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Voy a empezar a hablar del Primavera Weekender a través de sus conclusiones, que son varias y muy reveladoras. La primera es que Primavera Sound insiste en aglutinar en su –ya no tan nueva– identidad a dos generaciones, dos formas de entender y hacer música, dos naturalezas distintas pero no opuestas, nunca excluyentes y solo a veces complementarias, que convergen en el amor que profesan hacia ella. Hay un público joven que resuena en la misma frecuencia que Yung Lean, por ejemplo, y que ha encontrado en la tristeza, la euforia, la heterogeneidad, la ambigüedad y la pertenencia sus estandartes. Un público mayor rondando la cincuentena que se niega al inmovilismo, que siente que los años solo pesan en el carné y en las resacas. Ambos se encuentran, ríen, beben, charlan, se desvirtualizan e incluso alguna cosa más –ya se sabe: lo que pasa en el Weekender se queda en el Weekender– en un festival que bucea en el pasado y actualiza la nostalgia para convertirla en nutritivo presente mientras continúa mirando hacia el futuro.
La segunda es que el riesgo es cada vez mayor en un entorno en el que la oferta mainstream absorbe cada vez más propuestas underground. Es un hecho que el cartel de este Weekender tenía algo de desafiante: ¿quién va a perder su tiempo en descubrir cosas que no sabe que le gustan? Se necesita curiosidad, ganas de abrazar la sorpresa y lo desconocido, para aprender a bucear en él. Y en estos tiempos tan saturados de estímulos son cosas que estamos perdiendo irremediablemente. Tenemos tantos discos pendientes, tantos libros en la pila, tantos idiomas que aprender, amigos que cuidar, trabajos que mantener, países a los que viajar y kilos que perder que parece impensable dejarse llevar a un festival en lugar de ver lo que ya sabemos con certeza que nos flipa. Más si ese festival es en Benidorm (concretamente, en el municipio de L’Alfàs del Pi), justo antes de las navidades y con un precio que de primeras impacta, aunque en comparación con la oferta ofrecida –más de una treintena de artistas prácticamente sin solapes y alojamiento en pensión completa en un mismo pack– no se antoje demasiado. Pero el Weekender apuesta por poner el futuro en el plano principal y ofrecer un entorno idílico y absolutamente propicio, con un público no muy numeroso pero despierto y entregado, distancias cortas y espacio y poca competencia para defender cada propuesta, para que las bandas más prometedoras empiecen a construir su propia leyenda. Es hasta romántico que se haga: hay una pequeña resistencia de idealistas que sigue creyendo en la magia de las primeras veces.
La tercera es que poco a poco Primavera Sound va dando pasos hacia una verdadera globalización musical, incluyendo cada vez más propuestas asiáticas –ya sean naturales como yeule o de distintas diásporas como la coreana-canadiense Luna Li– en sus carteles.
La cuarta, que existe un contraste evidente entre la manera monolítica y homogénea que tienen de entender la música muchos de los grupos clásicos, como Slowdive, frente a los nuevos artistas, criados en la vivencia del eclecticismo y la ambigüedad como luchas personales y con la irreverencia y la falta de complejos como señas de identidad, como Guerilla Toss, Queralt Lahoz o Crack Cloud; el asfalto es el mismo en prácticamente todas las calles de la ciudad global.
Y la quinta es que en el fondo el Weekender sigue siendo más una celebración, una fiesta íntima, una especie de banquete real con esa familia que has ido eligiendo con los años –concierto a concierto, Primavera a Primavera, entre discusiones en Twitter, quedadas blogueras y expresiones de admiración profesional– que un festival al uso. Supone compartir algo y, eso, de alguna manera, implica un compromiso.
Ahora vamos con las realidades: en el Primavera Weekender 2022 el sonido casi siempre rozó la perfección, se pudo disfrutar de una propuesta artística incontestable –seguramente la mejor en su corta historia; actualmente sin comparación en nuestro país, de rabiosa y desafiante actualidad y distanciada lo justo de las tendencias principales como para ofrecer un mapa bastante ecléctico del panorama sonoro actual– y la asistencia no fue ni la esperada ni la alcanzada en ediciones pretéritas. Todo lo precioso que tiene, todo eso que hace que valga la pena experimentarlo –la cercanía, el cabañeo, la familiaridad y el riesgo– puede ser al mismo tiempo su talón de Aquiles, un arma de doble filo: si la adhesión a un festival no es más que un reflejo de los gustos de cada uno, es muy complicado lograr compromiso con una idea que indaga en lo ignoto. Primavera Weekender es humilde y coqueto, pero a la vez arriesgado y bizarro. Y por eso sus páginas se seguirán escribiendo como una fábula de leyenda.
