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Matthew Stephen Ward, conocido como M. Ward, se ha plantado en territorio peninsular para zanjar la presentación de sus dos últimos trabajos, que la pandemia había ido boicoteando. Anoche abrió gira en La 2 de Apolo, en Barcelona, y durante lo que queda de octubre va a tocar en Zaragoza (21), San Sebastián (22), Santander (23), A Coruña (26), Madrid (27), Sevilla (28) y Valencia (30). El músico norteamericano demostró solvencia con un cancionero más bello aún en las distancias cortas.
La experiencia es un grado. Si atendemos a las voces que llegan desde Reino Unido, lo demostró Bob Dylan en el Palladium de Londres la noche previa a la llegada de M. Ward a nuestras coordenadas. En su concierto en Barcelona, el californiano dignificó su madurez como músico. Puede que sus discos ya no estén en el candelero, pero sus directos no pierden un ápice de valor.
Su paso por la Ciudad Condal se encuadraba en Vida Records & Friends, ciclo de conciertos auspiciado por el festival Vida de Vilanova i la Geltrú. Ward subió a la lona sin contemplaciones ni formalidades, con una fiereza con la que dominaría pronto a su principal aliado de esa noche, la guitarra acústica. Salió con lo puesto: sin músicos que lo respaldaran, una lámpara como único punto focal escénico y dos guitarras a su vera. Arsenal suficiente para encandilar a una sala de apariencia algo desabrigada.
Cubrió la desangelada corriente que se filtraba entre las conversaciones de la audiencia con una guitarra expresiva, a la que dotó de profundidad mediante loops improvisados en directo que controlaba con los pedales, a modo de base rítmica, mientras por encima aportaba profundidad de campo gracias a los diversos solos desplegados. Fue un recurso que utilizaría con acierto en más de una ocasión.
En el segundo tema penetró con voz gutural pidiendo audiencia en los dominios del Delta del Mississippi. Las raíces musicales norteamericanas –el blues, el country y el folk– centran la identidad de sus dos últimos trabajos, “Think Of Spring” (2020) y “Migration Stories” (2020). Y ambos se postulan, por cierto, para entrar en los anales de discos con peores portadas de la historia. También en directo desbordó interés por esas afluencias sonoras de su radio de acción natal.
Se ganó las primeras reverencias inapelables buceando en su álbum más reproducido –“Post-War” (2006)– cuando ejecutó “Chinese Translation”. Perdió algo de interés con la concatenación de dos cortes de “Migration Stories”, pero recuperó de nuevo el pulso, tocando incluso techo emocional e interpretativo de la noche con “Sad, Sad Song”, de “Transfiguration Of Vincent” (2003). Lanzó un elogio al sistema ferroviario europeo (sin ironías) antes de recogerse y volver a escena hasta en tres ocasiones.
En el primer bis tuvo un acercamiento al hillbilly y al country-folk. En el segundo confirmó la idoneidad de programar como artista invitada a la bilbaína afincada en Barcelona Amaia Miranda, quien previamente había arrancado la velada con una delicada fragancia folkie que dejó a los presentes anestesiados, especialmente con la interpretación final de ese “Cuando se nos mueren los amores” que debería sonar en más transistores como refugio para tiempos calamitosos. La sintonía anímica y musical entre ambos quedó evidenciada con el dueto sobre el escenario que ocupó el tramo del segundo bis. A la tercera vuelta del parón, Ward volvió en solitario dispuesto a contentar a su público, pidiendo que le dijeran qué temas querían escuchar. Los elegidos para cerrar fueron “Clean State”, un “For Beginners” de entonación dylaniana que lo postula como telonero propicio para la gira actual del de Duluth y la recogida e íntima “Vincent O’Brien”. Puso el colofón, de nuevo con guitarra aguerrida, como con la que entró en escena, a través de “Outta My Head”.
Mínimo andamiaje para un revolcón de emocionalidad y talante, proporcionado por un músico que amplía versatilidad, solidez técnica, profundidad acústica y ganancia vocal a medida que pasan los años. Como un buen caldo. Como Alex Turner, por cierto. ∎