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Del 21 al 25 de julio, el Jazzaldia de San Sebastián ha resultado de nuevo modélico en cómo organizar un festival en tiempos de pandemia, impecable en seguridad y logística y sorprendente en una programación internacional con nombres de mucho peso.
Si el año pasado el Jazzaldia fue avanzadilla en medio del caos, y modelo a seguir en la rigurosa aplicación de las medidas sanitarias con la menor mella posible en la calidad y vistosidad de la programación, un año después las cosas no han cambiado: la incertidumbre para los conciertos de amplias audiencias permanece, pero el Festival de Jazz de San Sebastián ha conformado otra edición modélica, con más de cincuenta conciertos. Seguridad estricta con ambiente afable, organización milimétrica y un abanico de nombres que tocan el olimpo del jazz contemporáneo y aledaños, y de una variedad de sonidos y países insólito en estos tiempos de restricciones viajeras. Arlo Parks y Mulatu Astatke cayeron semanas antes de la programación porque, como dijo José James, sustituto de la primera, “la combinación de Brexit y COVID es fatal”. Las medidas británicas les impidieron viajar sin cuarentena posterior. No hubo escollo: el programa del Jazzaldia seguía estando entre lo mejor que se puede encontrar en estos tiempos y el resultado superó incluso las expectativas.
Empecemos por el final, porque la noche de clausura en la emblemática plaza de la Trinidad, aun con reducción de aforo, fue de ensueño: cómo calificar, si no, una doble sesión que comenzó con el Brad Mehldau Trio y se completó con un Bill Frisell, también en terceto, que desplegó la emoción estratosférica de su guitarra en un continuo sin apenas descanso, y que hizo cima con un triple mensaje balsámico de esperanza y solidaridad, títulos escogidos con toda intención, sin duda: “What The World Needs Now” y “We Shall Overcome” en sobrecogedora quietud, y una “You Only Live Twice” de complicidad benefactora.
Lo de Brad Mehldau Trio es extraordinario y arrebatador siempre, aunque la fórmula sea la misma. El grado de comunicación con Larry Grenadier y Jeff Ballard y las infinitas posibilidades sin grandilocuencias que el pianista extrae de cualquier melodía, siempre inesperadas, siguen conformando una fuente inagotable. Con los temas propios y con la versiones cambiantes: aquí el culmen estuvo en “Friends”, de The Beach Boys, y en “I Concentrate On You”, de Cole Porter. Hasta el contenido y discreto Mehldau quiso dejar constancia verbal de lo inhabitual que resulta hoy en día el simple hecho de salir a tocar a un escenario, volver a estar en comunidad, con la música como nexo. Todos los artistas transmitían esa sensación de celebración, y de elevación, del aquí y ahora, de que cada concierto es un acontecimiento, sobre todo para quienes llevaban meses sin salir a un escenario.
Todo se conjugó a favor en la soleada tarde en la que los Ceramic Dog de Marc Ribot irrumpieron en la bucólica campa de Chillida Leku, con el bosque como fondo de escenario, para soltar proclamas políticas directas (“give the power to the people”), con el bajista Shahzad Ismaily haciendo funk repantingado con los pies descalzos sobre el monitor, Ribot arrasando con sus punteos hiperexcitantes y sus declamaciones apasionadas y, junto al batería Ches Smith, roturando todos los campos imaginables: free, rock cañero, electroambient, juerga y hasta una canción de amor, con la audiencia entusiasmada aunque sentada en la hierba o tumbada en hamacas.