La primera jornada ofreció muchas cosas, casi tantas como ofrece el menú del bufé libre –aunque dejando, menos mal, mejor sabor de boca– o el repertorio de Guerilla Toss, una desacomplejada amalgama de pop, after-punk, dream pop, math rock, kraut y dance-punk. Pero sobre todo ofreció euforia y recogimiento por igual, calma y rugido, rabia e introspección. Muchos de los artistas que asaltaron el castillo del Magic Robin Hood Camp durante el viernes aúnan de hecho las dos naturalezas en su música. Es el caso de Health, por ejemplo, que desataban una tormenta de metal progresivo y sonidos industriales en el escenario Brugal tras la calma de sus pasajes de meditabunda oscuridad. O de los inconfundibles Slowdive, maestros de la introspección que se desborda, perfectos y avasalladores como de costumbre, pero algo mecánicos en su repetición de una propuesta que no admite ni una ligera salida de guion, setlist calcado y salida de Rachel Goswell antes de la apoteosis final de “Golden Hair” incluidos. También de Nilüfer Yanya, que suena como arrugar una carta de amor durante un diluvio: se la notó nerviosa y no terminó de tomar nunca las riendas de un concierto que en cualquier caso dejó detalles como los crujidos de “The Dealer” y que se maneja bien entre el arañazo y la caricia con lo rugoso de una PJ Harvey –cuyo “Rid Of Me”, de hecho, versiona– y lo siniestramente engolado de Dolores O’Riordan.
Es una bipolaridad que juegan, cómo no, Triángulo de Amor Bizarro. Fue un lujo verlos a horas tan intempestivas, bien entrada la madrugada, con la intensidad a tope, un volumen atronador y un repertorio contundente que no dio tregua en ningún momento. La propia Soleá Morente, que ha colaborado con ellos y que ha honrado en varias ocasiones su apellido con escarceos en el noise y en el rock ruidoso, siguió haciéndolo en su concierto para abrir el escenario Brugal. Ha mejorado mucho desde “Ole Lorelei” (2018), pero sobre todo ha sabido construirse un espacio propio para hacer flamenco, o para hacer lo que quiera que haga Soleá, en el que la tradición del género se encuentra con el indie de cantautoras y artistas como La Bien Querida, con la americana y con la canción folclórica; un lugar en el que clasicismo y heterodoxia se leen de la misma forma.
A su nivel estuvo Amaia, esta nueva Amaia enérgica que sabe conducir su concierto desde versiones intensas de “Fiebre” (Bad Gyal) o “Santos que yo te pinte” (Los Planetas) hasta el pop naíf de sus primeras canciones y la euforia de trallazos como “El encuentro”, su colaboración con Alizzz, o “La canción que no quiero cantarte”, grand finale de un show equilibrado y desenfadadamente perfeccionista. No tan acertados estuvieron Baloncesto, un poco Melocos, un poco Despistaos, un poco Dinosaur Jr. Al trío madrileño le faltan un par de ensayos pero no grandes canciones, y al menos sí lograron contagiar su energía y ganarse la simpatía del público mientras presentaban varios temas que seguramente formarán parte de su segundo EP. Tampoco brillaron Joy Anonymous, que cerraron la jornada desde el Brugal con una sesión de bassline blandito en general, un poco de deep house marca Café del Mar de manual por aquí, un poco de samba lounge por acá, un poco de euforia impostada por allá. El dúo británico –una extraña mezcla a lo karaoke de productor más cantante/animador– no consiguió convencer salvo cuando sus bajos se diluyeron hasta texturas mercúricas y los breaks le robaron protagonismo a los drops facilones, dejando destellos de los mejores Rudimental.
La programación del sábado avisaba desde el principio: la fiesta llegaría para el final, sí, pero el camino exploraba sin complejos mundos tranquilos. Hizo seguramente que el público apareciera de manera más inconsistente por el castillo, yendo y viniendo a las cabañas y topándose por el camino con una procesión metalera montada por los Mainline Magic Orchestra. El colectivo catalán disfrazó a medio Weekender, reclutó a gente de la Kinki Factory, Alavedra o Chaqueta de Chándal y montó para la ocasión un “Mainline Magic Circus” en el que, además de los conciertos de rebe y Desert, hubo cabida para un show cooking y para una clase de spinning a ritmo de progressive.
