Antes del chute de energía que nos esperaba por parte de la australiana, un rato antes, el multinstrumentista y compositor norteamericano Cautious Clay nos ha dejado boquiabiertos con su síntesis de la música negra. Nos había regalado tal energía positiva que Courtney Barnett y su repertorio nos dio la estocada final. La explanada del escenario Binance estaba llena. Quien piense que Barnett es una simple cantante de country yerra el pronóstico. La de Sídney nos regaló una hora de rock’n’roll, en un sentido amplio, cargado de emoción y pasión. De la melodía al ruido. De la síncopa a la distorsión. Cantaba como ella misma y al tiempo sonaba tanto a la mejor Chrissie Hynde como a la simpar Lucinda Williams; ora en el ritmo del verso, ora en la ira del texto. Buena parte del sector femenino cantaba a rabiar y bailaba sin freno. La sección rítmica –Bones Sloane, bajo, y Dave Mudie, batería– parecía que no conociera nada posterior a los 70. Solidez rítmica apabullante que daba todo el sentido a revisitar álbumes como el primero, “Sometimes I Sit And Think, And Sometimes I Just Sit” (2015), y acelerar en los tempos con el más reciente “Things Take Time, Take Time” (2021). Años ha, se dijo que Barnett era una cantautora apoyada por un trío de guitarra, bajo y batería que producía baladas y ráfagas de ruido. Esa apreciación ha quedado atrás. Con una furia contenida en la voz –pero desatada como la guitarrista versada que es, toca sin púa–, ella y su equipo funcionan como unidad: un cuarteto en el que la batería Stella Mozgawa (Warpaint), aquí en los teclados, lleva el peso de la marca sonora de la autora de “Pedestrian At Best”, “Depreston”, “Nameless, Faceless”, “Before You Gotta Go” o “Rae Street”. En definitiva, el éxito radiante de Barnett nos indica que cuando se dispone de buenas canciones y mejores músicos –los suyos lo son– pueden darse noches para el recuerdo como la vivida. Miquel Queralt
No es la cantidad de asistentes, es el relato que quieras darle. A medianoche en el Dice, el escenario opuesto a la zona de cabezas de cartel, había poca gente pero ambiente de cierre de festival. Wata Igarashi opositó a capitanear tal enmienda en años venideros después de semejante recital techno. Dio comienzo con bombos gordos y mucha carga mental gracias a unos teclados retorcidos y graves. Un sonido impertinente, poco manejable. Era un warm up a la holandesa: chicharra primero y, ya luego, experimentos. A los veinte minutos era otra sesión: concesiones espaciales, evolución jugando a lo progresivo, algún toque house y así hasta acabar esponjando los efectos. De la paliza al “pasen, pasen”. Yeray S. Iborra