En la casa de Luis de Pablo (Bilbao, 28 de enero de 1930 - Madrid, 10 de octubre de 2021) no hubo nunca televisión. Solo libros, discos, partituras y pinturas, muchas de ellas de su propia esposa, la donostiarra Marta Cárdenas, que le sobrevive, sin hijos. Vivía modestamente en el último piso de un portal de la calle Relatores, justo encima de la casa de Joaquín Sabina (las reuniones de la junta de vecinos debían ser dignas de verse).
Luis de Pablo no fue el primero de nuestros músicos vanguardistas, ya que Juan Hidalgo pasó por Darmstadt antes que él, pero también estuvo allí y se empapó de lo que ahí fueron mostrando sus coetáneos (Luigi Nono nació en 1924; Boulez, en 1925, y Stockhausen, en 1928). Darmstadt, decía, fue muy importante para él y le estaba muy agradecido a Pierre Boulez a contrario sensu… porque decidió que el serialismo integral no iba con él. Aunque no puede decirse que sea discípulo suyo, Olivier Messiaen fue el músico al que más admiró, junto a Debussy. Su propia sensibilidad, admitía, era “muy francófona y francófila”. Rehuía, de hecho, la abstracción y “la cuadratura”: escribía para el instrumento y criticaba aquellas músicas que podrían considerarse meramente teóricas.
Formado como abogado (trabajo que ejerció brevemente, en los servicios jurídicos de Iberia), pudo vivir desde los sesenta de la música. Pero tuvo que compaginar la composición con las becas o impartiendo clases, incluidas estancias en universidades de Estados Unidos (Búfalo, Nueva York) y Canadá (Ottawa y Montreal). Lo animaba el afán del proselitista y aspiraba a situar nuevamente a España en el mundo, y a recuperar a pasos agigantados el tiempo perdido por la Guerra Civil y la dictadura franquista, que nos habían hecho descarrilar culturalmente. Ejerció de gestor cultural: participó en la creación del Grupo Nueva Música en 1958 y, al año siguiente, fundó el ciclo Tiempo y Música, de vital importancia para presentar la obra que se hacía internacionalmente. Fundó también, en 1964, la Bienal de Música Contemporánea de Madrid, que, aunque solo celebró una edición, logró romper con el aislamiento al que había estado sometida la música de vanguardia española, dándola a conocer en los ambientes internacionales. Un año más tarde, en 1965, fundó, con el mecenazgo de la familia de constructores Huarte, el grupo Alea y el primer laboratorio español de música electrónica, por donde pasarían, entre otros, Tomás Marco y Eduardo Polonio. El patrocinio de los Huarte fue fundamental, años después, para que Luis de Pablo organizara los Encuentros de Pamplona de 1972. Fueron ocho días de experimentación artística y musical que siguen constituyendo, casi medio siglo después, el festival de vanguardia internacional más extenso e importante de los celebrados en nuestro país. En el ámbito estrictamente musical, De Pablo estrenó ahí su obra “Soledad interrumpida” (conocida también como obra de “sonido plástico”, realizada en colaboración con el artista José Luis Alexanco y que forma parte de la colección del Museo Reina Sofía), pero presentó también a Eduardo Polonio y contó con un concierto de Zaj y obras audiovisuales de Luc Ferrari y Josef Anton Riedl, o un concierto del Trio Sperimentale Bussotti-Hornung-Grocco. De Pablo se trajo también hasta la capital navarra a Lejaren Hiller –el primer compositor que se sirvió de un ordenador para hacer música–; se ofreció un concierto/performance de John Cage con el pianista David Tudor y llegó a actuar, por primera vez en España, el mismísimo Steve Reich y sus Musicians, con la coreógrafa Laura Dean.
Esto no quiere decir que Luis de Pablo abrazara también la novísima corriente minimalista surgida en los Estados Unidos. Al contrario: en el libro de Miguel Álvarez-Fernández “Luis de Pablo: Inventario” (publicado el año pasado por Casus Belli), se podía leer su opinión sobre el propio Reich: “Escucho con agrado alguna obra de Steve Reich, porque algunas demuestran una bonita imaginación. Pero son muy poca cosa. Lo segundo que escuché de él fue, en Bruselas, ‘Clapping Music’, una pieza que consistía en tres señores dando palmas durante tres cuartos de hora. ¡Bravo! ¡Se habrá quedado usted herniado!”.