Es parte de la gracia que tiene el festival, que se presta a juegos bizarros y que por su naturaleza íntima da lugar a escenas maravillosas como la reunión al sol entre Mykki Blanco y Yung Lean o ver a este improvisar con colegas en la entrada un rato después de que Casero diera el habitual concierto sorpresa del mediodía, “La previa de Estrella Damm”. El primero salió al escenario, bajó y organizó un círculo con la gente, se subió a la barra y, al parecer molesto con el sonido, se largó por donde había venido; solo había cantado “Pink Diamond Bezel”. El segundo dio uno de esos recitales extraños que reflejan en el fondo lo que es el Weekender, algo cercano y diseñado para los amantes: los menos adeptos probablemente desconectaron entre largos pasajes de recreación y rarezas, pero lo mejor del rapero sueco es que sabe trasmitir un estado de ánimo, introducirte en una especie de trance a base del masaje de sus bajos ultra saturados y elevarte con melodías que tocan en lo más profundo.
La intimidad, hasta el punto de lo explícito, marca también la propuesta de la canadiense Sister Ray, segura frente a un público muy mermado y acompañada de una banda sólida y minimalista que la abandona hacia el final para recrearse en esa sinceridad descarnada que queda representada en estas frases: “Habéis escuchado mis canciones y ahora siento que me conocéis, así que si luego me veis por aquí y os apetece pasar a saludarme o charlar os pido por favor que me llaméis Ella, no Sister Ray. Ahora somos amigos”.
Esa variedad alimenta también el que fue el primer paso por España de Luna Li: dominando el equilibrio entre la contención y la descarga energética, canta y toca la guitarra, coge y deja el violín y de vez en cuando se sienta al piano para ofrecer su personal pócima mágica, una especie de actualización del city pop más lounge –tipo Hiroshi Satoh– en clave de bedroom pop y en el que caben flirteos con el jazz, el indie y hasta géneros brasileños como la bossa nova y la samba. También de unos Trees Speak que quizá pecaron de demasiada intensidad para el contexto, últimos estertores de una jornada, ya lo hemos dicho, más hacia adentro: ensimismados en su propia burbuja, también ofrecieron momentos brillantes de hipnótico frenesí y lisergia progresiva. Y cómo no de la singapurense yeule, un exótico animal con look de ninfa cibernética o de sirena digital que construye en soledad un extraño telón de fondo de ambient glitch para luego perturbarlo hacia una rave makinera: alucinante final con “Bites On My Neck”. Radicalmente diferente a casi cualquier otra propuesta del día y seguramente del festival, con esas voces distorsionadas hasta el delirio de “Electric”, tan apocalípticas como acongojantes, perturba y embelesa a partes iguales.
Lo de Queralt Lahoz es otra cosa. Lo suyo tiene aura de estrella, algo especial: lo que empieza pareciendo un 2.0 de Mala Rodríguez se destapa rápido como algo mucho más grande, algo que levanta sobre un entendimiento global de lo urbano un bolazo en el que caben trap, bomba puertorriqueña, rumba, samba, dembow y hasta UK garage. Reivindicación política y feminista, barras, un vozarrón que se atreve hasta con quejío flamenco, mucha solvencia y presencia sobre el escenario y el acompañamiento de una banda de altura, de esas como la de Nathy Peluso, formada en escuelas de jazz, en big bands y en orquestas de pueblo, para uno de los grandes conciertos del fin de semana.
Confidence Man vinieron a levantar los ánimos generales con un show efectista que cumple, sin más, con lo que promete: dance-punk, bailoteo, electro, un poco de mamarracheo, mucho sex-appeal y muchos, muchísimos cambios de vestuario, a cada cual más rimbombante. Fueron They Hate Change los que, en ausencia de Mykki Blanco, brindaron la verdadera fiesta, una clase de flow directísimo que empezó en ritmos soleados para explotar en una bomba de grime, jungle, post-punk y música rave. Los raperos de Tampa extasiaron en un show vibrante, de esos que se recuerdan, fugaz y de alto voltaje, escupiendo barras en la cara de un público cada vez más entregado.
Una celebración, en fin, de la música en tabula rasa, en su estado más puro, Primavera Weekender terminó con Indiespot DJs vs Xtrarradio DJs mezclando indie con reguetón y a Rosalía con Journey. Celebrando el pasado del Primavera Sound, su presente… ¿y quizá su futuro? También sonaron Pulp y Blur. ¿Los veremos en el Primavera Sound 2023? Hagan sus apuestas que el siguiente capítulo ya no es leyenda, es una realidad, de momento, desconocida. ∎