Kiko Veneno no renuncia al compromiso artístico. Foto: Jordi Vidal
Kiko Veneno no renuncia al compromiso artístico. Foto: Jordi Vidal

Concierto

Kiko Veneno: hambre de amor

Kiko Veneno triunfó ayer (20 de junio) en el Teatre Tívoli de Barcelona en un concierto casi desnudo en el que, entre una veintena de temas, presentó dos de las canciones, la primera y la última, de su nuevo disco, “Hambre”. Nos ofreció un amplio paseo por su historia, trayectoria que empezó en 1977 con “Veneno”, disco del que también interpretó dos muestras. Se confirmó que la leyenda está en plena forma.

Me llamó Laura Piñeiro de “La Ventana” (SER) porque en el programa de Carles Francino del pasado viernes, 18 de junio, le dedicaban un especial a Kiko Veneno desde la Universidad de Alcalá de Henares a tres días de la salida de su nuevo disco, “Hambre”, que oficialmente se publica hoy, 21 de junio, Día de la Música. Me pidió una reflexión en un mensaje sobre Kiko. Le envié por WhatsApp esta nota de voz, que finalmente no utilizaron (no dio tiempo”):

“Kiko, como bien sabéis, es una leyenda de la música española. Desvergonzado pero al mismo tiempo respetuoso. Subversivo pero también amable. Y es un artista para todos los públicos y para todo tipo de generaciones que nos ha ido regalando, además, discos míticos y canciones inolvidables a lo largo de más de cuarenta años de trayectoria, una trayectoria aparentemente a contracorriente. Es un clásico curioso que desde la simpleza ha ido reinventándose sin perder la esencia de las cosas que realmente importan. Está en la historia, por supuesto, por ‘Volando voy’, indiscutiblemente; también por el mítico ‘Veneno’ del 77 y por la dupla que forma parte de nuestra memoria: ‘Échate un cantecito’ y ‘Está muy bien eso del cariño’. Pero no solo por eso. Él sigue en racha, como demostró hace dos años en el excelente ‘Sombrero roto’, y como demuestra ahora su continuación, el por momentos experimental ‘Hambre’. Este acercamiento elemental a la electrónica casera con fundamento, casi desnuda, encaja perfectamente con esa sabiduría cotidiana que tiene para transmitir, sin fecha de caducidad, frases cortas que aparentemente son sencillas pero comunican infinidad de cosas”.

Escucho el programa el sábado por la mañana y me congratulo del buen estado de forma en que se encuentra Kiko. Canta avances de su valiente nuevo disco, que muestra con la confianza que le otorga saberse un clásico con plena vigencia. Me entran ganas de disfrutar del mundo de Kiko Veneno justo cuando recibo un mensaje de Janian Rangel, encargada de la comunicación y prensa: “Si te quieres venir al concierto del domingo de Kiko en el Tívoli, avísame”. Claro que sí, Janian: voy.

La última vez que lo vi en directo fue el 30 de noviembre de 2019, en la sala Apolo, en el festival Rock & Palmas. En un doble cartel de relumbrón, tocaron también los Derby Motoreta’s Burrito Kachimba. Kiko, acompañado de una decena de músicos, y sin quererlo, dejó en evidencia el inmovilismo de los Motoreta, discípulos suyos. Me crucé con él un par de horas después, en el Bar Bodega La Belter, tomando algo tras el bolo. Comentando el show, le dije: “Kiko, los Motoreta es un grupo de revival anclado en 1975. Retrospectivamente, Veneno, ya en 1977, comparándolo con ellos ahora, eran revolucionarios; a su lado, eras y eres Aphex Twin, por lo menos”. Se pudo comprobar con su “Sombrero roto”, que fue escogido mejor disco nacional del año 2019 según Rockdelux, una obra de artista con inquietudes. Pero es que, en 2021, ha vuelto a sorprender con “Hambre”, álbum severo que raspa, alejado de la comercialidad y entregado a la libre creación.

Con José Torres a la guitarra. Foto: Jordi Vidal
Con José Torres a la guitarra. Foto: Jordi Vidal

