Jon Hopkins, un entusiasta de la experiencia psicodélica, admite que la creación de sus dos álbumes más celebrados –“Immunity” (2013) y “Singularity” (2018)– se vio enormemente influenciada por experiencias con las drogas: el primero plasma los eufóricos subidones y los melancólicos bajones del MDMA, mientras que la idea del segundo le sobrevino del viaje cósmico que emprendió tras consumir hongos alucinógenos. No es, por tanto, ninguna sorpresa que el británico esté acostumbrado a actuar en festivales gigantescos para públicos “generalmente intoxicados”. Como reacción a todo eso surgió este “Polarity Tour”, que la pandemia casi se llevó por delante. “Creo que mi naturaleza más profunda reside en la quietud, en el lado meditativo de mi música. (Para esta gira) quería mezclar los elementos dispares de dureza y fragilidad de mis canciones, y al movernos entre ambos, esperamos crear momentos de profunda calma”, avanzó en nota de prensa.
Y es cierto que Jon Hopkins siempre se ha movido entre dos mundos, pues en su música hay una disparidad que lo lleva a hermanar un sonido de clásico contemporáneo adyacente a galerías de arte y bandas sonoras cinematográficas con un trance progresivo devoto de la melodía Fabergé y ritmo de ambición panorámica. Es la misma polaridad que se vivió en el anfiteatro de L’Auditori de Barcelona la noche del 24 de septiembre. A mi izquierda, un trío de techno heads con camiseta de Underground Resistance lamenta que el show coincida con el Brunch In The Park que se celebra al mismo tiempo y a escasos metros, en el vecino Teatre Nacional de Catalunya, con Paco Osuna a la cabeza. A mi derecha, una pareja indie se pregunta si repetirán en poco más de un mes para el concierto de Low, teniendo en cuenta que el tratamiento contra el cáncer de ovario que padece Mimi Parker ha llevado al grupo a cancelar parte de la gira.
Durante los primeros 15 minutos, Jon Hopkins se sentó encorvado ante un piano de cola, unas veces para interpretar números de belleza transformadora como “Scene Suspended” y otras para dejarse llevar por una vorágine improvisadora que regala momentos únicos en cada una de sus paradas de la gira europea (tanto es así que la magia surgida de las teclas en su paso por La Haya a buen seguro se editará próximamente, después de que el propio Hopkins pidiese al público una grabación de la actuación). Hubo un silencio reverencial por parte de la audiencia, y para que el rapto fuera total los juegos de luces echaron el resto creando efectos de sombras que serían la envidia de cualquier director de fotografía. Todo fluyó de una manera tan orgánica, con tanta soltura y tanto saber hacer, que apenas se advirtió que de la penumbra emergiera su banda acompañante: Leo Abrahams (guitarra), Emma Smith (violín) y Daisy Vatalaro (violonchelo).
Pasado ese primer tramo, Hopkins abandonó el piano de cola para tomar su puesto de mando central con toda la cacharrería analógica. Primero liberó el medio tiempo atmosférico “C O S M”, pero rápidamente llegó el leviatán trance de “Emerald Rush”, que es a lo que sonaría Border Community si aún siguiese lanzando maxis techno. Cuesta creer que en una plaza noble como la del Auditori se hayan podido escuchar bajos tan poderosos. Y todos, desde la platea hasta el segundo anfiteatro, se levantaron de su asiento cual resorte como si el británico les hubiese transportado al Nitsa en hora punta para una bacanal en honor al dios Jack. Tras algún que otro interludio de piano –incluida su ya casi olvidada versión de otros acólitos de la psicodelia como son Yeasayer y su “I Remember”–, llegó “Singularity”. Primero, con sus vocecitas de diva anónima, arrancó como si del punto álgido de un recopilatorio del sello A State Of Trance se tratara, para luego adquirir en los bajos una robustez más propia del techno centroeuropeo de alto octanaje. Así que precisamente es ese juego entre tensión y liberación lo que hace interesante este experimento de show techno en vivo. O el morbo de ver cómo un público sentado, aparentemente modosito y sobrio, pierde poco a poco la compostura hasta alcanzar una catarsis colectiva.
Entre dos aguas también se movió el telonero Hayden Thorpe, a quien algunos recordarán por su “vida pasada” como el falsete de otro mundo de Wild Beasts, incomprensiblemente separados cuando estaban a punto de entrar en el panteón de los dioses del sophisti-pop. En solitario, eso sí, sigue siendo tan arty y elegante como con sus antiguos compañeros de banda, y fue alternando el piano con una guitarra que dijo comprar en una noche de San Valentín en Brooklyn. Tiene grandes canciones como “Love Crimes” y “Diviner”, pero las comparaciones son inevitables y subyace la sensación de que esa banda nos dejó injustamente. ∎