Danny L Harle, jaque mate.
Danny L Harle, jaque mate.

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“Harlecore” es el disco que necesitaba 2021

¿Por qué el homenaje de Danny L Harle a la música dance más denostada de los 90 es el álbum que nos salvará este año? ¿Por qué estamos abrazando el revival hardcore más allá de la nostalgia? ¿Tiene que ver con la contención del hedonismo a la que nos ha obligado la pandemia? Si también te obsesiona “Harlecore”, no estás solo. Somos muchas las que tenemos sueños eufóricos a 180 BPMs.

Auriculares en los oídos, a un volumen no recomendado por los otorrinos, el bote de un muelle marca el ritmo de mis pasos a 180 BPMs y una sonrisa irrefrenable se me dibuja en la cara con el berreo frenético de MC Boing, uno de los alias de Danny L Harle en su álbum de debut “Harlecore” (Mad Decent-Music As Usual, 2021), rapeando sobre sueños eufóricos y compañerismo en la cola del club. Para cuando “Boing Beat” pega el subidón en el 00:38 de su 01:32 de duración, y un MC Boing pitcheadísimo vocifera sobre locas noches, noches sin fin, mi cara es un smiley ácido, y casi me alegro por tener que llevar la mascarilla de pandemia; así nadie puede ver el rictus demencial de la alegría que me embarga a pesar del toque de queda. ¿Qué me pasa, doctor? Won’t you help me, Doctor Beat? ¿Sufro una crisis de mediana edad de manual? ¿De dónde sale esta obsesión por el revival makinero de “Harlecore”? Cuando todo se para y el ángel dice: “Will you take me high? Dance with me”.

Flashback a los 90. Estoy en el instituto, ha terminado una clase y en el aula solo quedamos tres chicas. Ellas son amigas, visten bomber, y se hacen bromas. Una se acerca a la pizarra, coge la tiza y escribe “MÁKINA”, y empieza a impartir una lección imaginaria sobre hardcore techno. Yo, uniformada como indie kid, la miro desde la distancia, divertida, con una –ahora vergonzosa– sensación de superioridad. Un reportaje de Canal+ nos había convencido en 1993 de que lo que pasaba en la ruta del bakalao –las maratones de 72 horas bailando cantaditas, el peregrinaje entre discotecas, las paellas en los parkings y, sobre todo, las drogas que lo hacían posible– estaba mal. Muy mal. Mientras que mi gusto musical, aunque minoritario, estaba validado por la crítica. Debo tener 15 años, pero el rockismo ha plantado en mi cabeza –aún en proceso de amueblado– que yo pertenezco a una élite cultural. Y que las chicas de las bombers, no.

Imaginario “Harlecore”.
Imaginario “Harlecore”.

La lección continúa (“Tema 2: Pont Aeri”): yo sigo allí, y ellas, a lo suyo. Tal vez me ignoran, pero, en mi recuerdo defectuoso, la clase también la dan para mí, me miran de reojo, me dedican alguna sonrisa cómplice, conscientes del crossover de tribus urbanas (si me permitís el arcaísmo). Quizá ese smiley ácido empezaba ya a asomarse en la cara. Quizá en mi cabeza había condescendencia, pero en mi pecho algo se inflamaba como espectadora de su pasión; el ángel cantándome con la voz de Hannah Diamond de mi futuro. Quizá ellas ya vieron en mí lo que yo tardaría aún un tiempo en descubrir sobre mí misma, cuando sucumbí también al hedonismo de la discoteca, al culto dionisíaco del baile y la disociación de la razón tan necesaria para mantenernos cuerdos: la fascinación que me generaría cualquier forma de cultura de club, apasionada y sudorosa, y que me llevaría a idealizar desde el northern soul al gabber (literalmente, “amigo”), el equivalente holandés –con chándal de táctel flúor Sergio Tacchini– a la escena bakala valenciana, infiltrado posteriormente por ultras.

Decía Danny L Harle en un artículo sobre el revival del hardcore publicado en ‘The Guardian’ a principios de 2020 que en la “nueva escena hardcore” se producía la “reapropiación de cierto simbolismo previamente asociado con la extrema derecha, usándolo en su lugar para simbolizar amor y tolerancia, especialmente en lo que respecta a la comunidad LGBTI+”. Pero no es esta intelectualización lo que genera la reacción física de placer inmenso que produce el recorrido auditivo por las distintas salas, con sus distintos DJs, de este club ravero maravilloso que es “Harlecore” (y que también se puede visitar de manera virtual). Tampoco la nostalgia, o no necesariamente; doy fe. Insisto en lo denostado que estaba el hardcore, también en la escena electrónica. Nina Kraviz, en el mismo artículo, se mofaba de los “esnobs del techno” que consideran el hardcore “hortera y simplón”, un esnobismo que a ella la estimula para pinchar gabber en cada sesión.

Bienvenido al mundo de “Harlecore”.
Bienvenido al mundo de “Harlecore”.
Quien lo entendió fue Mar Vallverdú en ‘The Weekly Review’, el pódcast semanal de cultura pop en inglés de Radio Primavera Sound. En un apasionado speech validado por el mismo Danny L Harle, vinculaba el gozo que provoca “Harlecore” con el estado mental pandémico, esta acumulación de energía contenida que desde hace un año no podemos liberar en los clubes, esta necesidad de escapismo, de desconexión con la realidad que nos suplica nuestra salud mental. Gracias, Danny L Harle, porque aunque sea un homenaje a la música dance de los 90, “Harlecore” es el álbum que necesitábamos en 2021, aunque tal vez no lo sabíamos. El disco que nos ayudará a salir del hoyo, a 180 BPMs por minuto, mientras los ángeles cantan la, la, la, la. ∎

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