Ayer, en el Teatre Tívoli, solo acompañado por la guitarra de José Torres, que se sumaba a la que él tocaba, lo disfrutamos a pecho descubierto. Un repertorio de 22 temas ante un público que lo idolatra. Arrancó poniendo las cartas sobre la mesa: “Ser pobre no es delito / Es una necesidad (…) Esa es la verdad, / La felicidad / Es una raya que hay que atravesar”. Es la que cierra “Hambre”: “La felicidad”. La conectó con “Los delincuentes”, del mítico “Veneno”, 44 años después, con esos espasmos de imágenes poderosas: “Me quiero asegurar / Que mi sombrero está bien roto y así los rayos / Pueden entrar en mi cabeza. / Te quiero conquistar / Con el suave viento gratis y fresco / De mi abanico de cristal”. La pura esencia del dadaísmo rock aflamencado que ha nutrido siempre su imaginación de escritor de canciones bellamente extrañas. Se le notaba contento; pidiendo disculpas con sorna, dijo: “No tengo ningún tatuaje en el tobillo. No sé si eso os incomoda”, justo antes de abordar “Lobo López”, la que abría “Échate un cantecito”: enjundia y autoridad, con una seguridad pasmosa, liderando la guitarra, incluso. “Memphis Blues Again”, la iluminada adaptación de Dylan, sonó poderosa, con su voz en primer plano. Y de ahí, a su notabilísima aportación a “El Madrileño” de C. Tangana: “Los tontos”, que presentó así: “La primera que no es mía, pero seguro que la conocéis”, y con un mensaje con sustancia sacado de la letra y el vídeo de la canción: “Da mucho coraje: unos fregando y luego viven otros a pisarte”, que remató con menciones a Las Pepis, chirigota de los Carnavales de Cádiz a propósito de la Constitución de 1812. Con “Sombrero roto” (título tomado de la letra de “Los delincuentes”) y “Joselito” (con su incorrección política de otra época orgullosamente cantada: “Siete novias tuve / Más novias que un moro / Me salieron malas / Y a las siete abandoné”) se cerró un primer bloque impecable.

Se quedó solo en escena para hacer “algo experimentalmente solitario”, y arrancó una inesperada tanda a lo folksinger de la vieja escuela: en catalán, cantó “Balada per a un trobador”, su homenaje a Serrat. Le siguió “No pido mucho”, su adaptación al castellano del libertario poema “No demano gran cosa” (1972) –“del gran Miquel Martí i Pol, al que leía Guardiola”, aseguró con gracia–: “No pido mucho / Poder hablar sin cambiar la voz / Caminar sin muletas / Hacer el amor sin que haya que pedir permiso / Escribir en un papel sin rayas / O bien si parece demasiado…”. Continuó con “Casa cuartel”: “Tiene dos entradas / Para el estreno esta noche / En el Teatro Nacional. / Ponen una obra, / Una que a Federico / No le dejaron estrenar. / Ve tú que puedes, / No te pierdas la oportunidad, / Yo tengo guardia esta noche / Deja a los niños con tu mamá”. Emoción, con su voz con temple de cantautor antiguo. Con la recuperación de un “Seré mecánico por ti” en su pura esencia –sorprendente– y con “Hambre”, la que da título e inaugura su nuevo disco (“Yo quisiera que no hubiera / Más hambre en el mundo / Que la que tengo yo / Que la que tengo yo de ti”), cuarenta años de distancia entre una y otra, concluyó esta nutritiva tanda en solitario.

Y la incorporación de Jaime del Blanco y su violín especial. Foto: Jordi Vidal
Y la incorporación de Jaime del Blanco y su violín especial. Foto: Jordi Vidal

Volvió José Torres a la guitarra y se les unió, solo en “Un catalán muy fino”, Jaime del Blanco con su peculiar violín “tiburón-ballena” (nos notificó Kiko). Rindió homenaje a “Palabras para Julia”, de José Agustín Goytisolo, a quien elogió: “Uno de los poetas españoles más grandes que escribió menos”. Tras este “comentario cuántico”, bromeó, se puso tierno y recordó su relación con Barcelona y Cataluña antes de ofrecernos “Veneno” (“En un cuartito los dos / Veneno que tú tomaras / Veneno tomaba yo”) y “Superhéroes de barrio”, que antecedieron a la africana, en su tono songhai, “Dice la gente”: “Dice la gente / Que de algo hay que vivir / Que solo se muere una vez / Yo creo que eso no es así / Se muere muchas veces / Yo siempre muero por ti”, gloriosa y quizá poco valorada composición. Con “La leyenda del tiempo” animó al público a que cantase; él lo hizo en un tono suave, lento, pero, más allá del bonito tributo, sonó a interpretación pobre, a pesar del seguimiento del respetable. ¿Resultado? Un guiño innecesario: es imposible salir victorioso de este monumento lorquiano de canción con la voz mayestática de Camarón. Lo arregló con el cierre; el infalible costumbrismo de “Echo de menos”: el público, de pie, bailando.

Para los bises, la superbalada “Obvio”, otra muestra del romanticismo latente en muchas de sus composiciones, que encuentra en la naturalidad un remedio contra lo cursi. Para “En un Mercedes blanco” volvió Jaime del Blanco; se desató de nuevo el jolgorio en platea. Aupó su pie al banquito para apoyar la guitarra, “algo que no he hecho nunca, pero que voy a hacer en homenaje a mi admirado Paco Ibáñez”, reforzando su imagen de cantautor old school. Y, claro, el final lo puso el himno extraoficial de España “Volando voy”, esa “rumbita popular” que lo situó en la historia para siempre y para todos. 

Un concierto ejemplar de un maestro que, aventurado pionero, se labró su propio camino hace décadas y, tantos años después, ahí sigue, sin renunciar al caudal narrativo de su particular mundo único. Referencial e incombustible. ∎

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