Reich también está en el origen de la animosidad entre Luis de Pablo y el compositor vinarocense Carles Santos: el 9 de marzo de 1970, De Pablo organizó un concierto en el Instituto Francés de Madrid, en el que el pianista francés Claude Helffer iba a estrenar “Móvil II”, del propio De Pablo. Sin embargo, el “telonero”, por decirlo de este modo, Carles Santos, pianista de repertorio antes de comenzar a destacar como compositor, quiso dar a conocer al público madrileño el minimalismo, la ultimísima vanguardia procedente de Estados Unidos, mediante una obra de Steve Reich, “Piano Phase” (1967), de duración indeterminada. Los primeros quince minutos transcurrieron con Santos sentado inmóvil frente al piano, mientras las pocas notas de la obra de Reich, que se repiten constantemente, sonaban en un magnetófono. La inquietud e incomodidad del público fueron haciéndose, poco a poco, evidentes y no se calmaron cuando Santos comenzó a tocar “de verdad”, retrasándose y adelantándose con respecto a la grabación, ya que tocaba las mismas notas que sonaban en los altavoces, para entrar y salir de fase como mandaba la partitura. El murmullo de los asistentes ya era notorio y cuando Santos llevaba hora y media de interpretación, alguien de entre el público, lleno de rabia, irrumpió en el escenario y se puso a tocar el piano a puñetazos. A la hora y tres cuartos otra persona subió al escenario y cerró con violencia la tapa del piano y se dio por concluido el recital: Helffer se quedó sin tocar el resto del programa: la “Sequenza IV” (1966) de Luciano Berio y el estreno de De Pablo para cuatro manos –las de Helffer y Santos–. En ese momento comenzó una enemistad abierta y declarada entre ambos compositores, representantes de corrientes absolutamente enfrentadas.
Luis de Pablo no se callaba, y eso lo convirtió en un personaje incómodo: en el libro anteriormente citado de Miguel Álvarez-Fernández se narra también una tensa conversación que tuvo lugar durante una comida en la SGAE, en fecha sin datar, entre el hoy exministro de justicia, expresidente de la Comunidad de Madrid y exalcalde de Madrid Alberto Ruiz Gallardón (sobrino nieto de Isaac Albéniz y pianista aficionado) acerca del compás de las habaneras…
Reclamaba siempre lo que creía, en justicia, que le correspondía. No a él, sino a la música contemporánea. Le molestaba, primero, el ostracismo al que desde los poderes públicos de la época franquista se condenaba a la música que “pretende ser la voz de su tiempo” y, luego, le encabritaba el auge, a sus ojos inesperado e incomprensible, del rock. No admitía que el rock (o el jazz) fuesen lenguajes “de calidad”: “el rock y el jazz entran a saco en el campo de la música contemporánea para renovar su lenguaje, pero salvo excepciones no sucede lo contrario, y cuando pasa es con fines ilustrativos, no de investigación. Es, por ejemplo, el caso de Luciano Berio y su obra ‘Laborintus II’”. Su enfrentamiento con los poderes públicos no mejoró con el paso de los años: en 1983 le encargaron que pusiera en marcha el Centro para la Difusión de la Música Contemporánea, organismo integrado en otra institución de nuevo cuño, el INAEM (Instituto Nacional de Artes Escénicas y Música), que abandonó dos años después, harto de las mamandurrias de los politiqueos, que le costaron, afirmaba, el infarto que sufrió mientras finalizaba en el Gabinete de Música Electroacústica de Cuenca la versión definitiva de su obra “We” (la que publicó Nuevos Medios en 1985).
Autor de una obra vastísima que incluye todos los géneros y combinaciones instrumentales posibles, tuvo que realizar también obras “alimenticias” para el cine, donde destacan sus trabajos con Carlos Saura –“La caza” (1966), “Peppermint frappé” (1967), “La madriguera” (1969), “El jardín de las delicias” (1970), en la que también tenía un pequeño papel, como organista, o “Ana y los lobos” (1973)–, Manuel Gutiérrez Aragón –“Habla, mudita” (1973)– o Víctor Erice –“El espíritu de la colmena” (1973), “El sur” (1983), donde no aparece acreditado–.
El capítulo más importante de su obra es el de las óperas, seis. La primera de ellas, tal vez la más importante, fue “Kiu”, con libreto propio, basado en “El cero transparente” (1978) de Alfonso Vallejo, estrenada en 1983. La segunda, “El viajero indiscreto”, estrenada en 1990 y con la que inició su colaboración como libretista con Vicente Molina Foix, que prosiguió en 1992, con “La madre invita a comer”. En 1999 estrenó “La señorita Cristina”, con libreto propio, basado en la novela de Mircea Eliade, y en 2006 “Un parque”, otro libreto propio sobre un relato de Yukio Mishima. Su última ópera, “El abrecartas”, con libreto nuevamente de Vicente Molina Foix, fue encargada y programada por Gerard Mortier durante su breve paso como director del Teatro Real (2010-2013). El cáncer del que enfermó el genial director artístico belga provocó, primero, que le despidieran de forma fulminante mientras se encontraba tratándose en Alemania y, segundo, la retirada de la programación de la ópera de De Pablo. Finalmente, cuando en 2020 Luis de Pablo recibe el León de Oro de la Bienal de Venecia a toda su carrera, se retoma en el Teatro Real la producción de la ópera, que se estrenará del 16 al 26 de febrero de 2022. Pero Luis de Pablo ya no podrá verlo. No servirá de desagravio, pero sí como homenaje póstumo. ∎