (Dominique Abel, 2003) y me quedó, sobre todo, la imagen de que había mucho arte, de flamencura y gitanería. Estos edificios son mucho más grandes, pero no es tan diferente de donde crecí yo, en Corral de Almaguer. Eso a pesar de que es un pueblo de Toledo que solo tiene 24 viviendas y son casas chiquititas de protección oficial”.
Al parecer, fue durante la grabación del single cuando los propios niños le dijeron que nunca le podían haber ido a ver en directo porque, para la gente del barrio, estaba fuera de sus posibilidades. Le pregunto si esto le ha hecho sentir que el flamenco pueda haber llegado a un punto de traicionarse a sí mismo en el sentido de que se hayan encarecido tanto los precios de los conciertos que lo ha apartado de su público más natural. Él lo intenta matizar. “Las entradas no son caras, aunque entiendo que a ellos les resulta muy costoso tener que pagar 15 o 20 euros. También es cierto que ellos tienen aquí su arte a diario, no necesitan ir a un teatro a verlo, pero cuando quieren hacerlo, generalmente no pueden asistir”, apunta. Sea como sea, esta acción de Israel Fernández tiene una significación simbólica muy profunda. Es, probablemente, la figura más demandada del momento en el arte jondo. Ha pisado escenarios en Londres, Nueva York y el mundo entero, pero cantar en las Tres Mil Viviendas supone, al igual que el single que le sirvió de acicate, un retorno a la inocencia, a la raíz. “La verdad es que esto se me va a quedar grabado siempre”, me confesaba a un par de horas del concierto. “A mí esto me da un respeto muy grande. Todos los públicos lo merecen, pero cuando te encuentras con uno que entiende tanto de arte, que tiene flamencura, y que sabe, ahí te vienen más esos nervios de responsabilidad”.
“¿¿Otra entrevista??”. Al acercarme a los niños que van a cantar con Israel para hacerles unas preguntas, sueltan eso no precisamente como sorpresa positiva. Llevan ya varias esa tarde, para prensa local y televisión, y, cuando te crees que se van a tirar a tus brazos, te dan la primera en la frente. “Parece que hoy no voy a poder hablar contigo”, le cuenta Rocío Sánchez a una amiga que ha ido a verla. El tiempo apremia, porque tienen un encuentro con Israel y otros alumnos de las fundaciones Alalá, Manuela Carrasco y el proyecto Fuera de Serie, que es de donde el cantaor ha reclutado a estas jóvenes voces. “Cuando nos dijeron que íbamos a hacer esto fue como un salto de adrenalina, como: ¡buah!, grabar con el maestro, una felicidad gigante. ¡Muy bonito! ¡Muy bonito!”, cuenta Lele, destacando su voz entre los cuatro mientras hablan atropelladamente. Me cuentan que todos ellos empezaron a cantar desde bien pequeños –lo natural en el barrio, vamos– y que, aunque puede que esto sea lo más importante que han hecho hasta el momento, no es la primera vez que graban. Gracias a estos proyectos de base, ya han participado en otros discos y actuado con gente como Caracafé o el bailaor Francisco José Suárez “Torombo”.
Minutos después, los veo ya en su verdadera salsa y entiendo perfectamente el espíritu del lugar, y aquello que me comentaba Israel sobre que todo el mundo en el barrio es artista. Espontáneamente, en una esquina del edificio, uno de los chicos del proyecto se arranca a tocar la guitarra y varios de ellos se suceden al cante. Pronto se hace un corro alrededor, con Israel y Diego del Morao mezclados entre el público, jaleando y dando palmas.
Me presentan, por fin a Ezequiel Montoya, un hombre de rostro afable, de buenazo, que, impolutamente trajeado, nos va a hacer de cicerone por la zona denominada popularmente como Las Vegas, una de las más castigadas del barrio. Se nos une en la expedición otro cantaor amigo, Juanfran Carrasco, también vestido como un pincel. Hay un contraste atroz entre el desolador paisaje urbano en el que buscamos localizaciones para las fotos y los nombres de las calles aledañas: Utopía, Viridiana, El Árbol de la Ciencia, El Nombre de la Rosa… Para afianzar la paradoja, alguien me comenta que una de las calles más peligrosas se llama Poeta en Nueva York. “Aquí hay muchos gitanos malos, pero también hay muchos gitanos buenos”, nos dice Ezequiel. Algunas calles están arrasadas, mobiliario urbano y contenedores quemados. Basura tirada por todas partes. Pasa un coche de policía. Grupos de niños y adolescentes camelando. Por los soportales, otros jóvenes gitanos deambulando. Vuelve Pata Negra a mi mente: “Hay toda clase de ciegos / unos que venden cupones y otros se rascan los huevos”. Le pregunto a Ezequiel si sabe algo de Rafaelillo Amador y me dice que ya se fue del barrio hace años, que ahora está en Torreblanca, zanjando rápidamente la cuestión. Damos bastante el cante, pero los cantaores generan respeto entre los transeúntes, también porque conocen a Ezequiel y porque les ven pinta de artistas. Algunos les gritan vaciladas. Otra gente nos mira desde detrás de las ventanas. De uno de los edificios atruena música trap. Llegamos al grafiti de Camarón. Israel mira su rostro como si fuese una imagen de Jesucristo. Ya tenemos las fotos. Nunca en mi vida olvidaré estos diez minutos, clavados en mi retina como puñales.
