Carti, en su oposición estética a Tupac, podría ser algo así como lo que Malévich es a Botticelli. El hip hop de los 90 –el del boom bap– fue la perfección de un arte noble; el rap iba de utilizar el instrumento último y exquisito que es la voz y la palabra hablada rítmicamente, en versos y rima, para elaborar discursos extendidos sobre recombinaciones de la genial herencia musical negra (jazz, soul, góspel) usando los medios del sampleo y los tambores digitales. Hoy, una generación ya totalmente nueva de artistas ha llevado sus experimentos con lo heredado hasta, de alguna forma, depurar la esencia del acto de rapear, deconstruyéndolo, convirtiéndolo ya en irreducible concepto: igual que Malévich condensó el acto de pintar en el “Cuadrado negro”, Carti condensa el acto de rapear en un mumbling ininteligible pero eficaz, en el que no es necesario pintar (por seguir con la metáfora) un cuadro detallado de la imagen que se quiere transmitir, sino que es suficiente con plasmar en el track un estado de ánimo. Así, crea la ilusión de un discurso más complejo que no está, pero se intuye.
Ese discurso, una abstracción sobre los mitos contemporáneos de la autosuperación y el logro económico e identitario (soy yo mismo, me estoy forrando con ello y me follo a la que te gusta), en Carti nos llega como desde un más allá. Todas sus producciones se rodean de un aura de semipresencia, como si Carti fuera a escaparse del beat en cualquier momento. Mucho del poder casi místico que tiene viene de este aspecto. Sus mejores obras suenan casi a invocación de brujo en una lengua hecha a medida. Un chiste recurrente en la esfera memética es que no habla inglés, sino cartinese. De hecho, circula por ahí un vídeo selfie tonto en un Walmart, con el título “Playboi Carti Speaks English”, que tiene más de cuatro millones de visitas: todo el mundo quiere saber cómo es el artista en su modo terrenal. El Carti más desarrollado experimenta con su voz y los límites del aspecto formal de la palabra hablada. Puede ser un high codeínico y opiáceo lleno de luz, roto por poco más que gruñidos de su icónica baby voice, o un bajón de oscuridad que invoca la ultraviolencia del punk no muerto.
Es esta fantasmagoría la que probablemente lo convierte en un material expropiable y remixeable hasta la saciedad: en los dos años que pasaron entre “Diet Lit” (Interscope, 2018) y “Whole Lotta Red” (Interscope, 2020), los fans fueron construyendo, a través de snippets, leaks y hasta material robado por hackers, todo un catálogo fan-made y crowd-sourced que llena playlists de horas de música no oficial en YouTube. Sin embargo, nada de esto es trivial. Carti reconoce calcular su exposición mediática con cuidado para administrarla con cuentagotas y retener así esa rareza de la que tanto se precia. En un efecto rebote, su distanciamiento de la superexposición que practican la mayoría de artistas hoy en día y su carácter elusivo lo convierten en fuente de especulación y persecución para un fanbase que lo coloca como líder de un culto irónico, sin dejar de ser un actor consagrado en el mainstream de la industria: sus conexiones son del calibre de Kanye West, Frank Ocean, Future y Solange.
Todavía en sus veinitipocos, Playboi Carti es tanto un fenómeno Gen Z inevitable como punta de lanza para la propuesta artística de la generación en la que participa. Siendo adolescente, combinaba sus turnos de tarde en el H&M de su barrio con pellas en el instituto para grabar su primer material, donde ya se apuntaban las maneras de lo que sería su marca más adelante: los beats cargados de bajo y emitidos como desde un submarino que Odd Future estaban proponiendo, en esa mezcla de energía boyish skater y rebelde; la dinámica más ghetto y trapera de Gucci Mane, padrino de la escena de Atlanta, la ciudad que Carti comparte con tantos otros fenómenos que han dominado el mainstream del hip hop en los últimos años; y, por último, el toque de humor que Lil B había traído a una posmodernidad de risa.
Qué mejor hogar para tal propuesta que la casa de Awful Records (como dice un comentario por ahí, una especie de “hipster traphouse”), presidida por el gurú Father, donde figuras como iLoveMakonnen, ICYTWAT o Ethereal cocinaron junto a Carti un estilo único y puramente underground que, eso sí, solo nuestro protagonista ha alcanzado a llevar a los terrenos de los cientos de millones de visitas.
Desde entonces, establecido como figura icónica y elusiva, Carti ha disfrutado de una fama y un respeto de los que, sin embargo, parece rehuir. En su último álbum, “Whole Lotta Red”, se acerca aún más a ese lado gótico y rockero (sin duda, más Robert Plant que Tupac) que ya venía proponiendo con sus outfits (es musa del actual director creativo de Givenchy, Matthew Williams). A sus ardientes fans, que llevaban tanto anhelando este lanzamiento hasta el punto de llegar a condenarlo a la irrelevancia durante la espera, no les ha gustado: básicamente, se esperaban otra cosa. Pero este proyecto, por su naturaleza antigatillazo, tiene pinta de ser uno de esos que crece con el tiempo siempre y cuando se sepa escuchar. De momento, tras debutar en el número uno del ‘Billboard’ norteamericano, es seguro que lo habrá escuchado más gente de la prevista.
Su dirección actual va hacia ese horizonte vampírico en el que no es una popstar consumada que celebra su bienestar, sino un icono maldito que mezcla oscuridad y violencia en su arte como redención en un mundo de sobrestímulos y exceso de dopamina. Playboi Carti es (o, al menos, quiere ser) el nuevo punk. ∎