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El universo de Iván Zulueta (1943-2009) se fraguó con la experimentación fílmica como máxima. El director vasco anteponía su impulso creativo a la complacencia con quienes veían sus cintas. J ha aceptado el reto de poner palabras y música a esa forma de crear imágenes, original e irrepetible, sin renunciar, como aquel, a las señas de identidad con las que ha proyectado su carrera.
Su concepción extrema de la libertad fue también el principal obstáculo para acceder a la obra de Iván Zulueta. “Yo soy responsable de las películas, pero lo que allí se cuenta es una especie de disparate libérrimo en todos los sentidos para reírse mucho”, aseguraba en el documental “Iván Z” (Andrés Duque, 2004), en el que el artista transgresor se tornaba en un interlocutor franco, clarividente y ajeno a cualquier afán de trascendencia impostada frente a la cámara de Duque. El estímulo nace de la imperturbable necesidad de crear y exponer el poder de la imagen. Y para ello se utilizan diferentes elementos: un dibujo, su hogar de Donosti o una dosis de opiáceos empujada por el émbolo.
El encargo para J tenía un atractivo indiscutible. Sumergirse en el archivo inédito del director donostiarra entre los años sesenta y ochenta, escoger algunos de sus cortos y musicalizarlos con la única condición de no variar la edición original. Para el líder de Los Planetas también ha sido su primera aventura estrictamente en solitario, más allá de interludios colectivos como Los Evangelistas, Grupo de Expertos Solynieve y Fuerza nueva.
Para llevar a cabo el cometido, el granadino evita contraponer los universos de dos creadores que comparten la aceptación unánime de su categoría extraordinaria. La cuestión no es estar a la altura de Zulueta o trasladar a una partitura el potencial de sus fotogramas, sino hacer más accesible la iconografía que generó a través de una Super-8, verbalizar su discurso y buscar el hilo conductor que une al Zulueta que retrata Duque con el que está detrás de la cámara. La mayor genialidad del músico en esta ocasión consiste en lograr un cancionero soberbio aceptando el protagonismo de la figura que lo origina, pero manteniendo su personalidad. La evidencia palpable es el lugar en el que se interpretan las canciones: una sala de cine, en la madrileña sede de Filmoteca Española.
J y el quinteto que lo acompaña –Jaime Stinus (guitarra), Roberto Colina (batería), Miguel López (bajo), Natalia Drago (guitarra y voz) y Miguel Martín (teclado y guitarra)– salen a escena agotando sus botellines, en este proyecto denominado “Plena pausa”. El primero es también el último contacto visual que establecen con el público hasta el final de los setenta minutos que dura la actuación. Manda la pantalla y ellos también miran hacia ella desde un pequeño escenario habilitado por delante de la primera fila. Los primeros fotogramas son de álbumes familiares a menos de 25 fotogramas por segundo, películas de los años cuarenta y cincuenta, que pudieron tener como impulsor al padre de familia, cuya afición al séptimo arte lo llevaría a dirigir durante tres años el Festival de Cine de San Sebastián. Son tiempos de capeas, paseos en barco de una familia acomodada y parques de atracciones. Suenan melodías repletas de nostalgia: “Y la nave va” y “Tormenta eléctrica”. J verbaliza los sentimientos del homenajeado hacia su ama, pintora y pilar esencial del clan: “por ti me arrancaría la piel”.
La obra de Zulueta empieza a asomar con “El loco”, imágenes de un hombre perdido que inician una percusión procesional y que desembocan en una musicalización más enigmática. Aparece la casa familiar, motivo habitual del cineasta. El trayecto también pasa por la noche de Londres y el pop de “Luces de neón”. En la misma dirección van los dos adelantos de “Plena pausa” para el disco, cuya publicación está prevista para la primavera: “Natalia dice” –con el apoyo de los argentinos 107 Faunos y Srta. Trueno Negro– y “Arrebato (Un buen día para Iván)”, guiño planetista que se disfruta contemplando al director rodar: “Esta película que va a ser la puta hostia”.
Es explícito el repaso al lado más turbio del creador de “Arrebato” (1979). Entre el público hay quien no soporta un pico tan realista como el de Eloy de la Iglesia. La aguja atraviesa en primer plano la epidermis del yonqui indomable, “me sienta fatal ser yo, pero me gusta ser yo”. La cadencia es pausada a medida que el jaco hace sus efectos, la distorsión de una guitarra guía el viaje y las imágenes se suceden a gran velocidad, prácticamente incontrolables, en una revisión del sonido de Fuerza nueva.
El corto de “Hotel” comparte emplazamiento con “Leo es pardo” y “Aquarium”, rodados ambos alrededor de la madrileña Plaza de España, que ahora es interpretada como escenario esencial del tardofranquismo. Es el viaje a la capital de Zulueta, experiencia indispensable para entender su obra y que está cubierto por dos canciones. “Fandangos de la lucha de géneros”, maravillosa, tiene la cadencia calmada de “Islamabad” (Los Planetas), una fuerte carga política y un guiño no casual a “Walk On The Wild Side”, de otro autor maldito como Lou Reed. “Los desalmados” continúa con el trasfondo de las esperanzas puestas tras el final del régimen y siguen los retazos del miembro de The Velvet Underground con el fraseo de “Perfect Day”.
El final está salpicado por los símbolos más íntimos del director. Las playas vascas –adornadas con el misticismo de “Jaleo de la calle”, el homenaje pop a Eusebio Poncela y Will More, sus dos actores fetiche– o el intimismo a cuatro guitarras que inunda la ría de San Sebastián. J vuelve a su dimensión más reconocible en el adiós, titulado como una de las cintas del vasco: “Mi ego está en Babia”. El avión del último corto vuela “hacia el País de Nunca Jamás”, esa isla a la que viaja el protagonista del mediometraje y que retrata la férrea voluntad de Iván Zulueta de explorar otros mundos. ∎