Ya son las 19:15h. Miguel Ángel Vargas, jocosamente denominado “el agregado cultural” del pueblo gitano por parte de sus compañeros de la Factoría, hace una sentida presentación en el contexto del día que se conmemora. E Israel le hace justicia con su primer tema, interpretado “desde el cariño, el amor y la humildad”. Y comienza a cantar: “Cruzaron mares, ríos y desiertos / Me gusta la sonrisa de este pueblo / Yo soy gitano, soy canastero”. Con Diego del Morao calzando zapatillas deportivas y gorra sport, balanceando su cuerpo mientras acompaña el sonido de su guitarra, y con un trío de palmeros que es pura alegría de vivir, borda un repertorio impoluto y clásico: fandangos, tangos, bulerías, con su garganta en estado de gracia. En un arrebato, se pone en pie y el patio de butacas, silencioso y respetuoso durante la primera hora, se levanta también. Primer bis presentando en primicia “La inocencia” con un quinto niño que se ha sumado en el último momento. El público ya no se baja. Lo bordan. Pero aún queda el fin de fiesta y lo mejor del concierto. Tras una mesa de madera, se sientan Ezequiel y Juanfran junto al artista principal, y se ponen a cantar mientras hacen el ritmo con los nudillos. Junto a ellos, Torombo y otro mítico bailaor de las Tres Mil, José Jiménez “Bobote”, acompañan con los pies. Israel empieza a cantar como si su voz se escuchara desde un viejo gramófono, como si se quisiera transmutar en la misma Pastora Pavón. Juanfran suena ronco y Ezequiel le sucede con un timbre más fino. El sarao finaliza con Bobote, por fin, arrancando a bailar. Gritos de “¡Agua!” y “¡Vivan Las Tres Mil Viviendas!”. Ovaciones.
Ya ha anochecido y tenemos un taxista apañado al que no le importa venir a por algunos de nosotros. Conviene no distraerse aunque, en los aledaños de los camerinos, un grupo se ha puesto, de nuevo, a tocar y cantar espontáneamente. Vemos acercarse a María Terremoto, que estaba entre el público. “Israel ha cantado muy bien”, dice, con una gran sonrisa. Uno se va con la sensación de que la fiesta solo acaba de empezar y de que lo mejor está por venir, pero, esta noche, el cronista prefiere no asumir riesgos. ∎
El Polígono Sur fue una de las barriadas construidas durante el tardofranquismo para realojar a población marginal (básicamente, gitana) que estaba siendo expulsada de sus hábitats naturales por la reurbanización de zonas céntricas. Muchos de los que llegaron al popularmente conocido como “Polígano”, lo hicieron provenientes de barrios como Triana, donde convivían –y desarrollaban su arte flamenco– en corralas. También llegaron allí chabolistas y canasteros provenientes de varias zonas de España, acostumbrados a la vida nómada o a que el techo sobre su cabeza fuera el de un puente. Es normal, pues, que sintiesen una espantosa alienación al tener que vivir en un gueto urbano en el que, además, faltaron muchos de los servicios básicos desde el principio. Condenados a una marginalidad aún más lumpen en la misma época en que la heroína comenzaba a causar estragos en toda España, solo hubo tres salidas principales para los vecinos de las Tres Mil: la delincuencia, la venta ambulante y el arte flamenco. Es casi una ciudad independiente, cuya población se estima en torno a los 50.000 habitantes.
Como contaba Ricardo Pachón en su documental “Triana pura y pura” (2013), los gitanos del otro lado del río practicaban un flamenco con sus propias peculiaridades. Al trasladarse al polígono, ese estilo se debatió entre el mantenimiento de la pureza y la inevitable mutación. Rafael y Raimundo Amador (retratados también por Pachón, junto a toda su familia, en otro documental imprescindible, “El rock de los gitanos”, realizado para TVE en 1984) fueron los más inspirados y valientes, como demuestran sus trabajos con Veneno y Pata Negra o su intervención en “La leyenda del tiempo” (1979), de Camarón. Vecinos de las Tres Mil que también triunfaron han sido los ya citados Caracafé, Bobote y Torombo, el mítico bailaor Rafael “El Eléctrico” o la cantaora Juana la del Revuelo. Tras lo visto en el trabajo de base realizado por las diversas asociaciones culturales, hay ya una novísima generación de flamencos que reclama su espacio. No sería extraño ver a quienes han cantado aquí con Israel Fernández en primera línea dentro de muy poco.
Pero, en los últimos años, otras minorías étnicas han entrado en el barrio, y eso también se ha reflejado en la música. Los más jóvenes se han abierto desde la hegemonía flamenca a los nuevos sonidos urbanos. El ya veterano rapero Haze proviene del barrio colindante de Los Pajaritos, pero siempre se ha implicado y cantado sobre la realidad de las Tres Mil. De hecho, el taller de música urbana de la Factoría Cultural lo imparte él junto a Mamadou Mbacke (El Negro Jari), el verdadero héroe de la juventud de las Tres Mil, quien practica un nuevo mestizaje realmente fresco. En compañía de La Cebolla, otra cantaora del barrio, han batido récords de visualizaciones en YouTube –pasa de los 25 millones– con la remezcla de su hit “Habibi”, que ha sido alabado por Rosalía y Mala Rodríguez. ∎