Vuelve el “cabañeo”. Y, lo mejor de todo, no solo vuelve el “cabañeo”. Me explico: el festival Primavera Weekender empezó su andadura como una fiesta para preparar el bombástico y flemático vigésimo aniversario de Primavera Sound, con una naturaleza efímera y casi mitológica, allá por 2019. De ahí el lugar, un bizarro resort vacacional a las afueras de Benidorm diseñado para los guiris en temporada alta y ambientado como un campamento medieval, con sus cabañas gremiales, su salón del trono o su sala de juntas; no estaba pensado, en ese momento, para permanecer salvo en las cabezas de los pocos asistentes que lo vivimos. De hecho, ocupaba un hueco en el calendario, entre octubre y noviembre, que normalmente le pertenecía al Primavera Club, ese draft de salas del que salía algo así como la cantera del Primavera Sound. Pero entonces llegó la pandemia, las fiestas se quedaron en el aire y Weekender se convirtió un poco en “única opción” para celebrar –al menos bajo la apariencia de un festival– los brotes verdes en plena transición hacia la recuperación de la normalidad. Así llegó la edición de 2021 y, en fin, lo que parece hoy la síntesis de los dos formatos. Por eso no solo vuelve el “cabañeo”. También vuelve –aunque solo en espíritu– el Primavera Club. Y eso es una excelente noticia. Porque vuelve esa sensación –para algunos maravillosa; para otros no tanto, y es comprensible– de blanco total cuando mira uno el cartel. Vuelve el digging prefestival, vuelve el decirle a tus amigos “yo los vi en noviembre” en el Weekender. Vuelve tanto que hasta parece sonar “HAHA” de Charlotte Adigéry y Bolis Pupul cuando vuelves a releer el cartel. Vuelve el buceo entre las propuestas sombreadas por una interrogación y el despejar la equis. Tomen nota.
Armada solo con su guitarra –aunque en su versión de estudio esté abrigada por sutiles pianos y baterías–, la canadiense Ella Coyes expone al aire sus heridas y trata de sanarlas a base de rasgueos, ya sean de cuerda o voz, yendo y viniendo por el puente que separa el indie del folk. Conecta así con la intimidad sufrida y honestamente brutal de Adrianne Lenker, con ese folk experiencial que marca los momentos más personales de Angel Olsen. Pero hay aquí una brillantez pop que lucha por salir como el rayo de sol que penetra por el poco hueco que dejan las nubes tras la tormenta, algo que tiene más de la era “cardigan” de Taylor Swift.