Como el año pasado, hubo que prescindir del gran escenario de la playa y, por tanto, del ala más pop-rockera del Jazzaldia, pero José James se encargó de representar el pop-soul con su relectura con dejes de scratch vocal del repertorio de Bill Withers, y su resultón cancionero propio. Cécile McLorin Salvant, con su excepcional voz y su sensibilidad acompañada por el excelente pianista Sullivan Fortner, defendió muy bien un recital que fue a más con las conmovedoras interpretaciones de “Todo es de color” de Lole y Manuel y “Alfonsina y el mar” de Ariel Ramírez y Félix Luna. Y la gran voz de Noa sorprendió con un variopinto (clásicos del jazz, Bach y éxitos propios) pero muy coherente y riguroso concierto junto a su fiel Gil Dor y con Iñaki Salvador como invitado para dar cuerpo a la propuesta, quien también hizo un recital a piano solo con toda la riqueza de su ya enorme bagaje musical en plena agilidad.
Los pianistas dominaban el programa, pero la abundancia no devino en sobredosis, sino en sobresaliente. El menorquín Marco Mezquida es capaz de cualquier cosa, lo demostró en tres intervenciones: hizo una torrencial improvisación a piano solo que acabó mágicamente combinando sus propios crótalos con las campanas que sonaban provenientes de una iglesia cercana; defendió con mucho gusto uno de sus innumerables proyectos colectivos de amplias miras con “Talismán”, y formó parte como uno más del grupo de Sílvia Pérez Cruz. La cantante mostró, en un impecable espectáculo en el que todo estaba cuidado, desde las luces y penumbras hasta las diferentes combinaciones de destacados músicos, toda su mezcolanza de evocaciones y culturas, picoteando en toda su trayectoria y extendiendo las delicadas texturas de su voz.
El polaco Marci Masecki, arreglista e intérprete en la banda sonora de la película “Cold War” (Paweł Pawlikowski, 2018), otro pianista en plena eclosión y expansión, es para verlo y escucharlo una y otra vez, para comprobar cómo retuerce y exprime con tanta exigencia como espíritu lúdico y travieso ya sea el repertorio de Thelonius Monk como el ragtime, fuera de ortodoxias y con un grácil y hasta divertido movimiento de brazos y piernas. Fascinante. Entre esa aún joven pero ya muy creativa y ecléctica generación hay que apuntar a Daniel García Trío, que brilló incluso por encima de su compañero de matinal, el muy consagrado e impecable Chano Domínguez Trío, dentro del programa Jazz Eñe que también trajo a Alba Careta Group y María La Mónica & Javier Galiana, entre otros.
Un clásico como Kenny Barron reveló que se mantiene fresco, ágil e inmarchitable a sus 78 años, con momentos asombrosos, como su lectura de “Don’t Explain” con el vibrafonista Steve Nelson en su All Star Quartet. Hubo ocasión, por fin, de ver al veterano e inspirado Frank D’Andrea, que actuó solo y también como parte del intergeneracional cuarteto de Dave Douglas, en un diálogo excitante con el siempre sensacional trompetista estadounidense. Y aún joven, pero con un dominio sin par de géneros clásicos como el ragtime, el boogie y el jazz, Paul San Martín dio nervio nuevo a esas y otras raíces, con más espacio para su faceta de cálido vocalista.
Hubo conciertos-homenaje de creatividad propia y contemporánea: Jorge Pardo y Niño Josele recordaron sus vivencias y la música de Chick Corea; y Giovanni Guidi hizo su tributo a Gato Barbieri. Hubo noche cubana en los términos previstos por clásicos como Gonzalo Rubalcaba, acompañado por la cantante Aymée Nuviola, que se decantó por un repertorio archiconocido, y Chucho Valdés, que vio coronado su bagaje con el premio Donostiako Jazzaldia, dieciocho años después de que lo recibiera en el mismo escenario su padre Bebo Valdés. Y el crisol de culturas estuvo bellamente representado por la flautista parisina de origen sirio Naïssam Jalal & Rhythms Of Resistance. Hubo muchas más actuaciones, pero fue un doble placer ver en estos tiempos a una big band, los 17 músicos de La Locomotora Negra, por la celebración de su 50º aniversario (que significa también su despedida), que también mereció premio, y por lo divertida y estimulante que fue su actuación alrededor de un swing aún necesario, como en tiempos de guerra. O al menos de batalla cotidiana y colectiva. ∎